ISABEL ALI
El Pata
El Pata siempre fue viejo. Debía tener la misma edad que la calle empedrada que está detrás del puente: la primer calle empedrada de un barrio que en una época fue pujante y prometedor, la última que sobrevive a la modernidad del asfalto como un tentáculo pintoresco de la avenida ancha.
La nariz ganchuda del Pata surgía entre sus ojos de buitre como una navaja y sus labios se apretaban en un gesto constante de desprecio. Circulaban dos versiones sobre la pierna que le faltaba: una contaba que la perdió en un accidente de tránsito; la otra, que se clavó una astilla en el talón y se la devoró la gangrena. Sea cual haya sido la causa, la pierna ausente era una verdad que lo obligaba a apoyarse en una muleta.
El Pata me provocaba, en forma insoslayable, reminiscencias de mi abuelo. Y, quizás por esta asociación, sentía por él una ternura rayana con la piedad. Pero, seguramente, es necesario aclarar que para mí la piedad no se asemeja al pueril sentimiento de la lástima. Era imposible compadecerse de él. Llevaba la inexistencia de su pierna con más orgullo que dignidad y, al verle los ojos, se adivinaba que le faltaba la pierna. Pero si uno hubiera fijado la atención en el muslo inconcluso en primer lugar, sin fallar, hubiese adivinado la mirada rapaz.
Cuando mi abuelo me llevaba a pasear los domingos, caminábamos bordeando las vías hasta la calle Corrientes, cruzábamos a la estación y allí nos deteníamos para comprar garrapiñadas, luego volvíamos sobre nuestras huellas recogiendo campanillas lilas que florecían sobre el alambrado y botones de jazmín del país que perfumaban los paredones de las casas viejas. Doblábamos en Castillo y, antes de Juan B. Justo, encontrábamos al Pata, en el zaguán del 1170, el conventillo del Cachi Bollero, con sus veinte centímetros de pierna izquierda descansando sobre las baldosas y su pierna derecha tan flexionada que la rodilla le tocaba el mentón enjuto. Mi abuelo se sentaba a su lado y fumaban un cigarro de hojas enrolladas que, al encenderlo, brotaba en un tizón y exhalaba una humareda azul y acre. La muleta era un enigma para mis infantiles razonamientos: estaba segura de que era un arma, aunque a veces tuve mis dudas y llegué a pensar que era una escalera. Antes de marcharnos, el abuelo dejaba sobre el zaguán un bocadito de higo con nuez, envuelto en celofán transparente, gemelo del que dejaría caer en mi bolsillo cuando nos despidiéramos. Luego se inclinaba y lo saludaba a la usanza de los paisanos: tocándose el pecho, los labios y la frente.
El barrio no cambió mucho. Todavía los niños juegan a la pelota en la cortada de Aguirre, hay nuevos locales sobre la avenida y el abuelo ya no está. Pero el 1170 de Castillo ostenta un cartel que declara: “Residencial Bollero”, pintaron el patio y la entrada con un marfil satinado y hay macetas con arbustos que antes no había. Lo atiende la hija del difunto dueño y el Pata ya no ocupa su habitación al fondo del pasillo. Recuerdo sus últimos días, cuando me miraba con los ojillos velados en nieblas de cataratas y balbuceaba al reconocerme:
· Aleicum salam.
Recuerdo que antes de que muriera nos encontramos, por casualidad en la vereda. Era una sombra de lo había sido, tan delgado, tan reseco, que parecía que la muleta le pesaba como una carga imposible de llevar. Envolvió mis dedos con los suyos, nudosos y agrietados, me apretó con fuerza y me confesó que tenía miedo. La barbilla le temblaba y manó de entre sus dientes una súplica aguda y quebradiza:
· Si hubieras nacido varón, serías el heredero de tu abuelo. Tendrías la obligación de orar por el perdón de mi alma. ¡Oh!Ibnsaláh…
El Pata falleció hace dos días, sostenido por el brazo de uno de los paisanos, con un hipo seco que redobló contra las paredes, como si hubiera estado esperando la muerte para liberarse de algo que le atoraba la garganta.
