martes, 15 de noviembre de 2011

Andrés Aldao



Cuesta abajo



       
 Era un hombre de bien al que la vida mimaba y le daba fragancia, como aroma de agua colonia. Tenía una mujer rubiecita y mofletuda. Dos hijas que eran un encanto. Una casita con jardincito y un cochecito modesto pero que tiraba. Todo en él refulgía. Trajecitos con chaleco hechos a medida, los zapatitos de Grimoldi, las medias made in Brasil o China, y las corbatitas de seda Pierre Cardin. Sí; vivía bien el Roberto ese. Juntó platita. La cuenta en el City no estaba nada mal para un jefecito de ministerio. Todos los años, vacaciones en Mar del Plata con la familia en pleno. Inefables, exactas, y puntuales. Como el Big Ben londinense. Las nenas, sanguijuelas de rostro angelical y apetito de leonas, se casaron. Él les repartió parte de sus ahorros. Luego llegaron los nietitos, en buena hora. Y Roberto se quedó solito con la Turca Isabel.
No tenía muchos vicios: un atado de importados cada día, algunos domingos ir a ver a los troncos de Huracán –aunque era oriundo del barrio de Boedo–. Los viernes al shoping del Abasto, una pizza medio fané y una botellita de cerveza. Los sábados por la noche la cita rigurosa y repetida: ir al cine con la Turca. Y luego, la parrillada con ensalada mixta y una botella de tinto. Ni muy ni muy.   
La pareja andaba medio aburrida, atareada en el quehacer fastidioso de quitar las hojas de los almanaques. Lunes, martes, miércoles y así hasta el domingo, el día consagrado a la raviolada que devoraban en compañía de las hijitas, los cónyugues y los nietitos en la edad del crecimiento.
La vida de Roberto e Isabel era como una calesita que gira y gira. Siempre con los mismos caballos que suben y bajan, y los autitos para los más pequeños, la música repetida y pegadiza y, por último, la magia de la sortija. Aunque nada es eterno.

En los pasillos del ministerio comenzaron a circular rumores. Feos; muy feos los rumores. Las caras lungas, medio cenicientas. La palabra despido comenzó a cotizarse. Y el ánimo bajaba más que las bolsas después del riesgo país.
–Flaco, la cosa anda medio jodida: me parece que nos rajan a todos los veteranos –le dijo uno que se las daba de tipo enterado. Pero Roberto no creía. ¿Después de treinta años en el ministerio lo iban a echar? ¡¡Qué desgraciada que es la gente!

Se presentó fresco el otoño porteño. Ese fin de semana Roberto suspendió la raviolada para las hijas. No tenía ganas de escuchar las pelotudeces de los yernos, los comentarios dietéticos de las hijas y los chillidos insoportables de los nietos. Tenía un bolo medio raro apretándole la laringe. Isabel pasaba ida y vuelta mirándolo a los ojos, pero él como si nada. Finalmente, le preguntó:
–¿Te pasa algo, Beto? Te noto muy raro, callado; sentado ahí con cara de velorio, sin querer ver a tus nietos, renunciando a los ravioles. A vos te pasa algo, ¡¡contáme por favor!
Él la contempló en silencio, se desplazó por el patio de la casita, miró al gato con resquemor, prendió un importado y, prolongando el suspenso, le dijo con voz estúpida:
–Me despidieron del ministerio, Isabel. Como a un vulgar supernumerario. Les regalé treinta años de mi vida y ahora, cuando tengo casi sesenta y tres pirulos, me dejan en la calle. ¿Adónde carajo voy a ir? No sé hacer un corno fuera de firmar expedientes. Y no te ofendas, Isabel, pero mirá lo que me hizo este Turco hijo de mil putas. ¡¡Este patilludo degenerado nos mató a todos!
La indemnización se la fueron pagando en cuotas. Durante los primeros meses Roberto e Isabel continuaron con su nivel de vida habitual. Repartiendo los mismos regalitos a las hijas, a los yernos y los nietitos. Incluso le prestó plata a una de las hijas para comprarse la casita: Es mi sueño, papá. Y a la otra para conocer Europa: ¡¡Ay, papi, nunca salí de Buenos Aires y Mar del Plata!.
Mientras tanto, encontrar trabajo se convirtió en una ilusión. A los seis meses Roberto se convenció de que estaba liquidado. Isabelita dejó de ir todas las semanas a la peluquería. Luego empezó a pasar por la vereda de enfrente, dando vuelta su cara de beba crecidita. No fuera que la viesen, así, desprolija, como van las pobres.
Roberto le tomó el gusto al vino y el disgusto a la comida. Guisos de arroz, estofado chirle con fideos de paquete, chau a los bifes y el asado, chau al crudo y el gruyere. ¿Cuándo comí yo esta basura? protestó con un amargo sabor a hiel que le produjo náuseas.
Las hijas se fueron borrando, como las luces de la tarde. Con cancha. No queremos molestarlos ni afligirlos, dijo la mayor. La otra se especializaba en urdir pretextos: El nene está con fiebre… Tengo un ataque al hígado. Los yernos ni se acercaban a la casa de los suegros. Como si estuviesen en cuarentena por alguna enfermedad virósica. Los nietos hablaban por teléfono, hasta que Telefónica cortó la línea por falta de pago. Le costó convencerse, pero finalmente entendió que el futuro había patinado en el ayer. Y con el pasado había terminado su carrera en el mundo. Los restos de sus ahorros se iban dilapidando en la compra de alimentos, el servicio social y los gastos más necesarios.

