viernes, 18 de junio de 2010

ALE ASPIS: NUEVAS AVENTURAS Y DESVENTURAS

Relatos

1. The master voice

Me acorrala cuando estoy distraído,
cuando finjo que alguien hace ya tiempo muerto
me viene a visitar, trae noticias.
Máximo Simpson – Poemas del Hotel melancólico

El teléfono sonaba sin pausa; parecía desesperado. Un acto malévolo a la madrugada, ¿Quién podía joder a las cinco de la mañana? ¿Quién utilizaba ese aparatito letal para sacudirme a la hora más hermosa de la noche? La del ensueño profundo. La de los sueños que a veces se recuerdan, “El hombre que perdió un sueño podría encontrarlo en la calle de los sueños perdidos” ¹.
Estiré la mano y escuché... ¿señor aspis? óigame por favor, y no se enoje! ... ¡Pero como putas no voy a explotar!... no sé quien sos pero podés irte a la gran puta... Y colgué, con alma y vida. Pero el tipo ya me devastó la noche. Bah, la madrugada... Palabra más palabra menos.
Me levanté, me lavé esa máscara toda arrugada que es lo que ha quedado de mi cara, me hice un par de buches para quitarme el gusto asqueroso de la última copa de vodka con jugo de naranja, puse agua en la pavita y fui preparando el mate. Entretanto, prendí la compu y la musiquita de mierda del windows resonó como la marcha fúnebre. O la de San Lorenzo, junto con el febo asoma que se hacía realidad a través de las cortinas venecianas.
Entonces caí en la cuenta de que por culpa de ese furtivo insolente estaba despierto, que eran las cinco y cuarto de la matina, que estaba preparándome el yuyo verde, que perdía un par de horas de sueño por un cretino (que no se había equivocado porque mencionó mi nombre...)
Escupí el primer mate, pues aunque yo estaba hirviendo el primero estaba frío y amargo. Como un cóctel de hiel.

Me puse a leer el diario que me trajo el Cholo a las siete: la gran parafernalia de la política argentina, los resucitados de la UD del 45, las hipocresías del noble Trombón y la facundia de Página13. Me entretuve. Quince minutos después sonó el adminículo que siempre odio.
—¡Hola! —vociferé.
—¿Señor Aspis...?
—¿Usted es el delincuente que me llamó a la madrugada?
—Señor Aspis, le pido mil disculpas pero si tiene paciencia dos minutos le diré quién soy y por qué llamé a esa hora.
—Soy un irracional a esta hora... Pero en fin ¡Diga!
—Usted conoce a Horacio, el hijo de don Samuel, ¿si?
Me quedé quieto... Mencionarme a don Samuel era una patada debajo del cinturón (bastante más abajo), sobre todo a esa hora indigesta de la mañanita porteña.
—Sí señor, lo conozco aunque hace siglos que no lo veo ni sé nada de él.
—Mi nombre es Saúl Alfie, soy argentino pero vivo en Israel y acabo de llegar,  necesito hablarle con urgencia. Es algo relacionado con Samuel Henden ¿Puede ser hoy a las diez en La Ópera?
Me quedé en silencio. Con mucha bronca. Dudaba, pero esa mención de don Samuel me llevó a aceptar el convite.
—¿Cómo sabré quién es usted?
—Estaré allí con un manuscrito amarillo, ambo azul de sarga, cabello gris y lentes montados sobre mi nariz semítica (dato incierto, comprobaría luego). ¿Le parece bien?
Luego de responderle con un monótono de acuerdo, corté y seguí tomando mate. Inquieto e impaciente. La mente se abrió, pero fue inútil pues no podía unir cables tan disparatados como Horacio, el Alfie este, don Samuel e Israel. Un cóctel incoherente.
A las diez de la matina entraba a La Ópera por la puerta de la ochava. Enseguida vi al chabón sentado a una mesa contra el ventanal de Callao. Tal cual.
Me estiró la mano, fría y venosa. Era un tipo bastante mayor, delgado como luego de una implacable dieta, y de cara apergaminada en la que resaltaba el naso siberiano u otomano.
Saludos de cortesía, pero los ojos del hombre resaltaban como los de una lechuza melancólica, húmedos, disimulados tras unos lentes enormes y bifocales.
—Mi nombre es Ronen Alfie, soy argentino pero vivo en Israel desde hace algunos años. Samuel Henden y yo fuimos amigos y siempre nos escribíamos. Cuando hizo aquel viaje por Europa con la señora, pasó por Israel y me dejó un manuscrito: Me pidió que lo guarde y llegado el momento me comunicaría qué hacer con él. Él quería mantener lo del libro en absoluto secreto. Incluso no confiaba en los hijos. Se trata de un texto de recuerdos y memorias. Eso es todo, señor Aspis.
—¿Y por qué telefoneó a las cinco de la madrugada, señor Alfie...?
—Aspis, tengo compromisos de trabajo y esta tarde viajo a Londres. No hubiese tenido tiempo de encontrarme con usted, llegué a medianoche y las instrucciones de Samuel eran claras y estrictas: entregar las dos copias del manuscrito en sus manos y no darle participación a nadie más, incluidos los hijos. Nuevamente mis disculpas, pero era muy urgente.
Nos despedimos con un apretón de manos. Por momentos me pareció que la sombra del “holandés” rondaba por la confitería. Ahí comprendí una vez más cuánto lo extrañaba... Pero una duda, como una sombra imprecisa, me quedó pegada...