Para los que vivimos aquí desde que nacimos, para los que lo conocimos desde que tenemos memoria, no es difícil entender que el Pata tuviera tanto dolor adentro, tanto arrepentimiento que no podía sanar. Relatar lo sucedido nos desata fantasmas agarrotados en la memoria y nos eriza la piel:
Ocurrió hace tanto tiempo... El Pata quería comprarse un botín para el pie derecho. Hacía poco que habían puesto la zapatería sobre la avenida, en el local que antes ocupaba la farmacia. Los dueños, una pareja muy joven, también habían comprado la casa de Darwin y Loyola, la que era de los Gonzaga antes de que se fueran a vivir a Mendoza. El Pata quería un solo botín. El muchacho le explicó que no podía venderle uno solo, que venían por pares. El Pata le contestó que le vendiera el izquierdo a otro rengo y el muchacho, nervioso, se rió creyendo que era una broma. Desde la calle, el Pata sentenció:
· “¡Por reirte de un rengo vas a morirte torcido!”.
Esa noche, cuando cerró el negocio y volvió a su casa, vio que el Pata estaba sentado enfrente, con la muleta apoyada en la vereda, mirando hacia la puerta. La mujer estaba muy alterada porque el viejo no se había movido de allí en toda la tarde y se lo había pasado insultando y lanzando escupitajos. A partir de ese momento, adonde iban, se lo encontraban mirándolos con fijeza a prudente distancia. Se encerraron, trabaron las celosías para ignorarlo. Pero la mirada malvada atravesaba los muros. El Pata a veces se ponía en pie, daba unos saltos en círculo y volvía a sentarse en el cordón de la vereda. A odiarlos, nada más. Él los iba a matar de odio, amenazaba, por reírse de un rengo, advertía sacudiendo el puño cerrado. Alguien se ofreció a comprarle los botines para que usara el que le hacía falta y tirara el otro a la basura, con la condición de que dejara en paz a la pareja. No quiso saber nada, nadie lo vio comer ni beber, había adelgazado y los ojos le sobresalían de la cara inflados de rencor y enrojecidos de mirar sin parpadear. Una mañana el mecánico lo vio desplomarse y fueron a buscarlo. Lo metieron en la cama y llamaron al médico. Cuando reaccionó dijo que ya había matado al desgraciado. Pensamos que deliraba. Después cayó en una depresión cada vez más profunda. Andaba por la calle como un alma en pena, lamentándose y pidiendo perdón.
Cuando se lo llevaron desvanecido pensamos que los muchachos iban a salir, aliviados al saber que ya no estaba. Pasaron días sin movimientos, ni volvieron a abrir las ventanas. Los vecinos golpearon las persianas, tocaron el timbre, gritaban desde la casa lindera que ya podían estar tranquilos. Nadie respondía siquiera el teléfono. Vino la policía y forzaron la cerradura. Los encontraron en la cocina, abrazados y muertos. Dicen que un agua amarilla cubría el piso. Yo no entré, pero desde la calle se olía el tufo a podredumbre.
Todavía olfateo el horror cuando evoco ese día. Pero, cómo culpar al Pata por aquel suceso... cómo asegurar que su resentimiento fue el causante. Sin embargo, él se hizo cargo de esas muertes en su propia conciencia y tuvo que vivir con eso.
Camino por las calles de mi infancia y me invaden las remembranzas: el tren que pasaba cimbrando con los vagones cargados de pasajeros que agitaban la mano para saludar asomados a las ventanillas, la vieja Yolanda regando las macetas de su ventana, el perro vagabundo que dormía junto al portón del taller. Mi abuelo... con su temple sereno y su voz grave, revelándome los nombres de las constelaciones en las noches claras y enseñándome a leer, a escondidas, los libros que, por ser mujer, me estaban vedados. Todo se parece a lo que fue en mi niñez, todo menos yo misma.
Al llegar a la esquina de Castillo y Juan B. Justo, vuelvo a mirar hacia atrás: al fondo de la calle la vía recorta los adoquines con su sendero de acero y madera, las campanillas abiertas parecen lunares sobre el verde que viste los alambrados, hay jazmín del país enhebrado en el aire. Dos metros a mi izquierda, sobresale entre la basura del tacho, erguida y solitaria: la muleta, como un enigma que hoy tampoco puedo descifrar. Un arma. Aunque con mucha imaginación, pudo haber sido una escalera. ■
Que triste la historia del Pata, y pensar que hay muchos Patas más. Gracias! amelia
ResponderEliminarUna historia muy triste la de Pata. Las descripciones de los lugares son hermosas, parece que te transportás al lugar.Hermoso.
ResponderEliminarNeli ♥