lunes, 17 de mayo de 2010

C. ARTURO TRINELLI - la casa

  berlín surreal   

La casa se hallaba al final de una calle en pendiente hacia el río e interrumpida por el paredón de una fábrica abandonada. Antes de comenzar a transitar la pendiente, si uno alzaba la vista, podía observar la inmensidad del río y cómo se fundía con el cielo en el horizonte.
     Llegamos allí, mi esposa y yo, por un período impreciso que se definiría con la venta de la casa. Entretanto, cuidaríamos de ella y eso nos permitiría ahorrar en alquiler ya que Celia, mi esposa, había sido despedida del trabajo. La oportunidad la acercó un primo de ella que como abogado representaba los intereses de los herederos del fallecido dueño.
     La casa había sido preparada para ser habitable y vendible. Nuestros muebles y atavíos no alcanzaban ni para llenar el baño de la espaciosa mansión. El estilo Tudor de la construcción poseía detalles hoy en extinción, como pisos de pinotea y aberturas de roble de Eslavonia. El difunto hizo todo lo que pudo para tener una vivienda acorde con lo que imaginó sería un balneario de categoría a comienzos de los años 30 del siglo pasado. La instalación de la fábrica y la construcción de viviendas obreras terminaron con la ilusión de un barrio exclusivo y allí quedó la casa como un Gulliver en Lilliput. Ahora el barrio era humilde y la casa difícil de vender.
     Todas las mañanas éramos varios los que repechábamos la cuesta para llegar a la avenida y como un ejército derrotado, varios también volvíamos a descenderla en el atardecer.
     Hubo, como en casi todos los comienzos, un entusiasmo que disfrutamos con Celia como  no lo hacíamos desde mucho tiempo atrás. Cada día elegíamos una habitación diferente para hacer el amor. Tendíamos una colchoneta en el piso y luego quedábamos allí tendidos con los ojos puestos en el techo blanco y sus detalles de repujes con angelitos en cada extremo y burbujas de flores rococó de donde debía colgarse la araña. No sé si fue el blanco del techo con sus querubines o el aire del río y su olor de tierra mojada, lo que impulsó a que Celia dijera: Tengamos un hijo Rober.
     Bueno, al fin, llevábamos ocho años de casados y yo muchas veces se lo había propuesto. Pero Celia es una mujer con los pies sobre la tierra, como dice ella; clásica frase o lugar común que forma parte de su pragmatismo en el uso de la lengua y que más o menos significaba que no teníamos lo suficiente como para mantener un hijo.
     Las condiciones no habían mudado pero supuse que había tomado conciencia de sus 38 años y era ahora o nunca y el nunca implicaba que podíamos perdernos como pareja.
     La búsqueda de un bebé, un hijo, me producía una excitación extra y la deseaba más que nunca. Ella se sentía halagada por el erotismo que existía entre nosotros y fatigábamos el amor de cualquier manera y en cualquier lugar, vestidos o desnudos, cómodos o desafiando la gravedad. Hasta que un día comenzaron los problemas.
     Llegué del trabajo con la respiración entrecortada por el apuro en la pendiente, y encontré a Celia sentada sobre la mesa de la cocina con las piernas aferradas hacia el pecho. Temblaba y sollozaba con los espasmos del que ya ha llorado tanto que no puede hacerlo más. Me apresuré en abrazarla y apoyarle la cabeza en mi pecho: qué pasó mi amor, porqué estás así? Entró una rata, alcanzó a decir entre hipeos y me señaló con un dedo tembloroso el lugar donde, según ella, el animal se había refugiado.
     Le ordené permanecer sobre la mesa, debía mantenerme sereno pero mi pánico era similar al de ella. Sólo por una cuestión de género no podía treparme a la mesa yo también. Busqué algo contundente para azuzarla con la esperanza de que el animal ya se hubiese ido o que Celia hubiese visto mal.
     El sitio indicado era un modular de madera trabajada y patas en formas de garras. Apenas nos instalamos yo había intentado moverlo sin éxito de tan pesado y macizo que era el armatoste. Allí abajo en el estrecho espacio que sostenían las patas de garras según Celia, estaba la rata.
     Lo primero que se me ocurrió fue meter una escoba en el rectángulo oscuro que separaba el mueble del piso pero para ello debía agacharme ya que parado no lograba introducirlo y si me agachaba y la rata salía hacia delante se me vendría encima.
     Entonces consideré una segunda variante, agacharme sin la escoba y alumbrar bajo el mueble para confirmar si estaba o no allí. Tomé la linterna de uno de los cajones del mismo mueble. Me coloqué a una distancia prudente antes de agacharme. Desde su atalaya Celia observaba en silencio, al menos se había calmado por la ventaja de tener marido, más no sea uno asustado. Puse mi cara a nivel del piso apoyado en las rodillas y codos y alumbré, agazapada contra una de las garras traseras estaba la rata. Pude verla olisquear el aire como si le repugnara, pude ver el resplandor de los ojos, sus bigotes temblorosos, el interior rosáceo de las orejas y el pelo gris hasta que me dio la espalda y su cola, un apéndice sin pelo casi del tamaño de su cuerpo. Era asquerosa y tenía miedo como yo. El más inteligente triunfaría. Busqué un insecticida en aerosol, mi lógica indicaba que si bien no la iba a matar iba a humillarla lo suficiente como para que saliera y pudiera asestarle un garrotazo. Me di cuenta que la escoba no sería de la contundencia necesitada y salí a buscar una pala. Rocié el insecticida por el lateral opuesto donde se hallaba y el grito de Celia me alertó de que la rata había abandonado su refugio. Las puertas de la cocina estaban cerradas, una daba al comedor, la otra al pasillo de entrada. El primer palazo rebotó en el piso. La muy pícara corría pegada a la pared con lo que no podía darle de plano con la pala. Llegó a un extremo y le cerré el paso con la pala, comenzó a saltar sobre la puerta y a emitir unos chillidos agudos. Celia gritaba y se tapaba los oídos y yo logré acertar un palazo que la estampó sobre la  puerta aturdiéndola y cuando cayó le di con todas mis fuerzas con el canto de la pala y estalló como si la hubiera pisado un auto. A punto estuve de vomitar. Ayudé a Celia a bajar de la mesa y le dije que me esperara en la habitación. Junté los pedazos de rata y limpié el piso con agua y jabón y después con lavandina. Me bañé y sin apetito me fui a dormir.
