sábado, 5 de noviembre de 2011

ANDRÉS ALDAO



Cajitas de música


La cosa comenzó de repente. Como pasar de un sí a un no. O del frío al calor. O de todo a nada. Pues me puse a chamuyar con la “Nostalgia”. No, no es el nombre de alguna mina, es... la nostalgia, no sé como explicarte. Mirá, es algo que te cacha cuando empezás a arrugarte. A ponerte viejo. Cuando tenés que preparar tus cosas para el último paseo. Pero no quiero irme en aprontes. Lo que te voy a contar son algunas viñetas de los tiempos de la superheterodino (¡ufa: la radio a válvulas!). Son pedazos de la vida; son cosas que ví, que escuché, que recuerdo, que generaron mi heliotropismo hacia el Febo Buenos Aires. Son vivencias e impresiones que están metidas muy adentro. Asidas en los sentimientos como una hiedra melancólica. ¿Entendés?
Yo vivía en Caballito. Un largo pasillo con seis “derpas” separados por unas paredes tísicas. Sucuchos sórdidos disfrazados de viviendas, con el piletón en el patiecito, dos piezas, el baño y la cocinita. A cielo abierto. Horizontales; como una planicie medio gibosa Y agrietada. No voy a engrupirte: era un conventillo con medianeras. Un corralón venido a menos, arrinconado, aún con el olor a bosta y alfalfa; y las cucarachas, que compartían nuestras casas sin pagar el alquiler.
Te explico: eran como cajitas de música... En cada una tocaban una melodía distinta. Pero se oían al unísono. También los olores y aromas. Allí se mezclaban el puchero con coliflor y el guiso insolente de repollo; no faltaban el humo “cantito de sirena” del asado al carbón, y la corrosiva saladez de los arenques con cebolla y aceitunas al por mayor. Gallegos, tanos, rusos, turcos y toda la cofradía internacional, metidos en aquellas latas de sardinas de ladrillo y revoque. ¿Pero sabés una cosa? En esos tiempos levantabas la cabeza y allí, en el cenit, bien de noche, las estrellas se deslizaban por la pasarela del cielo exhibiendo cenefas fascinantes. Hoy, para ver las estrellas tenés que alquilar un helicóptero o treparte a una torre de treinta pisos.
Todo era abierto, simple. Los ladridos de perros a la luna, como dice el tango; el trino de los pájaros, las broncas de las parejas y las biabas que nos daban nuestros viejos. La vida era otra cosa. Más linda, pucha digo. ¿La verdad? te estoy macaneando: es nostalgia por los días de la infancia, por el pasado que se fue; por la pérdida de nuestros viejos. Y ahora, cuando ya somos veteranos de la vida, nos duele lo que no pudimos, no supimos o no alcanzamos a decirles. lo que tal vez nuestros hijos querrán decirnos cuando ya no estemos para oírlos.
En aquellos tiempos las mismas circunstancias te llevaban a asociar tu vida con la de los demás; los juegos eran compartidos. No había “legos” ni “ordenadoras”. La televisión y el video no existían, no se escuchaban wokmen’s ni transistores. ¿Te das cuenta? Hoy los pibes pueden arreglarse solos, solitarios en sus cuatro paredes. Con la computadora no necesitan amigos...
En los 30 y los 40 los pibes éramos tirifilos, gilunes, nos entreteníamos con la pelota de goma, y si no teníamos las chirolas, fabricábamos la de trapo atada con piolín. Cuando pienso en aquellos juegos de antaño, la escondida, el rango, el vigi-ladrón, las bolitas, el balero, el tinenti, te juro que me digo: ¡qué inocentes que éramos, madre mía! ¡Un asco de giles! Ah, eso sí!. ¿Sabés para qué éramos vivos, piolas, pasados de revoluciones? Para jugar con las nenas al “doctor y la enfermera”. Claro, las viejas no eran chitrulas y nada de dejarlas “toquetearse” con los varones: “Que las nenas jueguen a las figuritas, a la rayuela, a la ‘mamá’. pero con las muñecas solamente”.
¿Sabés qué? Uno ya debe nacer con esa ligereza de manos, con ese manejo crapuliento de los deditos hurgando en esas cositas chiquititas que tienen las nenas; y esas ganas locas que teníamos de violarlas, como si nos vinieran “desde el fondo de la historia”; como un ancestro heredado de nuestros abuelitos antropopitecos.
Tené paciencia; tengo para contarte más historias que las de “Las mil y una noches”. Por ejemplo, las chácharas mañaneras que ocupaban a las matronas de aquellos años. Las mujeres de Caballito eran inagotables.Los secretos, voceados de casa a casa, parecían el código Morse vecinal; o burbujas que atravesaban el éter y llegaban a todo el barrio. Como globos de muchos colores y tamaños, que volaban y volaban y luego se desinflaban solitos. Aquellas cajitas de música, resonancia del pasado y veta de tantos recuerdos guardados en el arcón de la vida.
Yo jugaba a menudo en el patiecito. Recuerdo una vez que presté atención al parloteo de las cotorras: “Eh, doña Rosa, ¿qué va a cocinar hoy?”. Y la doña Rosa esa, mientras arrastraba sus pesadas piernas varicosas, respondió con abulia mañanera: “Hoy no tengo ganas de hacer nada, doña Tita, tengo una fiaca”. Y bajando la voz, aunque todas las chusmas escuchaban, añadió: “Es que anoche tuvimos ‘guerra’ con el Juan. ¡Qué le va a hacer, de vez en cuando hay que darles el gusto a los hombres! ¿no le parece?” Al decir esto se rió como una bataraza. Supongo que sus pechos, pródigos y desaforados, debieron sacudirse convulsivamente.
El coloquio continuó imperturbable: “¿Se enteró, doña Rosa? la hermana más chica del Cholo está...mmm... como le diría. un poco gordita, ¿usted lo notó?” anunció la Tita con su vozarrón desafinado de contralto venida a menos. “¿También usted se dió cuenta? Que me dice de esa mocosa, revolcándose por ahí. Y bueno, cuando falta la madre mire lo que pasa.”, aprobó la Rosa regocijada.