Regresé al bulín, me preparé un café, abrí el grueso paquete envuelto en papel arrugado y protegido por cartones, extraje uno de los manuscritos algo amarillento y, ya en mis manos, me di cuenta que era un manuscrito en el estricto sentido de la palabra, con esa letra pequeña, elongada y propia de don Samuel. Emocionado y conmovido, me senté ante la compu y comencé a leer los primeros párrafos:

Querido Ale, supongo su sorpresa, es como si le hablara desde mi tumba, porque el portador de este manuscrit sólo lo entregará o cuando yo ya no esté en su mundo, el de las personas vivas. Estas son memorias, recuerdos, pensamientos y reflexiones que fui juntando a lo largo de mi vida. Un día comprendí que sería una pena que no le diese forma de libro. Y por varias razones pensé en usted. Usted fue como un hijo, lo sé capaz, talentoso y profesional, y me dije: “sólo Ale Aspis se va a tomar el trabajo de leerlo; y  si a él  le parece, va a dar los pasos para publicarlo, y si no, pues hará una hermosa fogata y las hojas con estas evocaciones se convertirán en cenizas”.
Le doy mis gracias anticipadas. Lamento no poder agradecérselo en persona.
Suyo, Samuel Henden.

Este acápite estaba escrito en uno de esos papeles difusos que solía usar. Seguí leyendo, recorría las hojas, me detenía en ciertos párrafos y entendí que valía la pena. Bah, no tenía nada que decidir... (No mientas Ale, que te estás meando encima).  Ante todo debía hacerlo tipear. Pensé en Toña, pero deseché la idea. Era una chica devota de mi persona, pero tenía pareja y seguía trabajando en la oficina del editor... ¡Eso si, hablaría con Bermúdez, le pediría a una de sus tipeadoras y le pediría que lo edite.
Lo ocurrido en la madrugada me retrotajo a días estupendos y rabietas causadas por mi antiguo y admirado director. Me sentía marchito y enrabiado contra el mundo, veía a la urbe en ropa interior y estropeada.  Sabía que los tiempos cambian, que la antigua ciudad era una melancolía embustera: lo antiguo enclaustraba a mi yo, a mis vivencias, a los años jóvenes, a la energía de ayer convertida hoy en una burbuja tramposa, falluta, porteña.
Al mediodía hablé con Bermúdez sin darle detalles de lo ocurrido:
—Hola Bermúdez, ando bien sí. Mire, necesito una tipeadora para un largo manuscrito redactado a mano, pero luego de la primera página ya la letra deja de ser un acertijo. Sí, como no, a las cuatro estaré en su oficina.

Me parecía una historia tan inaudita, tan de cuento fantástico este reencuentro con Samuel... Seguí leyendo el manuscrito hasta las dos de la tarde. Me costaba dejarlo, era como una poderosa adicción. Hasta me pareció ver la humareda gris del habano de don Samuel. Lo dejé envuelto y lo guardé.  Luego me fui a almorzar a un boliche de la calle Solís.

Fines de febrero y el calor húmedo agobiaba. El fondín estaba protegido por una generosa penumbra y los ventiladores de techo repartían un fresco rumboso. Las frases del manuscrito resonaban como un eco lejano y tierno. Don Samuel era el mismo hablando o escribiendo. O dejando los breves mensajes con su letra elongada.
Terminé el postre vigilante, pagué la cuenta (el mozo miraba ansioso los giros de mis dedos calculando la propina). Un taxi me dejó a la entrada de Diagonal 651. Subí al 7º piso y me metí en las oficinas de Bermúdez. El bochinche de la compu de Toña me devolvió a un entorno menos complaciente, más duro y descarnado... La realidad.