     La impresión duró unos días en que nada nuevo sucedió. Todo parecía que volvería a ser como antes. Una mañana me levanté y me faltaba una media, la busqué en vano por toda la habitación. Me resigné a usar otro par y omití comentar el misterio. Cuando transitaba el pasillo hacia el recibidor de entrada para ganar la calle observé que de una ranura en el piso de madera asomaba algo, me acerqué, era mi media, tiré de ella y salió integra. Nadie que no fuera una rata podría haberla puesto allí ¿una venganza? ¿una broma? Me fui a trabajar preocupado.
     A media mañana Celia me llamó por teléfono. Se había encerrado en nuestra habitación, abajo sentía a las ratas correr por debajo del piso de madera. Le dije que se quedara allí que yo regresaría de inmediato. Antes de pedir el resto del día con la excusa de que mi mujer se sentía mal, llamé al primo de Celia, le expliqué lo que sucedía y le pedí que me enviara un fumigador.
     Al mediodía estaba de nuevo en la casa. Celia tenía razón, era cuestión de quedarse quieto y en silencio; allí estaban, bajo el piso de madera rascaban el entramado o lo roían, chillaban y corrían como si jugaran. Bajo nuestros pies había un país de ratas.
     Llegó el fumigador. Un hombre moreno, robusto y sin dientes vestido con un mameluco azul. A las personas sin dientes se les escapan las palabras como si quisieran huir de las oraciones y además padecen de fallas en la dicción que le impiden al interlocutor la comprensión adecuada  Entonces supongo debe de haber pensado que yo era un poco sordo por hacerle reiterar los dichos y quedamos hermanados en ésa empatía de defectuosos.
     Me explicó, con paciencia, que en este tipo de casas el piso se montaba sobre tacos de madera y dejaban una cámara de aire al que las ratas podían haber accedido por los desagües y que seguro bajo nuestros pies era un verdadero festival (usó ese término). Existían, a su saber, varias soluciones: una consistía en mudarnos por unas semanas y desratizar con un veneno poderoso. Ésta era inviable para nosotros que no teníamos donde ir. Otra solución era traer gatos mal educados que orinaran sobre el piso ya que el orín de gato las repelía, siempre y cuando la colonia fuera nueva. No supe si lo decía en broma pero me reí y él también. Otra de las soluciones graciosas era comprar algunos hurones, él me los podía vender, pero no imaginé a Celia conviviendo con ellos y también la descartamos. En consecuencia, solo quedaba un trabajo de largo plazo y paciencia que consistía en sembrar cebos envenenados. No debemos subestimar a éstos animalitos, son muy astutos. Lo de los cebos funcionaría si la rata exploradora comía y no moría enseguida, de esa manera otras lo harían y la matanza sería efectiva. Este método era más caro y él en persona repondría los cebos semana a semana. Como yo no lo pagaría opté por este tratamiento. Dejó los cebos en sitios estratégicos, como conocedor de la psicología roedora y se fue hasta la semana siguiente.
     Subí a nuestra habitación y le expliqué a Celia el acuerdo. No conseguí que opinara. Desde que la primer rata había aparecido mantenía una actitud distante, no bajaba, no cocinaba, no salía de la casa y apenas hablaba, lucía demacrada y pasaba los días en camisón. No volvimos a hacer el amor, confieso que yo no lo intenté y desquiciada como estaba no podía pretender que ella lo quisiese.
     Yo cocinaba y comíamos en la habitación. Cuando bajaba a lavar lo usado lo hacía con aprehensión de que al entrar en la cocina alguna rata estuviera comiendo del cebo. A veces, en la tarea y de soslayo me parecía ver alguna sombra que cruzaba veloz de un sitio a otro o creía oír el rasguñar dentro de los caños, La verdad es que sentía alivio en irme a trabajar.
     La primera semana de los cebos transcurrió sin novedades y el gordo regresó a reponerlos. Estaba halagado de comprobar que habían sido usados y vaticinó que empezaríamos a ver los resultados. Sin duda era un envenenador avezado.
     Una tarde al regresar a la casa encontré una rata del tamaño de un gato que se arrastraba por el porche, tenía la parte de atrás del cuerpo paralizado e iba dejando una estela de un líquido negro y hediondo. No intentó huir, tomé la pala, la alcé y la arrojé a la calle desierta. Cuando volvía me enfrenté con Celia que echaba un balde de agua sobre las baldosas del porche. Hay otra adentro, dijo sin emoción y cuando yo entraba agregó, estoy embarazada. Me volví para abrazarla y me evitó con antipatía y un grito destemplado, ¡sacala!
     Pasaron dos meses, la rutina era implacable. El gordo reponía los cebos y las ratas se arrastraban por la planta baja. Cavé un pozo en el fondo y las arrojaba unas sobre otras allí. Cada dos o tres días las rociaba con nafta y las quemaba, todavía tenían fuerzas para chillar y saltar prendidas fuego.
     La panza de Celia apenas crecía y había dejado de hablarme, se dirigía a mi por señas.
     Un tiempo después todo parecía haber acabado, los cebos se mantenían intactos y no se escuchaba el jolgorio bajo el piso. El fumigador dio por terminada su tarea.
     Ante la negativa de Celia de acudir a un médico traje uno a la casa.
     El médico fue terminante: debía alimentarse bien y guardar reposo. En caso contrario se debería internar.
     Hubo un intervalo en que todo pareció acomodarse de nuevo. Las ratas eran un mal recuerdo y Celia mejoraba. El doctor la autorizó a levantarse, comenzó a hablar y a valerse por si sola. Estaba en el quinto mes de embarazo.
     Fue entonces que aconteció la desgracia. Yo no estaba. Celia se descompuso y fue al baño, se sentó en el inodoro y al decir del doctor tuvo un aborto espontáneo. Lo que el doctor no supo es que en tanto eso ocurría y la masa sanguinolenta y gelatinosa caía en el interior del inodoro una rata cubierta de sangre salió de adentro y saltó entre sus piernas al piso del baño. Eso me lo contó Celia mientras esperábamos que los sedantes le hicieran efecto.
     Llamé al fumigador y le conté que habían vuelto a aparecer. Me dijo que era probable que fueran las crías y que sugería comenzar de nuevo. Le dije que le avisaría cuándo podía venir. Ése fin de semana tomé la decisión. Nos vamos, le dije a Celia. Un rayo de la antigua Celia le cruzó el rostro. La ayudé a vestirse y salimos de la mano. Por qué está todo mojado. Estuve lavando con kerosén, le contesté.
     Antes de cerrar la puerta encendí un fósforo y lo apoyé en el piso.
     Cuando llegamos a la avenida nos aturdió la sirena de los bomberos que pasaron calle abajo. Me di vuelta y el río se veía opaco a través de un humo negro que volaba hacia el Este.  