De tanto en tanto, groseras y concupiscentes, las dos mujeres se reían a carcajadas. Sus cabecitas aburridas llevaban un relevamiento completo del barrio. Una especie de archivo vecinal que renovaban día tras día.. Tiempo después, cuando la inocencia se fue quedando en el camino, empecé a descifrar aquellas imágenes ingenuas e intrigantes; a recordarlas con melancolía, enternecido por el candor de aquellas minas. ¡Qué sé yo por qué!

Las sillas de paja y los banquitos de madera, con la culera redonda ornamentando la puerta de calle, preanunciaban la asamblea de la tarde. Era la sesión preparatoria, el vermú sin platitos, los chismes de apuro que se cuchicheaban al pasar (todavía tengo la escena en mi retina...). Por lo general, las mujeres de la casa (Rosa, Tita, la Chocha, Angela, la Cocó y otras cuyos nombres se me borraron) eran las principales animadoras de los eventos. Luego de la cena ya no había localidades para la tertulia. Sólo quedaba el “gallinero”. Las rezagadas tenían que ir corriéndose hacia el cordón. Desde allí escuchaban mal y veían peor. Además, por la orilla de la calle adoquinada corrían las aguas podridas y malolientes. El zumbido infernal de los mosquitos, y sus picadas letales, dejaban unas ronchas malparidas en las piernas y brazos que provocaban la furiosa rascada de los participantes.
Los vecinos estaban sentados en semicírculo, con el primus, la pava y un par de porongos que pasaban de mano en mano. Nosotros, que merodeábamos sin hacernos notar, esperábamos el dichoso momento de rajarnos y armar un picadito. Los chismes iban y venían. Historias de adulterios; de hijos bastardos; de amores prohibidos o de jovencitas “haciendo eso” a espaldas de los padres; de fulana y mengana que le debían guita al carnicero; de zutana que siempre se vestía como una atorranta; o comentando que el marido de la modista desapareció; o que hacía mucho que no veían a la mujer del vigilante: (“¿Qué habrá pasado?” insinuaban con malicia). Los hombres, agotados y con algunos vinitos encima, cabeceaban. Los párpados parecían la Torre de Pisa a punto de confirmar la ley de Newton. Los más exhaustos roncaban. El calor húmedo, la brisa caliente y el sudor pringoso no hacían mella en el arrojo vocal de las ñatas. Nosotros aprovechábamos los blablás de las mujeres y la modorra de los hombres para entretenernos con la redonda de trapo. Pero no perdíamos una sola palabra: algo pescábamos y lo que no, lo fuimos asimilando en el tiovivo de la vida. Nunca faltaba la lechuza buchona que daba la alarma: ”¡Pero estos chicos! ¿Qué hacen levantados a estas horas?” Y el coro de gordas y flacas nos amenazaba con los dedazos estropeados de tanto jabón pinche y lavandina: “¡A la cama, a dormir!” Aterrizábamos en los catres y al rato soñábamos con Pedernera y Cherrito, o con la vecinita del cuatro, desnuda, la piel suavecita y blanca -como las sábanas que nuestras viejas lavaban con “azul y lavandina”- invitándonos a compartir su cueva encantada.
