PABLO URBANYI - Ciudad; problemas con el decorado
Pablo Urbanyi es novelista y actualmente reside en Canadá. Nació
en Hungría en 1939 y emigró a
Ciudad; problemas con el decorado
La ciudad de Ottawa, Capital de la Nación Canadá , una ciudad puritana, como un escenario, funciona desde las 9 de la mañana hasta las 5 de la tarde.
Como suele suceder con estas ciudades, por la noche, mientras los actores de la ética del trabajo duermen el sueño de los justos en los suburbios, alguna que otra calle sólo se anima con el vicio, vicio que, como debe ser, también se rige por un horario marcado por la ley.
Entrada la noche, por una calle llamada Bank, a cuatro o cinco cuadras del centro, en las tabernas de mala muerte, alguna con música country, en los locales de juegos electrónicos, en los espectáculos destriptease, se mueven, entran y salen, se demoran en la calle, marcan el pulso de la zona, los borrachos, alguna que otra prostituta, los muchachos de pelo largo, o los cabezas rapadas, camperas de cuero con incrustaciones de metal, crestas de colores, botas militares, buscando sus destinos, que no son otros que entrar en la página de una novela postmoderna, un artículo periodístico con una foto si es posible, o en un hospital por sobredosis de alguna droga.
A la una de la mañana, sin que nadie se haya transformado en un zapallo a las doce, esa animación se evapora. Los policías que patrullan la zona, en autos durante el invierno, a pie durante el verano, luego de haber comprobado que se cumplió la ley de Ontario que no permite vender alcohol más allá de la una, se retiran para un merecido descanso. Quizás en algún portal o rincón, se halla quedado durmiendo algún borracho o drogado.
Y una vez más, las 9 de la mañana, la ciudad vuelve a vivir, pero a esa hora, su vida real, febril, útil, de los que trabajan y producen; los oficinistas con saco y corbata, las secretarias bien vestidas, los ejecutivos yuppis con sus portafolios que con sus tics nerviosos, aunque duden, creen saber de donde vienen y a donde van, los clientes que entran y salen de los negocios, los discapacitados en sillas de ruedas, alguna madre empujando un carrito, una escena tierna que recuerda que todavía la familia existe o por lo menos que el género humano se perpetua aunque sea con una madre soltera o divorciada, ancianos y ancianas que cumplieron su misión sobre esta tierra y que se pasean sin motivo o con la ilusión de estar vivos, ilusión que les refuerzas los cantos de los pájaros que apenas oyen, o la contemplación del bellos paisaje y el decorado que apenas ven.
"Something is wrong, my dear", oí el comentario con un fuerte acento británico. Detenerme y mirarlas fue simultáneo. ) Qué estaba mal? Dos viejas, con vestidos claros, era verano, sombreros de paja con flores y cintas, con las carteras debajo del brazo, observaban a un borracho que con las manos debajo de la mejilla, dormía sobre un escalón de una casa antigua, reformada para una taberna striptease, cerrada a esa hora. Me pregunté si era un resto de vida de la noche anterior, una muestra desagradable, un reproche. No; la botella de ron de los baratos vacía y volcada en el suelo, hablaba de una borrachera fresca y matinal, fuera de lugar y de la hora.
El espectáculo era lamentable, triste e indecoroso; las viejas bamboleaban la cabeza ante la travesura de ese niño y comentaban: "This is bad", "Very bad", "Really bad". Una de ellas, como por una inspiración súbita, después de dar un paso atrás y de acomodarse los anteojos, estudiar las escena con los ojos entrecerrados como un experto a una pintura, se sacó uno de sus finos guantes blancos, avanzó, y cerca del borracho, tomó la botella y la paró.
Volvió al lado de la otra.
"Now is better", ""Good idea", "Of, course. That bottle", comentaron y contemplaron con satisfacción el cuadro, profundamente realista, tal vez un poco tardío, gastado y fuera de moda. El pelo mugriento, revuelto, la barba roja del borracho, su camisa de leñador, también roja, era más bien una pintura para un museo.
Sin embargo, les di la razón, ahora la botella, en su posición vertical, natural, estaba en armonía con los edificios, los rascacielos, todas las botellas y edificios del mundo que se erigían hacia el cielo, hacia Dios. Pero una pintura realista también posee su leyes propias de proporción y de equilibrio; el borracho quedó fuera, más fuera de foco que antes y se acentuó la desarmonía.
Las viejas, pasos hacia adelante y atrás, con los ojos entrecerrados, siguieron estudiando esa pintura. Finalmente intercambiaron algunas palabras y se pusieron a la tarea.
El peso de un borracho es casi tanto como el de un cadáver. Con un esfuerzo entre las dos, lo levantaron y lo apoyaron contra la puerta; gracias a la falta del rigor mortis, sus brazos cayeron a los costados de su cuerpo y lo equilibraron. Su cabeza quedó ligeramente ladeada con los ojos cerrados. Un hilo de baba de su boca de la que sale una voz ronca, un murmullo, "Live me alone", dos o tres veces, como un ruego o rezo.
Una de las viejas hurga en su cartera y saca un Kleenex. Le seca la baba, unos toques más para limpiarle la barba. La otra abotona la camisa roja y que dejaba al descubierto una camiseta sucia hinchada por la barriga. Dos o tres pasos atrás y contemplaron su obra, obra que, suavemente al principio, se deslizó acelerando hacia el lado opuesto con el peligro de rodar a la vereda.
Decir que las viejas se abalanzaron, sería exagerado; sus huesos no daban para tanto. Lo retaron cariñosamente, "Bad boy", "You are not a bam", y nuevamente pusieron manos a la obra. Contar las veces que volvió a caerse y lo volvieron a acomodar, sería inútil.
Intercambiaron opiniones. Por fin, mientras una lo sujetaba, la otra, sacando unas chinches de la cartera, por los hombros, clavó la camisa contra la puerta: el borracho, una mariposa diurna en el laboratorio que es el mundo, se quedó quieto.
Un último vistazo al cuadro; la camisa estirada, dejó al aire la camiseta a la altura del ombligo. Mientras se limpiaban las manos con Kleenex y se alejaban, decían: "It is not perfect but now is nice", "Really nice".
El borracho entreabrió uno de los ojos, bostezó, estiró los brazos, saltaron las chinches, un violento corte de manga y lentamente se acomodó en la posición original.
Antes de cerrar el ojo, intencional o no, con un manotazo volcó la botella.
Y yo continué mi paseo en el mejor de los mundos posibles. O por lo menos el más bonito. ■
'''''''''''''''''''''''''''''''''''''''''''''''''''