2. Donde Ale vuelve a la acción

El pasado, del que quise desprenderme.
vuelve a pesar mío.
Raúl Scalabrini Ortiz – La manga

Tanto tiempo, Bermúdez. Antes tuve que darle un besiño a Toña y reiterarle mi amor. Nos encerramos en la oficina del botija, charlamos de bueyes perdidos. El editor, sin previo aviso me arrojó una granada cuando me hallaba desprevenido e indefenso...
—¿Sabe una cosa, Aspis? La otra noche soñé con don Samuel. Fue algo terrible, tan verídico, su voz envolvente, la sonrisa amplia y los lentes semi verdosos. Me levanté empapado en sudor, lagrimeando e inconsolable.
La sorpresa me tiró a la lona. ¿Cuándo fue Bermúdez?  amagué a media voz. Antes de ayer, Aspis.
Pensé atontado: Este uruguayo lee los pensamientos o es Nostradamus... Por algo es botija.
—Bermúdez, voy a incumplir una promesa que no di, pero en ella va mi pobre y vapuleado honor: hoy de mañana recibí en propias manos un manuscrito que don Samuel le dejó a un amigo suyo de Israel. Había un mensaje del holandés para mí. Hay que publicarlo como libro pero ante todo necesito una tipeadora ducha. Ahora usted y yo estamos en el secreto: sé que Samuel confiaría en usted... Pero los dos tenemos que ser sepulcros herméticos...

Imposible describir la emoción del editor. Las lágrimas caían por su cara, me miraba fijamente y movía la cabeza hacia ambos lados. Como un muñeco de cuerda.
Le narré escuetamente la historia del encuentro con el tipo, le comenté algunos pasajes del libro y la emoción, pareja, nos salpicó a los dos.
—Escucheme, Aspis, ese trabajo no se le puede dar a una tipeadora cualquiera. Tiene que ser alguien con seso y responsable. Tengo una mujer así: Silvana.  Ya mismo la llamo.
Dio con ella, la puso al tanto en pocas palabras y me pasó el tubo...Hola, sí, mi nombre es Alejandro Aspis, tengo el manuscrito de una persona muy querida que ya no vive... Si, escrito a mano pero es legible... Puedo ir a su casa y lo vemos juntos.... Dígame . Anoté la dirección y me dispuse a partir como legionario a Las Cruzadas.
Bermúdez me deseó suerte y me pidió que lo tenga al tanto.

Salí del edificio y me dirigí a la estación Diagonal del subte D. Miraba pasar a los transeúntes de caras ausentes, romas, encerrados en su mutismo o sus mohines. Semejaban caminantes desinflados, amargos,  mujeres con la vejez pintada en sus caras treintañeras, jóvenes cretinos empujando con prepotentencia. Buenos Aires en su esplendor posible. Bajé las escaleras y me desplacé por los laberintos atiborrados y calurosos, la ranciedad y el sudor envolviéndonos sin piedad. Como un estigma satánico y juguetón...
Esperé al subte. Las sardinas  me contemplaban con ternura de latón, se deslizaban gotitas gráciles debajo de la nariz, de la frente, o escurriéndoseles desde la nuca gotas gruesas como arvejas. Un baño turco gratuito.
Bajé en Juramento y me fui caminando hacia Amenábar y Mendoza. El calor me estrujaba: pensaba en la lorca que iba a pasar ante la mujer. Llegué un rato antes de las seis. La entrada era por Mendoza frente a la plaza. Toqué el portero, piso 3º departamento A. Me atendió una voz femenina: soy Ale Aspis, le hablé hará una hora desde la oficina de Bermúdez. El sonido del portero me  dio paso: parecía un ventoseo  barítono...
Entrada media pituca Esta mina no vive del tipeo,  pensé, o el dorima será un magnate. Me abrió Silvana. Ojos pardos, cabello castaño oscuro y cortón, una nariz algo repingada, rostro y figura agradables. Se arregló para mí, deduje con soberbia. Estúpida pilladura aspiana. Nos presentamos. La observé. Sin disimulo. (desde que me separé de Mabel  había regresado a mi insociabilidad). La figura de esta mujer despertó  en mí una sensación extraña. Di vuelta la página...
Propuso sentarnos en el amplio living. Le expliqué qué clase de trabajo era el que necesitaba:
—Son doscientas páginas manuscritas en letra entre pequeña y mediana, una caligrafía elongada con detalles que se repiten, bastante legible.
—¿Tiene el manuscrito con usted?
—No, no lo traje. Es un original muy importante y sería un riesgo cargarlo conmigo a todos lados. Además, no sabía si Bermúdez me iba a conseguir a una persona en el momento de mi visita.
—Mire, señor, esta semana tengo tiempo: ¿Usted vive cerca de aquí?
—Ante todo llámeme Ale, es corto, menos solemne y más práctico. Mañana se lo traigo... Vivo en Venezuela y Entre Ríos, la punta sur de Balvanera.
—Si puede traérmelo de mañana ganaremos tiempo...
—Ahh, pensé que estaría ocupada con la casa, su marido, los hijos...
—No se preocupe, mis dos hijos viven con el padre en Mendoza, soy divorciada.
Una confesión a doble punta. Mmmm... La mina tiró la caña con carnada muy sutil.