Una mañana, la Turca le anunció que iba a visitar a una de las hijas. Volvió hacia el mediodía: Beto la miró neurótico, medio enfurecido, y le gritó furioso:
–Tardaste un montón. Aunque comemos basura también basura hay que cocinar. 
–Te podías arremangar y haberla preparado vos. ¿Qué sos? ¿Un duque? Estoy podrida de ser la que hace los mandados, prepara la comida y se ocupa de la limpieza, mientras que vos sólo sabés llorar, lamentarte.  Mejor andá a buscar algún trabajo, una changa, ¡¡qué sé yo!
–¿Ah sí? ¿Y por qué no vas vos a buscar alguna ocupación? –respondió irritado.
¡¡Yo ya encontré trabajo! –dijo ella en un lapsus repentino.
Se hizo un silencio medio pérfido que no prometía nada bueno. Roberto puso cara de tragedia griega, bajó los brazos y declamó, patético:
–¿Adónde hemos llegado, Isabel? ¿Qué nos está pasando, dios santo?
–Es algo muy sencillo, Roberto. Vos vivís en el pasado, recordando día y noche qué bárbaro que la pasábamos. Eso se terminó, ¿entendés? Encontré dos casas para hacer la limpieza y me puse a trabajar. Y a otra cosa. Y no jodás más, por dios.
–Pero esto que me decís es denigrante: ¿Cómo voy a poder mirar a mis amigos a la cara? Mi mujer convertida en una sirvienta, una vulgar fregona. ¡¡Es algo para no creer!
Ella sonrió encogiéndose de hombros y se mandó mudar, diciéndole:
–¿Dónde están tus amigos, eh? Ah, si querés comer, tenés en la heladera el resto del guiso de anoche. Yo almorcé en la casa de mi patrona: es muy buena mujer. Y ahora. me voy a dormir la siesta. Chau.
Roberto se acordó de sus viejos, tanos inmigrantes que apenas si sabían leer, juntando pesito sobre pesito para mantener la casa y mandarlo a estudiar.  ¿Por qué yo no tengo hermanos?, les decía a los viejos. Hay que dar de manyar a lo hicos, filio mío, e nosotro somo povere, ¿capicce, Bettino?.

Esa mañana le dijo a la mujer: Hasta luego, Isabel. Y no volvió más. Lo buscaron los yernos, algunos pocos amigos que les fueron fieles (sólo uno), dieron parte a la policía, y nada: Roberto se hizo humo. Tiró la toalla, como quien dice. Y en el camino fue perdiendo la paciencia, la honradez y la conmiseración hacia el prójimo. Andaba mal vestido, daba lástima. Él, que se pasó la vida criticando a los cirujas y vagos, huyendo de los mal entrazados, borrachines y pedigüeños. ¿Y ahora? Sonrió con una hebra de amargura.

Andaban por la zona de Retiro. Eran siete u ocho tipos convertidos en naúfragos, que hacían ranchada juntando lo que conseguía cada uno. Algunos mangueaban; otros revolvían los tachos de las casas de comida. Pechaban cigarrillos, panes, lo que venga. Con el tiempo se fueron acostumbrando a pequeñas chorrerías. Les hacían la vista gorda porque se trataba de cositas de poca monta y sabían que las necesitaban. No parecían delincuentes. Existía entre ellos una especie de compromiso: no mencionaban el pasado o la familia. Salían sólo para hacer acopio de vituallas. Al mayor, canoso y algo chupador de tinto, le tenían respeto. Lo llamaban Don Globito porque en una oportunidad confesó que era hincha de Huracán. Dormían en un galpón abandonado del ferrocarril Mitre. A veces alguno faltaba, pero no hacían preguntas.
Don Globito salía generalmente en horas de la noche. Aunque se había dejado barba y bigote temía encontrarse con algún familiar o gente que había conocido en el pasado. Recogía diarios: le gustaba leer y pasaba varias horas exprimiendo los suplementos que encontraba en los tachos.
Una madrugada entró la comisión policial. Les patearon los enseres, hicieron una pila con todas las cosas y le prendieron fuego. Luego se los llevaron por vagancia. A los que tenían documentos los largaron al mediodía, recomendándoles que no volvieran a aparecer por la zona.

Cambió de barrio. Dejó Retiro y se afincó en su antigua barriada de Boedo. La gente le daba una mano; un viejo amigo lo reconoció y lo dejaba dormir en el taller de soldadura autógena, a cambio de pequeños mandados. Allí podía pegarse una ducha, escuchar radio, leer. No quiso ver a la parentela. Empezó a cobrar una magra jubilación e incluso fue nuevamente a la cancha de Huracán.