Al poco tiempo, también cansadas, las cotorras se ensobraban en los lechos de matrimonio mientras oían a los maridos albañiles, carpinteros, peones o sastres roncar, gemir, soñar. La noche les abría sus brazos y ellas, maltrechas, ataviadas con aquellos camisones baratieri, mofletudas y engrudadas al cuerpo de los “bellos durmientes” (que no querían saber nada de guerras nocturnas), se entregaban en los brazos de Eros y Morfeo. También ellas tenían su pedigrí: que las compras, la cocina, la limpieza, el cuidado de los críos, el lavado y planchado de la ropa. y el cotorreo ¡Minas guapas, ¡te lo juro!
En todos los inviernos, de marzo a septiembre, las tertulias gozaban de unas largas vacaciones.. Con el verano pisándole los talones se reiniciaban los coloquios vecinales. Las cotorras ensayaban el nuevo repertorio, coleccionaban flamantes habladurías. Las campanas de las comadres tocaban a rebato; se refaccionaban las sillas y todo se ponía a punto: las funciones asomaban en levante. todo listo para la flamante temporada.
Casorios, velorios, bautismos, noviazgos, traiciones, peleas, enojos, mudanzas, abuelos, bebés, biógrafo, radio, milonga, fulbo, mishiadura, quiniela: fueron parte de la vida que pasaba y se iba yendo. En ese mundo nací yo, che. Allí me crié, me embebí de este porteñismo que penetró en mi caracú encandilado de tango y esgunfia. Buenos Aires, bardo y colifa; casa grande, patria chica.
Cajitas de música tan distantes en el tiempo. Refugio de gringos, taperas ciudadanas de aquel Buenos Aires medio urbe y medio campaña. Aún se las ve por ahí cayéndose a pedazos; o recicladas por algún arquitecto irrespetuoso y medio canalla. Pinceladas del Buenos Aires que era. Viñetas del Caballito que fue. ¿Ahora me podés entender, gurrumín?.
Andrés Aldao

13 comentarios:

  1. Querido amigo Andres, yo tambien soy de ese tiempo de conventillos, piezas compartidas con tanos y gallegos en esos patios con macetas, malvones y parras.
    Llegue a ver de niña una radio con galena que tenia unmarinero que alquilaba una pieza para cuando venia de sus viajes.
    Cuanta nostalgia!!! de esos tiempos de mañanitas con churros, o pebetes y alemancitos recien horneados de a panaderia.
    De las rondas de la Farolera y el Don pirulero, de Manbru que fue a la guerra y nunca volvio, como tantos argentinos miles que no que no volvieron de las guerras sucias.
    No salgo del tema, eran tiempos del dinenti o la payana con cinco piedritas y unas latas viejas que no se arrinconaban como las barbies que tienen ahora las nenas por un rato y ahi quedan despeinadas en un rincon.
    Pero para que seguir, si todo se quedo en la memorias de tiempos felices, sin psicologos para los chicos, hijos vapuleados por los divorcios de los tiempos de ahora, de computadoras que suplantan maestros y padres, y abuelas que ya no cuentan cuentos.

