sábado, 2 de febrero de 2013

Yair Magrino./ Caballos desbocados

Yair Magrino (1982) nació en Caballito. En 2007 ganó el concurso de cuento breve “Musas en el aire”. Ha publicado en la revista literaria “Proyecto Sherezade” (Canadá) y ha sido traducido al inglés. En 2008 comenzó a formar parte de “Alejandría”, grupo de narradores del cual es integrante hasta la fecha. En 2009 publicó “Porcelanas” por Milena Caserola, su primer libro de cuentos. Es cofundador del ciclo “Club Zuviría”, evento que buscaba reunir, en una sóla noche, todas las disciplinas artísticas. Es colaborador en distintas revistas y sitios literarios y culturales. En conjunto con el Grupo Alejandría ha organizado el “Premio Alejandría 2011 de Cuento Breve” y en 2012, ha participado de la organización de la “Convocatoria Itaú de Cuento Digital”.




Un grupo de caballos cruzó el río a todo galope. La baba espesa colgaba del hocico como algodones; y los ojos abiertos, apuntando a la nada, perforaban el bosque y las montañas. Al final de la estampida, más calmo, cerraba el tropel un gaucho en mula. Mientras no esté en su camino, dijo, no le va a pasar nada, vienen desbocados. Los vi correr cuerpo a cuerpo, pegados, sin empujarse, compitiendo para volver lo antes posible al establo, a casa, al descanso. De vacaciones, como estaba, cualquier apuro parecía injustificado. Me acordé del subte a las siete de la tarde y en lo poco que nos diferenciábamos de los caballos. Quizás por eso me puse a pensar en mi primo Félix, por el subte, porque fue en la salida de la estación Bolívar, la que da a Diagonal Sur, cerca de Plaza de Mayo, donde lo volví a encontrar. Hacía un tiempo que no nos veíamos. Parecía ocupado, como si lo estuviesen persiguiendo. Esa vez, me habló rápido, y miraba todo el tiempo por sobre su hombro, como si alguien o algo estuviera persiguiéndolo. Le dejé mi teléfono, más por convención que por ganas. Lo agendó y se fue.
***
Cuando éramos chicos, nos veíamos todos los sábados en lo de tía Carmen. Nos mirábamos desde una punta de la mesa a la otra, adivinándonos la ansiedad por ir a la plaza a jugar al fútbol. Félix era bueno. Bueno en serio. Lo elegían entre los primeros, a pesar de que era uno de los más chicos. Pateaba con las dos piernas y marcaba fuerte. Más de una vez tuve que pelearme por su culpa, pero él pegaba fiero y yo cobraba siempre. Y encima del ojo en compota, a la vuelta de la plaza, tenía que soportar los cachetazos de mamá. Ella apuntaba la mano del anillo directo al cráneo. Ese dolor, era el dolor de la travesura descubierta, y se sentía como un puntito blanco, incandescente, demasiado nítido. Por alguna extraña razón, ese golpe desprendía sabores a pila sulfatada, bien al fondo del paladar. Tía Carmen murió de un infarto cuando entraron a robarle la casa y los encuentros familiares se diluyeron. En la plaza se corría el dato que no habían sido ladrones. Los hermanos Leone juraban saber, de primera mano, que a los vecinos de al lado se les había pasado la pelota y cruzaron el paredón, Carmen se asustó y cayó seca en el patio. Una tarde, Félix y yo fuimos a tocarles el timbre. Cuando salieron los hijos de la vecina, les preguntó si ellos habían matado a su abuela, y de la nada les pegó un bife que los hizo llorar. Esa tarde pegué mi primera piña. Repartimos fiero, dijo, cuando volvíamos celebrando. También me acuerdo de ese gesto disconforme con el que me pedía que la próxima apuntara a la nariz porque ahí es donde más duele.
Pasaron algunos años y volvimos a vernos en el entierro de su papá. A Ángel le diagnosticaron un cáncer en el hígado que lo mató en pocos meses. Félix no lloró. Estaba enojado. Mi viejo me pidió que fuera a jugar con él. Estuvimos toda la tarde sentados en silencio, vestidos trágicamente de negro. Algunos meses más tarde, apareció en mi cumpleaños. Mamá había comprado una torta que tenía un juego de piratas de mazapán. Estaba expuesta en una mesa, como un trofeo, lista para ser consumida al término del show del mago. El mago era un amigo de mi viejo, que también era mago, pero esa es otra historia. Cuando fuimos a soplar las velitas faltaba el pirata viejo, uno que tenía la pata de palo y un garfio hecho con caramelo. Félix tenía los labios y un bigote difuminado teñidos de verde. Papá mago aplicó un pellizco oportuno que valió para sofrenar el comienzo de berrinche que estaba por armar. Al final del cumpleaños, le dije que lo perdonaba. “¿Me perdonás que cosa, ñato?”, y me dio una piña limpia en la oreja que la dejó zumbando. A él se lo llevó la madre de los pelos.
