miércoles, 30 de junio de 2010

 La roca de la memoria

TERESA ITURRIAGA OSA

  
Doctora en Traducción e Interpretación por la ULPGC. Ha colaborado en seminarios y proyectos de investigación europeos de la ULPGC, el CSIC y el Instituto Cervantes.      Ha publicado en prensa, revistas literarias y portales digitales. Está muy vinculada al trabajo de cooperación entre Canarias y los países africanos. En 2004 es directora, coordinadora y autora de una serie de entrevistas de interés etnográfico compiladas en el libroMi playa de las Canteras. En 2005 traduce Modou Modou, un ensayo sobre el drama de la inmigración africana, del senegalés Seydi Ababacar Mbaye; y colabora en las webs www.laveudafrica.com ywww.africainfomarket.orgEn 2005 presenta el relato Hurto blanco en Orillas Ajenas. En 2006, Namoe en Hilvanes y, en 2007, El violín y el oboe en Fricciones. Publica Tu nombre es Véronique en el libro Que suenen las olas, una colección de relatos de escritoras canarias y marroquíes, de la que fue coordinadora y traductora de los textos árabes. En 2008 presenta la colección en el Instituto Cervantes de Rabat. Gana el III Certamen Internacional de Poesía El verso digital 2008 con el poemario Sobre el andén.Publica Juego astral, ocho relatos breves de género fantástico. En 2008 también obtiene el primer premio delIII Certamen de Poesía Encuentros por la Paz, con el poema Dos segundos de compasión.  En 2009 aparece Yedra en vuelo en la colección de autores canarios Acordes armoniosos, de la Fundación Mapfre Guanarteme. En el libro colectivo El ojo Narrativo. Ecos [2] participa con el relato El mandala de Malick. En 2010 ha sido incluida en la antología Madrid en los Poetas Canarios, recientemente publicada.

                                                                                                                                                                                  Mira que la dolencia
                                                                                                                                                                              de amor, que no se cura
                                                                                                                                                                                         sino con la presencia y la figura. 
                                                                                                                                                                          (Cántico espiritual, San Juan de la Cruz)
                                             
                                     La Muerte Agazapada abstracto,Obras de arte
     
      El paisaje era onírico hacia el crepúsculo, el ferry de Estela avanzaba sobre las olas mientras un manto de bruma cubría el Peñón de Gibraltar. Ya se divisaban las playas de su juventud. Regresaba al pasado para cerrar el círculo, aunque sabía que ya nada sería igual que ayer. Volverían a verse, más viejos, más tristes, pero, en fin, el yo y el tú recuperados.
      La majestad del tiempo, pensó Estela, al acercarse a las costas de Cádiz.

     Con el paso de las estaciones, la gran roca se había convertido en un rostro búdico entre las sombras que descendían hasta el mar. Y allí estaban, ella y la primavera a sus cincuenta años, de regreso a la vida brutal, sin huida del paraíso.
      Descendió del barco y la brisa salitrera irrumpió de lleno en el vacío de la tarde, las puertas de sus sentidos se abrieron de par en par y una locura de colores y olores tembló en su interior. Pero, desgraciadamente, al levantar la vista hacia la Playa de los Lances, leyó con asombro unos carteles que le anunciaban la entrada en una zona de escuelas de surf, discotecas, chiringuitos, apartamentos, clubes de golf, supermercados. El ambiente turístico se había tragado la paz del pueblo de Tarifa. ¿Qué habían hecho con la vieja aldea de pescadores? Se habían vuelto locos... medio caníbales… Aquello sólo olía a bronceador y a piscolabis. En el puerto no quedaba ni rastro de las mujeres que antaño vendían pescado fresco… ¿Cómo entonces iba a recuperar la memoria perdida?
      Se sentó en el muelle y no se movió hasta que se fumó todo lo que quedaba del paquete de cigarrillos. Se rompió la cabeza buscando una salida al caos mientras se apagaba su visión del horizonte. Nada estaba en su sitio y el lugar le parecía extraterrestre. Sin embargo, Estela creía en la magia. Revolvió el bolso y buscó la fórmula mágica de Leila, la anciana marroquí que le aconsejaba siempre con ternura de madre. No hacía mucho tiempo que había ido a visitarla a Tánger porque no se encontraba muy centrada y, al entrar en su consulta, ni siquiera tuvo de explicarle los síntomas de su malestar. Leila le confirmó que tenía un desamor grabado en el semblante. Lo peor.

     Con la suavidad de una piedra de molino, Estela siguió mirando al mar mientras frotaba el puñado de hojas secas que la mujer árabe le había preparado. Después, aspiró su olor y las masticó hasta hacerlas desaparecer. La anciana creía en su extraño poder de hacer regresar el deseo. Finalmente, Estela se tendió sobre el cemento y se durmió.
      Soñó que bajaba a las profundidades del océano a exhibir su virtud con un guiño de encajes y abanicos, llevando de la mano al hombre por los espacios sumergidos. Nadó a grandes brazadas toda la noche por el Estrecho, mientras apretaba con fuerza unas hojas de shih. Se despertó de madrugada, muerta de frío y con la certeza de haber vivido algo muy real, como si una voz le acercara la imagen de Manuel, aquel que una vez se marchó de su vida para siempre. Su inconsciente guardaba recuerdos tan hermosos que incluso temió perder el control de lo vivido, el sueño le parecía un atentado contra el orden natural de las cosas. Rozaba la locura.

     Hacía mucho tiempo que Estela no veía el arco iris. En la atmósfera sucia de humores, miraba al cielo y le llovía encima la decepción del azul de los príncipes desteñidos. Pero en el sueño se le había revelado una enseñanza. Ya era hora de encontrar su camino coralino incrustado en las rocas y hacerse una barrera natural en alta mar. Vivir en la frontera, entre la arena y la fosa, entre el agua y el aire como mujer adiestrada, mujer salvaje. Una mujer que transmutara los fracasos de la vida en ozono interior. Buscaría la esencia de la mujer-arrecife, piedra vestida de algas, refugio de moluscos, peces y crustáceos. Mesa y mantel oceánico. Hombre y  mujer: difícil laberinto. Pero, sobre todo, y lo más importante, Estela se preguntaba a todas horas: ¿qué es una mujer?, ¿de qué elemento o material se compone? Ella no quería estar hecha de aire porque le faltaría peso. Tampoco podía ser tierra, porque le faltaría lucidez y kilómetros de perspectiva. Así que tenía que descubrir por sí misma los infinitos matices de la luz en aquel ecosistema planta-flor-roca-pólipo, con agujeros y remolinos de naturaleza híbrida perfecta.
      Por fin decidió quedarse. Encontró habitación en una casita rural situada en el Parque Natural de los Alcornocales. Durante días estuvo pensando qué hacer… No salió del jardín en tres semanas. Dudaba de sí misma, de los cambios a los que les habría sometido el tiempo. La verdad es que Estela había cruzado el Estrecho para localizar a su amigo y debía charlar con él como en los viejos tiempos. O, simplemente, saludarlo. Y varias veces estuvo a punto de hacerlo, pero la realidad del paisaje se le impuso y nunca lo llamó. No se atrevió a molestar el silencio de su vida plena. Quizá el gris del hormigón también había invadido el huerto de su recuerdo.




1 comentario:

  1. La batalla interminable entre nostalgia y realidad. Relatado con profundidad y un lenguaje contenido y exacto. Muy bueno, Ester Mann

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