viernes, 1 de abril de 2011

Rosario Barros Peña . NARRATIVA


Nació en Valencia, España, pero desde 1942 reside en A Coruña.
En 1964 publicó la novela corta Isabel. En 1967, El sol en el asfalto; en 1969, Rapsodias, colección de relatos. Los tres títulos fueron premiados en el Concurso Literario del Cluc CCC. Colaboró en La voz de Galicia y El ideal gallego, de A Coruña, y en revistas. 
En 1974, dejó la imprenta donde trabajaba y opositó a la Seguridad Social. Estudió la carrera de Psicología, que ejerce desde 1980, sin abandonar nunca la escritura. 
Es una de las autoras del libro Atocha 17:15, también publicado bajo nuestro sello editorial.


de madrugada
La sesión infantil de los domingos empezaba a las cuatro de la tarde, solían programar películas de romanos, siempre calificadas para todos los públicos aunque estuvieran llenas de orgías, batallas y bacanales inapropiadas para nosotros. Mi padre permitía que acudiera, el Cine Santa Margarita estaba cerca de casa. Mis padres, también los domingos, iban al mismo cine, a la función de las once, en la que ponían películas no autorizadas, altamente peligrosas según la calificación moral, como "Un tranvía llamado deseo", donde yo no solía ver nada de malo. Y cada domingo surgía el mismo problema. ¿Qué hacer conmigo? Mi padre quería dejarme en casa, porque decía que ver dos películas el mismo día podría dejarme ciega antes de la adolescencia.
Mi madre prefería tenerme a su lado, pues si quedaba sola en casa y me asesinaban, entonces también había asesinos, no llegaría a la adolescencia y no necesitaría la vista para nada. Mi madre ganaba y mi padre iba siempre enfadado. Mi amiga Lucía, que era dos años mayor que yo, decía que era porque así no podía hacer cosas con mi madre en el cine, pero nunca me explicó qué cosas. Cuando yo era niña, si me daba el sueño antes de cenar, mi padre me mandaba dar una vuelta por el pasillo. Eso me enfurecía, pero, me levantaba obediente y, alguna vez, seguía durmiendo mientras caminaba.
Ahora, cuando observo a mi padre frente al televisor, viendo tres y cuatro películas diarias, amén de programas informativos, cotilleos del corazón, telediarios y demás, me dan ganas de restringirle el espectáculo en defensa de su visión. Y cuando lo veo dormitar, antes de cenar y después de la cena, siento deseos de enviarlo a dar una vuelta por el pasillo. Pero, no lo hago. No podría decir en qué momento se hizo el cambio y pasé de protegida a protectora, pero sucedió, y nunca pensé pasar factura por las frustraciones acumuladas en mi niñez. Muchas veces me he preguntado por qué sigo en esta casa, pegada a los míos como si no fuese capaz de vivir mi propia vida. Pero no tengo una respuesta. Es demasiado complejo.
Mi padre había deseado un chico. Nunca he visto una persona tan machista como él. Sería feliz teniéndonos a mi madre y a mí encerradas en casa, a poder ser en la cocina, haciendo ·"nuestras labores", como entonces se decía, pero las circunstancias le obligaron a contar con nuestro esfuerzo para sacar la casa adelante. Y lo tuvo. Mi madre también era machista. Con una diferencia, quería que yo estudiase, para que no tuviese que ponerme colorada, como ella, cada vez que tenía que echar una firma en público. Yo no hice nunca la guerra de los sexos. Creo firmemente en el concepto de persona y me gustó asumir responsabilidades como tal, tanto en la familia, como en el trabajo. Quizás fue eso lo que me hizo quedarme con ellos, o quizás me ocurrió lo de aquel pez que, cuando nació, se vio demasiado pequeño para sobrellevar los riesgos de un entorno hostil y se refugió en una cueva, suficiente para vivir con holgura y apropiada para que los enemigos no pudiesen invadirla. Creció alegre y feliz y, cuando se sintió fuerte para salir a comerse el mundo, o sea, los peces más pequeños que él, vio que no cabía por el hueco por donde había entrado.