    Un abrazo de nostalgias compartidas

    Carmen Passano

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  2. Me ncantó Andrés , me encantó!
    Coincido con Carmen , aunque yo al conventillo "lo miraba desde abajo " no creo que en mi lugar los hubiera. Ah , pero no, Sra Carmen , si no existieran los Psícologos , yo , humilde y lieralmente me moriría de hambre. ( Eso si ,Psicólogos para ADULTOS)
    Un abrazo enorme Andrés , feliz de reintegrame y ver tanto material de primera.
    amelia

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  3. Profe Andrés. ¡Qué repaso por una vida de ese Buenos Aires que fué! No lo viví, pero lo conocí por mi abuela que de allí salió, y me adoctrinó mi "vieja". A pesar de tener yo la suficiente edad como para compartir todo. El cuento es encantador. El tema cada tanto me tira escribir algo. La llegada de mi abuela italiana, cómo hizo mi mamá para salir de !las 14 provincias" y encontrarse con un hijo de catalanes ricos que venían enojados de España y se enamoraron. Esta reminiscencia escrita por Ud. tiene el don del recreo literario y la mudez del sentimiento. Gracias. Es perfecto (me pongo en crítica suya).
    Un abrazo
    Sonia

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  4. Que de nostalgia. Buena prosa. Buena terminología.

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  5. Andrés tu relato es poesía pura y tan que se te mete adentro en la añoranza y en el corazón con esa metáfora de cajita de música que lo dice y lo abarca todo como el barrio que tanto conoces y amas.
    Cada vez mas tierno cada vez mejor escrito.

    Brindo por vos

    Celmiro Koryto

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  6. Qué bien escrito, no hay palabras sobrantes en este contar cosas despojado, libre, con la exprexión común de una época que también me trajo nostalgias; y qué puedo decirte, Maestro, gracias por los recuerdos y que te llegue mi afecto
    Betty

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  7. Agradezco los comentarios tan afectuosos. "Cajitas de Música" relata anécdotas del tiempo que fue, y otras puntuales, revividas en este texto malancólico de la vida que fue.
    Tan cálidas palabras llegan al corazón.Muchas gracias.

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  8. Lirismo y metáforas en el recorrido en un estilo de vida que ya no existe. El relato resalta la pobreza digna y los hábitos familiares y sociales, expresándose - con respecto a éstos últimos - en una exacta descripción "mitad campaña, mitad urbe".
    Para el lector también resultan cajitas de música en el encanto del lenguaje y la amenidad.
    Felicitaciones, Andrés.
    MARITA RAGOZZA

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  9. "la nostalgia, no sé como explicarte. Mirá, es algo que te cacha cuando empezás a arrugarte".

    Relato que atrapa al poder vivenciar un espacio, con sus personajes, su historia, su paisaje, la música de sus palabras. Y la ternura penetra lentamente a medida que se desarrolla el relato.
    Gracias Andrés
    Ofelia

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  10. Entrañable relato pleno de imágenes que recrean la nostalgia y está bien. La metáfora de la cajita de música es todo un hallazgo en una prosa fluída y envolvente, un abrazo a la distancia, Carlos Arturo Trinelli

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  11. ANDRÉS y además las cajitas tenían esas hermosas bailarinas que daban vueltas y vueltas hasta que terminaba la música o cerrábamos la tapa. Yo a veces les cuento a mis nietitas que no entienden que no existieran tantas cosas que aperecieron luego como las compus, o internet, o más allá en el tiempo el tele. Nostalgioso relato, bien llevado y te entiendo. Cierro la cajita. un beso. marta comelli

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  12. En lo personal, me canse de buscar una cajita de música por estos pagos. Es más, nadie supo nunca de que hablaba.
    Tu nostalgia es esa parte humana del recuerdo, único vestigio de la vivencia para legar a las generaciones. Y vos lo contás con esa ternura que recrea tiempos y hace que se te piante algún lagrimón. En el futuro, los gurrumines volverán a tus juegos, cuando te descubran por ahí, al pasar por alguno de tus blogs. Nostalgianos tantas veces como gustes, Hombre de Caballito. ElsaJaná.

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  13. Creo que este hermoso texto envuelve mucho más que nostalgia. De hecho, todo aquel mundo vuelve a hacerse presente, gracias a la vivacidad, exactitud y frescura de un lenguaje ("manejo crapuliendo", "gurrumín") provisto a la vez de una sintaxis cuya cadencia y ritmo permiten vivir, hoy, todo aquello que se evoca. Chapeau! (y perdón por la palabreja franchuta, tan a destiempo aquí)Jorge Ariel Madrazo

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