sábado, 27 de marzo de 2010

LILIANA CHAVEZ

Jaque Mate      

El Cabo Hernández comenta a su compañero que todo ha vuelto a la normalidad después de la  revuelta.
Mientras recibe el parte de novedades, Bordón esboza una sonrisa. Se siente un tipo de suerte; un agente raso favorecido por las guardias nocturnas y desligado de tomar decisiones durante los motines.
Hernández sigue hablando. Bordón no lo atiende, sólo quiere que se vaya.
      En cuanto queda solo controla minuciosamente los tableros de llaves y  electricidad; en su rutina no hay ahora nada librado al azar. Hasta conocer a Muriel había sido un hombre mediocre, abstraído y despreocupado; ahora las cosas cambiaron.
Aunque viene de su casa recién bañado, destina varios minutos al aseo de sus manos. Cepilla sus uñas y por largo rato masajea la punta de sus dedos entre sí, con un deleite que se propaga por el resto del cuerpo.

       Pasada la medianoche retira del armario, donde guarda sus pertenencias, un estuche de cuero negro. Delicadamente lo lleva hacia el pequeño escritorio. Aparta los papeles y  la vieja Remington y los coloca sobre un estante.  Repasa varias veces el mueble con una gamuza, frotando intensamente los bordes. Deja su pequeño punzón sobre el saliente de madera que  el escritorio tiene para los bolígrafos y deposita una silla en el extremo contrario al suyo. Recién entonces abre la caja  y vacía su contenido sobre un paño.
Despliega un tablero de ajedrez. Al lado, ubica unas diminutas envolturas cubiertas con fundas de terciopelo rojo.

      A la una en punto desenvuelve parte de ellas. Son peones rústicos de exiguo tamaño; los apoya de a uno sobre la palma de su mano y los desplaza lentamente en ella con breves movimientos circulares. Con las yemas de los dedos  limpia la parte superior y con sus uñas raspa entre las hendiduras para sacarle todo posible resto de polvo. Hace lo mismo con los ocho peones restantes, siguiendo las obsesivas recomendaciones que ya conoce de memoria.
Las demás piezas requieren de un tratamiento más meticuloso. Al principio, se había visto tentado de pasar el filo de un cuchillo o del punzón entre las ranuras de reyes y caballos para terminar con más premura su tarea, pero al momento  desistía por temor a que Muriel no le perdonara ese desliz. Con el tiempo él mismo había descartado esa idea; una rara simbiosis se había producido entre sus manos y las figuras.
Va colocando cada pieza en el tablero como si hubiese milimetrado los espacios entre ellas. Luego se recuesta sobre el espaldar de su silla y observa detenidamente; lo fascinan esas formas trabajadas con precisión de orfebre. Sabe que  tal perfección ha demandado a Muriel muchas horas de sueño, esforzando su vista bajo la poca luz de la lámpara que su complicidad le acercara  durante más de un año.
      Bordón toma las últimas precauciones, se asegura  que todo esté en orden antes de las tres. Cruza la reja que da a los pabellones. En la oscuridad sólo escucha el involuntario movimiento de los cuerpos sobre las literas y alguno que otro insulto.
   Abre la celda que da a la escalinata de los pabellones altos, toma al hombre del brazo y lo conduce por el pasillo. Lo llaman el cirujano:  cumple perpetua por mutilar, aún vivas, a tres de sus mujeres.
       En la pequeña sala de guardia ocupan las sillas enfrentadas para el juego. Cuando los ojos del recién llegado recorren con vista de águila las piezas del tablero, Bordón siente que Muriel lo menoscaba y no es la primera vez.  Si bien su contrincante es el hacedor de las magníficas piezas, sabe que sin su colaboración jamás las hubiera logrado. El mismo ha profanado  las tumbas de las víctimas de Muriel y retirado de ellas, los huesos que el preso pedía para su obra.

       La celda que da a la escalinata  está abarrotada de personal policial,  peritos y forenses. Los reclusos no han visto ni escuchado nada.
       Cierta pesadumbre embarga al Cabo Hernández; sentía un raro apego por el excéntrico de Muriel y no logra entender una decisión tan repentina. Observa indignado a Bordón quien, con los pies sobre el escritorio, limpia unas piezas de ajedrez. Le reprocha esa displicente y absurda actitud cuando, durante su guardia, un preso acaba de atravesarse un punzón en la garganta.
             
    Liliana Chavez


7 comentarios:

  1. ...excelente relato, meticuloso como la limpieza de las piezas, bien ambientado y con las palabras filosas a su tiempo y preciso el desvío con final repentimno.
    Otro relato que encadena anteriores.
    Celmiro

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  2. Ay Lily, jake mate dijiste, despues no hay nada.
    Solo queda intentar nuevas jugadas...u otros cuentos , excelentes por cierto, como este. amelia

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  3. Liliana, has retornado a la página con un cuento de tu autoría en el que se nota tu ingenio de narradora, la truculencia amenguada, y el título que despista a los lectores. Gracias por tu ingenio. Andrés

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  4. Un jaque mate que trasciende a los trebejos, muy bien logrado el clima del relato, saludos, C.Arturo Trinelli

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  5. Liliana: muy buena trama y muy buen remate y- un lugar importante:..."la celda que
    da a la escalinata". Un abrazo de,

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  6. Lily, yo no había leído nunca este cuento y me gustó muchísimo, es tan buena la descripción del tipo limpiando las piezas, los preparativos, que a mí me pareció ser el personaje. Fantástico! Y mañana estaré escuchando el programa.

    Vicky Elizondo

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  7. Lily, no había podido pasar, un fuerte abrazo, excelente cuento y ahora veo lo de Pessoa.

    Andrea Casas.

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