Una tarde vino mi viejo a contarme que a Félix lo estaba representando Cyterszpiler. Ese tipo era el apoderado del pájaro Caniggia. Sabía. Y si le había echado el ojo al primo era porque iba a llegar lejos. Lo habían visto jugar en la plaza, se lo llevaron en un remis a La Quemita y en dos o tres veces que tocó la pelota se dieron cuenta que el pibe servía. Lo ficharon y se ganó la titularidad en pocos partidos. Félix jugaba de ocho. Se comentaba que había enviados del Parma que lo estaban siguiendo, o al menos, en las esporádicas conversaciones de la familia, solía circular ese rumor. Cuando se abrió el plazo para nuevos fichajes, Félix me contó que les había hablado de mí. Me pasé una semana sin dormir. Bajo las sábanas ensayaba pases en cortada dados con el revés del pie, porque así la pasan los que saben, goles de zurda y de derecha con sus respectivos festejos. Nos juntamos un sábado a la mañana. Félix parecía no haber dormido, caminaba canchero y ojeroso, como si el fútbol para él fuese un trámite. En la parada del colectivo se prendió un cigarrillo. ¿Qué pasa, ñato, nunca viste fumar a nadie?, me preguntó. Sus ojos eran taladros. Me probé de wing derecho, para estar cerca de Félix, pero el hijo de puta no me pasó la pelota en todo el partido. Faltarían unos diez minutos cuando Félix robó una pelota y se cortó por el medio. El tres salió a relevar al central y yo quedé solo. Tirala, le grite, dale morfón. El central se recuperó y le barrió la pelota, limpito. Félix, después de insultar al árbitro y al Director Técnico, empezó a repartir fiero, como cuando éramos chicos. Yo no quedé. A él lo nombraron capitán.
Rondando los veinte años nos encontramos en el casamiento de una prima. Yo galopaba la depresión post-adolescencia y él bailaba cumbia como un campeón. Antes de cenar me había escapado a fumar porro. Nada tenía sentido en ese momento. Lo único que valía la pena era fumar porro y revolcarme en la miseria del sinsentido de un mundo que no terminaba de comprender. Todo era porro, política y conciencia crítica. Pura teoría que aplicábamos desde sillones cómodos de Almagro o Barrio Norte, en los tiempos muertos que nos dejaba la Play Station. Ya vendrá la revolución, pensé, y todos ustedes que bailan cumbia van a ser los primeros en alegrarse cuando el mundo sea más justo. Estábamos en la misma mesa pero casi no nos hablamos. Los dos vestíamos de negro, como en el entierro de Ángel. A las tres de la mañana me fui, mis amigos me esperaban para fumar porro y discutir la forma de aplicar las doctrinas socialistas en un mundo tan corrompido. Antes me lo crucé en el baño. ¿Querés papusa, ñato?, ofreció. En nuestra doctrina rasta-socialista la merca era sinónimo de corrupción moral y decadencia. Entendí porque nunca había jugado en el Parma, ni tampoco en la primera de Huracán que cuando estaba en la B, jugaba cualquier pibe de las inferiores que tuviera cinco dedos en cada pie.
Otra vez fue mi viejo el que me trajo noticias sobre él. Me pasó a buscar por mi casa y en el auto me detalló la desgracia. Aurora, la mamá de Félix, había contraído el síndrome de Guillain-Barré. El mago trató de explicarme en palabras simples lo que eso implicaba: los nervios se debilitan, no pueden enviar señales al cerebro y los músculos dejan de responder. Aurora estaba postrada en una cama y nadie sabía que podía pasar. El mago y yo esperamos fuera de la habitación, mirando a través de la ventana como si fuese un reality show. Pedí, cuando lo vi correr el pelo sucio que obstruía el respirador artificial conectado a la garganta, a una idea vaga de Dios, que Félix no se quedara solo. Yo no quise entrar. Me pregunté porqué la gente siente esa necesidad de acercarse a los que agonizan e incluso a los muertos. ¿Será para acostumbrarse a la idea de la nada, a ese silencio negro e infinito? Era demasiado morboso. Pero para un tipo como mi viejo, que gozaba con la ilusión de cortar gente con serruchos, entrar no fue problema. Fueron pocos minutos. Una bocina empezó a sonar. El mago salió con cara de culpa. Dos enfermeras cerraron las cortinas y el show se acabó. Huí masticando dos ideas contrapuestas. La primera fue que habíamos transportado en nuestra saliva, bacterias que, debido al debilitamiento general del cuerpo de Aurora, habían terminado por matarla. Y la segunda, que esa idea vaga de Dios me había oído y Félix, a pesar de los pronósticos desalentadores, no se quedaría huérfano.