6 comentarios:

  1. Ohhhhhhhhhh Arturo pero has dejado anonadada con tanta cosa...
    Al principio el estilo Tudor, el balneario de la década del 30, todo sofisticación, después las ratas, que odio, me dejaron mirando para todos lados por si alguna se había llegado hasta mi casa y ese final....en tres renglones, la definición, excelente amigo, excelente.

    Un abrazo.

    Lily Chavez

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  2. Arturo, quedé muy impresionada con este cuento. Un verdadero relato de suspenso, con final digno de Hitchkok. Muy bueno!!Ester Mann

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  3. me impresiona este tema... pero los núcleos narrativos son impecables con un final que no te perdonaría que fuera diferente. bueno, susana... como siempre, atrae tu narración tan directa, tan perfectamente elaborada. saludito. susana zazzetti.

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  4. Un cuento con la reconocida solvencia que caracteriza al autor. Al llegar al embarazo y en las circunstancias que se da, es imaginable el aborto pero no así el final, giro genial sacado de la manga...podria seguir pero acaba de colárseme una rata en la mansión.
    Un abrazo y un brindis,
    Ernesto

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  5. Arturo nos hacer sudar en la tragedia y además aprendemos como eliminar esas molestas e inteligentes ratas que desde los tiempos de Hamelin y a causa de que no sabemos a ciencia cierta la escala musical que usó para dejar limpia la ciudad, continuan invadiendonos...
    El final es digno de encomio y como Ernesto no me convidó...un brindis por separado.
    Celmiro

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  6. Arturo, después de publicar tu relato comencé a escuchar ruidos nocturnos en nuestra casa... Ester me dice que es "sugestión" y yo afirmo que son ratas que se han venido de tu cuento a la casa. lo peor es que no me deja prenderle fuego a la casa.
    Andrés

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