3. Manuscritos y cambios

¡Qué desencanto tan hondo, qué desconsuelo brutal!...
Qué ganas de echarse en el suelo y ponerse a llorar
Enrique Santos Discépolo

A las nueve de la mañana un chubasco aportaba el marco acuoso del día mientras estaba apretando el botón del portero del 3º A.  Silvana la tipeadora tomaba mate. Estaba más arreglada que la tarde anterior, la radio prendida y la voz de Alberto Morán recitaba En Secreto.
Nos sentamos a una mesa del living. Abrí el manuscrito y se lo di. Me repasó con mirada plácida. O yo quise verla así. Comenzó a ojear las páginas, se detenía en ciertos párrafos, y me relojeaba. Yo la contemplaba; la mujer hacía algunos mohínes, arrugaba la frente y yo estudiaba su perfil. Recordé que hacía bastante tiempo no me ocupaba de mujeres... Desde que quedé solitario y devuelto al ciclo del robinsón urbano. La luz roja del marote comenzó a titilar y un coro de arpías me decía... ojo, gil sin diploma, ¡ojo!¡cortála!¡rajá!

—¿Qué le parece, Silvana? ¿Es legible, se va a poder arreglar?
—Si, si, no voy a tener dificultades para hacer el trabajo. Hasta fin de semana voy a terminarlo... ¿Le parece bien? —sonrisa amable. ¿de simpatía o de vendedora?
—De acuerdo. Tome mi teléfono, cuando esté listo me llama o me deja un mensaje. No quiero cargosearla, pero este manuscrito es de una persona muy querida. ¡Cuídelo! Ahhh, dígame, ¿cuánto me va a costar esta patriada?
Me miró y dijo: no se preocupe, no va a quebrar, ¿doscientos pesos le parece razonable? Asentí: Adelante, Silvana. La sonrisa me hizo una cosquilla. Mal síntoma..
Me fui caminando hacia Cabildo. Durante meses no había sucumbido a la tentación ... Ahora me había surgido  otra preocupación importante: ¿cómo pagaría el costo del tipeo? ¿Y la edición del libro? Dejate de joder, Aspis.

La vida nunca se detiene. Hacía ya un par de años que había decidido sentar cabeza, mirar la realidad de frente, no escurrir el bulto, pensar en el presente y no juguetear con mi futuro. Y lego me dejaba estar. Vivía en un mundo repetitivo. Era como ir y volver, volver e ir, un andar y desandar, una rutina cretina. Pero tenía la convicción de que mi tiempo se deslizaba en poca cosa y consumía mis energías como una máquina tragaperras. Todo me irritaba, los diarios eran pasquines para públicos vacíos o complacientes con la mierda. La televisión se había transformado en un entretenimiento decrépito de jóvenes ancianos o para longevos apagados. No descubrí nada nuevo, y aunque era consciente que vivía en una sociedad sin valores, yo no tenía respuestas. Y me dejaba corromper, además, por el complaciente sabor de la inercia, atacado por la esgunfia, ese mal placentero, solícito y celestial.
Me parecía oír la voz de don Samuel recriminando mi poco ánimo.Alex, muchacho, despiértese, no se abandone... Sabía que estaba sugestionado por la aparición del manuscrito, por la imagen del hombre que influyó tanto en una parte mi vida.

Dejé de musitar nostalgias  sobre la vida que fue y pensé: tal vez la llegada de este manuscrito fue un hecho fortuito, acaso casualidad, o necesidad. Ahora no tenía mucha importancia. Debía ocuparme del deseo de don Samuel aunque atravesaba el hastío de vivir en este cosmos de desesperación, malicia, perversidad, simulación, doble moral y nada de ética. El universo parecía acodado dentro de una burbuja mientras que vates y cuentistas se desgañitan glorificando o maldiciendo la metamorfosis de la realidad.
A ese mundo deberé volver, inclinarme y pensar cómo miércoles voy a asumir compromisos y cumplir con el Viejo. 

(la 2da. parte y final siguen a continuación).

2 comentarios:

  1. VOY A LEER LA OTRA PARTE Y EL FINAL, SON TEXTOS EXCELENTES DE UN NARRADOR PRECISO QUE SABE LO QUE HACE Y CON UN LENGUAJE ENVIDIABLE QUE TRANSMITE TODO UN MODO DE DECIR. FELICITACIONES

    EDGAR BUSTOS

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  2. Estimado Andrés Aldao:
    Con sumo placer he leído el regreso de Ale Aspis.
    Se trata de un personaje -al igual que el "rusito"- que ha tomado tal consistencia, debido a la maestría del narrador, que se ha corporizado en mi imaginación, y hasta puedo conversar con él,digo,es un personajeque ha salido caminando de su libro.
    Celebro: "la vida nunca se detiene"
    Con afecto,
    Ofelia

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