Si me enteré que Aurora se había recuperado fue por el mago porque Félix desapareció de nuevo. Era siempre así. Él representaba la idea de familia tana que tanto idealizaba: un conglomerado indiviso de cinco o seis familias comiendo ravioles con tuco todos los domingos. Pero eso duró sólo algunos años de mi infancia. Luego, ese conglomerado se redujo a lo sanguíneo, al núcleo exclusivo de los que vivíamos en la calle Defensa. Ya más tarde nos desperdigamos incluso nosotros. El mago y mamá se divorciaron, mi hermana se fue a vivir a Congreso y yo alquilé un departamento cerca de Parque Chacabuco. A veces, en navidad o en algún cumpleaños, volvíamos a juntarnos.
***
Hace unos meses, Félix llamó. Dijo que había encontrado mi teléfono en unos pantalones que hacía mucho no usaba. Dijo que lo había buscado y que siempre, desde que Ángel había muerto, había tenido la fantasía de anudar un vínculo más cercano conmigo. Y con el mago porque era el único que podía contarle cosas del Ángel vivo, de ese padre casi olvidado. Cosas chiquitas, detalles, como la marca de cigarrillos que fumaba, o si además de Aurora había tenido otras minas. Cosas concretas, marcas particulares que sólo el Ángel vivo podía hacer o decir. Pero llamó. Algunos meses más tarde de lo que le hubiese gustado. Agotadas las excusas y las razones del llamado nos acordamos de cosas también chiquitas de la casa de Carmen. El escarpín que tenía de adorno, sumergido en las agua sulfurosas de Puente del Inca que lo recubría de un barro color ocre, y de cómo lo habíamos hecho estallar de un pelotazo. Pobre, coincidimos a destiempo, y nos contábamos ese recuerdo que ambos sabíamos de memoria, en el que la tía Carmen intentaba unir los pedacitos, y nos hacía saber con un par de lágrimas largas su desilusión, la repentina ruptura con el pasado. Luego vino la incomodidad, porque comprobamos que no teníamos tantas cosas de las que hablar, que no habíamos vivido tantas cosas juntos. Un puñado de anécdotas que ambos habíamos mantenido en rincones preciados de nuestra historia y poco más. Me voy a comer a tu casa, ñato, dijo y cortó. Pero no vino. Esa noche, un murciélago intentó colarse a través de la puerta del patio. Era raro verlo arrastrarse, tan torpe y desesperado por querer entrar. Lo llamé al Mago y me dijo que le tirase agua hirviendo. Yo no quería matarlo pero la idea de que sobrevolara los techos de mi casa no me gustaba nada. El agua hirviendo arrancó una serie de gritos aterradores que se transmitían a varios niveles sensitivos. Debajo del alarido, subsistía un hilo de voz de murciélago apenas audible, un sonido que vibraba en una frecuencia insoportable para el oído humano. El ollazo había sido demasiado cruel como para agregarle el espectáculo gratuito de la muerte y la tortura. Me fui al supermercado chino a comprar lavandina y le conté a Chen, uno de los dueños, lo que me había pasado. Dijo, murciélago, buena suerte, y me mostró el pulgar arriba y una sonrisa con incrustaciones de oro. Murciélago buena suerte, mis huevos. Eso podrá ser en china. El Mago, tan cercano a las ilusiones como al esoterismo, me contó que los murciélagos son un mal presagio. Una leyenda, leí una vez, cuenta que al estaquearlos en una cruz de madera y colocarles un cigarrillo en la boca, putean con voz humana hasta los primeros albores de la madrugada. Pura mierda. Igual, por las dudas, no probé. Del asco que me daba el murciélago quemado, lo llamé a Chen para que lo sacara. Se le pasó el enojo cuando le di propina.
