miércoles, 16 de noviembre de 2011

CINE: El canto de sirenas del ladrillo



Max Lemcke estrena 'Cinco metros cuadrados', su tercer largometraje que narra el drama de un joven que invierte todos sus ahorros en un piso que jamás se llega a construir

TOMMASO KOCH  -  Madrid
 
A Max Lemcke le sobran razones para estar feliz. De un momento a otro va a nacer su primer hijo, hoy se estrena su tercer largometraje y tiene "siete cupones para la lotería de la ONCE". Algo parecido a una semana perfecta, o por lo menos una de las más "trepidantes y emocionantes" de su vida, según escribía el martes el cineasta en su cuenta de Twitter. Así que por mucho que se hable de dramas y crisis, asuntos centrales de Cinco metros cuadrados, la película con la que ganó el pasado festival de Málaga, resulta difícil quitarle la sonrisa de la cara a este madrileño de 44 años.
Bastante menos alegre es la vida de Alejandro, el protagonista del drama rodado por Lemcke. Timonel de una existencia anodina y sin sobresaltos, el joven navega plácidamente rumbo a sueños comunes. "Los de cualquiera: un piso en propiedad, un coche en propiedad, una familia. Desde todos los ámbitos, ya sea político, social, cultural, nos han metido en la cabeza que nos hacen falta esos elementos para ser felices", resume Lemcke.
El canto de sirena de un amigo, agente inmobiliario, enloquece la brújula de Alejandro, que acaba invirtiendo todos sus ahorros en comprar un piso con su pareja en un complejo residencial a punto de ser edificado. Aunque en una zona ilegal, lo que convierte el a punto en jamás y borra el sueño del joven bajo las pinceladas deprimentes de la realidad. Sin dinero y sin casa, Alejandro emprende una lucha desesperada contra la agencia inmobiliaria, en una batalla que busca conseguir un hogar pero acaba dejándole solo y presa de sus paranoias hasta consecuencias inesperadas. "Es un justiciero moderno. Su meta es pelear por la dignidad y para cambiar una situación inaceptable, aunque a ratos termina luchando solo por luchar", describe su personaje Lemcke.
Una historia terriblemente verosímil en la España de la burbuja inmobiliaria, un espejismo en forma de ladrillo que sedujo y dejó tiradas a miles de personas. "El filme no está basado en hechos reales; nació de la visión de un tipo que lo perdía todo y acababa viviendo en un garaje. Pero a medida que avanzábamos con el guion vimos que la realidad estaba en la película, que se había impuesto a la ficción", explica Lemcke. Ambas, realidad y ficción, deslumbran en dos personajes que últimamente pisan a menudo el escenario español: el constructor sin escrúpulos y el político corrupto. A ellos Lemcke dirige el mensaje de Cinco metros cuadrados: "Los auténticos culpables de esta crisis no pueden salir ganando, premiados con jubilaciones millonarias. Aunque no nos devuelvan lo que nos robaron, por lo menos que pidan disculpas".
Una melodía agradable que suena sin embargo a utopía. O tal vez no. "Hace meses también parecía una utopía que la gente saliera a la calle a decir: 'Basta, hasta aquí hemos llegado' y ahora las plazas de medio mundo están llenas de indignados", compara el cineasta, que debutó en las grandes pantallas en 2003 con Un mundo fantástico, un filme sobre el sexshop más grande de Madrid. "Era muy mala", aseguró Lemcke años después. Respeto al debutante, el director de hoy ha aprendido un par de lecciones. "A trabajar más con los actores, a pulir las obras y a entender las relaciones duras con productores y distribuidores, que suelen tener una opinión distinta a la tuya", enumera Lemcke. Tan distinta era esa opinión que Cinco metros cuadrados, cuyo rodaje terminó en enero, no encontró una distribuidora hasta después de ganar en abril en Málaga. "Les da miedo apostar por los dramas, creen que solo funcionan la comedia y el cine de género", defiende Lemcke.
Su cine en cambio "intenta ser humanista y preocupado por los problemas cercanos y también -afirma Lemcke- busca que nos riamos de nosotros mismos". Suele hacerlo con cierto humor negro, tal y como enseña uno de sus referentes, Luis García Berlanga. El director valenciano fue profesor del poco más que adolescente Lemcke en un taller en la Gran Vía madrileña. "De cine, de técnica no aprendí nada. Pero me explicó que para el cineasta es fundamental observar, ser una especie de mirón", recuerda Lemcke.
Seguramente el director haya observado muy bien su película, ya que, cuenta, la ha visto al menos 200 veces: "Es doloroso, acabas fijándote solo en las pegas. Me gustaría poderla ver con el ojo de un espectador virgen". Aunque el dolor solo es un paréntesis. Pronto nacerá su hijo. Y a saber qué pasa con los cupones. ■

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