Es posible que yo también esperase demasiado, pero me llevó mucho tiempo tratar de ser el chico que mi padre deseaba, trabajando, en casa y fuera de ella, tomando decisiones, apoyando sus iniciativas y la niña que a mi madre le gustaba, siendo buena estudiante, bordando mantelerías, preparando bacalao al ajoarriero, empanadas de bonito y yemas de Santa Teresa. Cuando pensé que había cumplido sus expectativas, creí que era el momento de ser yo misma. Deseaba más que nada ser periodista. Sin comentarlo en casa, gestioné un trabajo en Madrid, estudié las posibilidades universitarias y la fusión de ambas ocupaciones. Y me salieron las cuentas. Lo dije en la mesa: "El próximo curso". Casi nunca me escuchaban, pero, de pronto tenía cuatro ojos fijos en mí. "Me voy a Madrid. Quiero estudiar Periodismo". Lo dije de carrerilla y creo que cerré los ojos para no ver sus miradas. He visto muchas veces el chantaje económico en las películas y resulta cruel que un criminal pueda condenarte al miedo para siempre por culpa de un error o un mal momento. Pero, creo que es mucho más cruel el chantaje emocional. El que llevan a cabo las buenas personas, los buenos padres, cuando te dicen: "Moriremos solos. No nos merecemos esto, después de lo que hicimos por ti". Eso hicieron ellos. Los llantos a escondidas. Los suspiros profundos. Los "déjalo como está, total para dos viejos solos". Y no eran viejos. Ni estaban solos, que la familia los rodeaba, y los vecinos, e infinidad de amigos.
Me equivoqué. No debí de haber cedido, pero lo hice y me quedé a su lado, encerrada en una jaula que aparentaba ser de oro. Tenía una puerta que podía abrir sigilosamente en ocasiones. Entonces viajaba. Mis amigos me desconocían, porque no sabían de mis ansias de libertad. Mi padre es fuerte físicamente, menos fuerte en lo emocional. Mi madre fue siempre todo lo contrario. Delicada, se apagó muy poco a poco, perdiendo facultades, dejando de caminar, de ver, de moverse. Entonces, la puerta de mi jaula se cerró. Ya no podía viajar, solo soñar y llorar de impotencia y de soledad. A ella la sostuvo muchos años la voluntad, el deseo de vivir y su veneración por mi padre. "No lo dejes nunca solo". Continuaba el chantaje, pero ya no era necesario. Había asumido el papel de hija protectora y lo representaba mecánicamente.
Cuando mi madre murió, temí por él. Lloramos juntos su ausencia y nos consoló saber que habíamos intentado hacerla feliz hasta el último momento. Nos dejó sin avisar, en un instante la poca luz que conservaban sus ojos se apagó estando los dos a su lado. Fue un consuelo. Ahora mi jaula ni siquiera tiene puerta. ¿Por cuánto tiempo? Me angustia pensar que el día en que él muera recobraré la libertad. Es un precio demasiado caro. Además, ¿seré capaz de usarla? Está el telediario. Desde Afganistán crónicas de guerra. Podía estar allí con un micrófono en la mano, o en una redacción investigando la noticia. Podría, pero ya no. "Papá, vámonos a dormir. Te va ha hacer daño a la vista ver tanta televisión". Él sonríe.
Alguna vez me dice: Estoy contento de haber llegado a viejo y haber tenido una buena vida. Pero nunca, nunca, me da las gracias.




3 comentarios:

  1. Desgarra el tema escrito como si fuera una cachetada a la vida trunca, al chantaje emocional,a la pregunta sin respuesta, a las personalidades posesivas que podemos tomar las madres y los padres.( Me tocó mucho porque mi hija es periodista y sé que no debo ceder a la tentación de retenerla ) Muy buena narrativa. Yo creí que la protagonista no iba a ceder.

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  2. El clima del día a día, convertido en un muro agobiante, más espeso aún porque es imaginario. Cuántas mujeres así he conocido! Y yo podría haber sido una de ellas!

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  3. Explícita y sensible la autora narra una historia común a tantas vidas, Carlos Arturo Trinelli

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