Todos los episodios posteriores a la noche del murciélago se me confunden y no puedo precisar cuál sucedió antes y cuál después. No recuerdo si la cena fue posterior al llamado catártico que hizo un domingo a la tarde. Recuerdo, sí, que entre las porciones de pizza fue completando los huecos que desconocía de su vida. Habló de una novia a la que pensaba matar porque lo había engañado con un tipo que cantaba los números en el Bingo Sarandí. Sabés que es lo que más me jode, dijo, que me engañó con un tipo del que todo el mundo se ríe. El brillo en sus ojos era lo más preocupante. Se hacía más intenso cada vez que repetía que iba a matarla. Al del bingo ya le di fiero, dijo, pero me hizo la denuncia y me prohibieron acercarme a menos de trescientos metros. Tenía la denuncia en la billetera, doblada sobre si misma varias veces. Reía cada vez que detallaba los daños que le había ocasionado, agregándole una mímica torpe que daba idea de la violencia de la que Félix era capaz.
La catarsis final fue un domingo. No me dejó hablar. ¿Sabes porqué no jugué nunca en Huracán?, preguntó. Yo era bueno en serio, dijo, yo podría haber tenido otra vida, ñato. Fajé a la hija de Cyterszpiler, dijo, no sé que me pasó. La quise apretar en el vestuario. La piba se retobó de coqueta nomás, porque yo sé que le gustaba. No pensé. Le crucé un cachetazo fiero, dijo, y no sabés como le quedó el ojo y el labio, ñato. Después de eso, Félix se probó en Deportivo Español, pero a los pocos meses el club fundió. Unos conocidos lo llevaron a Morón pero dejó porque le quedaba lejos, y así empezó a bailarse unas cumbias con el barrio, en las que seguía a rajatabla los compases cadenciosos del reviente de autos, y los riffs de guitarra que marcan el intercambio de esas cosas que nadie sabe de dónde salen ni a dónde van. No había nadie que me dijera basta, ñato, se excusó en algún momento. Y después conoció la sarlanga. Sarlanga dijo. Se enamoró de la sarlanga mejor dicho. Y el resto es historia conocida. Una mala pisada, demasiado confiar en la suerte y a Caseros derecho viejo. De lo que le pasó en la cárcel habló poco, pero lo dejó entrever, y creo que a esa altura él ya estaba llorando. Si intentaras, dijo, no podrías imaginártelo.
La última vez que lo vi, sin contar la nota que guardo desde hace meses en un cajón, en la que su cara a medio cubrir por una campera Adidas, encabezaba la sección policiales del diario Clarín, fue en mi casa. Eran las 7 de la mañana de un sábado. Estaba colocado y con cara de vigilia prolongada. Inventó una historia sobre un flete, una mudanza y me pidió prestada algo de plata. Dijo que estaba bajo asistencia psicológica y la mandíbula me hacía acordar a las viejas máquinas de escribir, que al terminar el renglón hay que empujarlas en dirección contraria para que recuperen la simetría. Hizo un bollo con el billete y se lo metió en la media. Como pude, traté de arrearlo hacia afuera, mientras él repetía que tenía una inversión que no podía fallar, que tenía una moto para vender, que le debían plata, que en pocos días vendría a devolverme todo, que estaba por salir la repartición de bienes de herencia de Ángel, que no tenía un mango, pero que si, que en realidad tenía mucha guita. En la esquina lo esperaba un taxi. Asomó la cabeza por la ventanilla, lo suficiente como para ver la baba espesa, como algodón, amontonada en las comisuras y los ojos abiertos, demasiado abiertos, apuntando a la nada, perforando los edificios y autos que habían entre él y el Bajo Flores. Mientras no esté en su camino, pensé, no me va a pasar nada.  

5 comentarios:

  1. Cuánta riqueza argumental! Qué pericia al enhebrar los distintos episodios!! Muy bueno...

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  2. Un enorme placer la lectura de este cuento.
    andrés

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  3. La via transcurre en ritmo de vértigo en el relato que nos enseña el devenir de uno de los tantos campeones sin corona de la fauna porteña, entretenida lectura sin artificios ni golpes bajos, Carlos Arturo Trinelli

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  4. Tenía que ser de Caballito para escribir así...
    Un logro estos caballos desbocados que nos llevan en el éxtasis que crean.
    Celmiro

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  5. Me encantó .
    Imágenes sublimes. Una narrativa muy bien elaborada.

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