Roberto no se explicaba la resignación. Era un ser marginado, vivía estrechamente, los familiares –pensaba–, le habían mostrado las pezuñas, pero ahora se sentía acongojado.
Lo hecho no podía remediarse. Pero extrañaba a la Turca y sintió remordimientos. Hacía más de dos años que no la veía. Decidió volver, reencontrarse con Isabel y pedirle perdón. Luego vería. Llegó a la puerta de la que fue su casa, golpeó suavemente mientras el corazón le brincaba. Imaginaba la reprimenda de la mujer, los reproches de las hijas, la ironía de los yernos y el pechazo de los nietitos. Suspenso con más estrés que un final cabeza a cabeza en Palermo. Una mujer desconocida le abrió la puerta, preguntándole qué deseaba.
–Yo vivía aquí, señora, esta es mi casa. ¿Dónde está Isabel, mi esposa?  –balbuceó.
–Lo siento mucho, señor, la señora Isabel falleció hace unos meses. Del corazón, ¿vio? Las hijas me alquilaron la casa y me dijeron que también el padre murió, que están haciendo la sucesión.

Pasó el tiempo. Una mañana soleada fue a cobrar la jubilación. Caminaba por Independencia cuando escuchó una vocecita de contralto en falsete que le trajo resonancias familiares.
–¡Papá! ¡¡¡Papi! ¿Dónde estaba metido? ¡¡Tanto que lo buscamos!
Reconoció la voz de su yerno, el marido de la hija mayor. Se detuvo con calculado regocijo.
–Perdón, yo a usted no lo conozco. Seguramente me confunde con otra persona.
Y dándose media vuelta se perdió entre las callecitas de Almagro, murmurando para sí: ¡Andá a cantarle a Gardel, turro, desgraciado! 
 


7 comentarios:

  1. Lamentablente A Aldao , despliega verdades que son incuestionables . Por un lado el Trabajo , que es lo que vincula al sujeto con el mundo repercute en otros ámbitos , por ejm . el familiar- También es verdad que ya no existen "los ancianos sabios" los viejos son descartables . La fotografía está acorde al relato , por la tristeza , el abatimiento que exptesa. Excelente el remate Andrés, mi cariño , mi admiración.
    amelia

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  2. El relato es un ejemplo de como a través de la literatura se puede expresar una crítica social, detener un instante la foto de la historia y aportar testimonio, todo enmarcado dentro de una estética que es todo un estilo, un abrazo, Carlos Arturo Trinelli

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  3. Los altibajos de la vida y el orgullo, pero también la cobardía de enfrentar la realidad son las que llevan al derrape de las situaciones...
    Eso como agregado a lo ya comentado.
    Mas lo que no se puede pasar por alto es la historia tan bien narrada por el autor que en cada entrega (creo que hasta a él sorprende) nos hace reflexionar para seguir creando historias y contarlas.

    Celmiro Koryto

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  4. Hay en el cuento toda una puesta en la piel del protagonista por parte del autor, que no le ahorra ningún sufrimiento , y, en consecuencia, al lector.
    Sin hacer cuestionamientos teóricos sociológicos, la historia se resuelve a través de la dignidad, que , eso sí, no fue " cuesta abajo".
    Excelente.
    Felicitaciones, Andrés.
    MARITA RAGOZZA

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  5. Bajé el prof. orlando roig a mi máquina, para apreciarlo de a poquito.
    me quedé muy colgada con tu escrito anterior, cuesta abajo.
    tiene, como todas tus historias, la cuestión de adentro, de la piel de los personajes, de las huellas que deja en cada rincón, la bronca, la desilusión. Claro, en cada familia hemos experimentado alguna vez el cuesta abajo de miradas nubladas, sabemos de qué hablás.
    comentaba el otro día, cuánto se alejan los discursos y las proclamas del olor del barrio, del saber de cada baldosa, de tanto paso superpuesto... Te imaginás cuántas pequeñas y grandes historias de la comunidad guardan?.
    me da vueltas por la cabeza esta historia de haber pisado los pasos de tantas personas. terminé de leer "Un maestro" de sacomanno, en donde cuenta la historia de un docente neuquino que fue chupado por la federal en marzo del 76. y todo lo que ocurre a partir de allí.
    Caminé por los lugares que cuenta el libro y me conmovió. pisé los pasos del nano balbo, pero tb pisé los pasos de raul guglielminetti, su torturador. Cuántas veces la lectura resignifica partes de la vida...
    y está empezando en bahía blanca otro juicio contra los represores, nuevamente juzgarán a raúl guglielminetti, guardaespaldas de un gobernador, y torturador de alma
    Me hice un lío... creo que terminé hablando de cosas cruzadas. ¿será por la hora?
    un beso grande para la amiga Esther
    y para ud., capi
    Iris de Neuquén

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  6. Esta historia implica de mi parte señalar con mi dedo índice acusador contra los peores exponentes de la política argentina. Las consecuencias de los "últimos días de la Pompeya argentina (Isabelita el brujo, dictadura criminal, Menem,De La Rúa, el Padrino Duhalde... Toda la tragedia argentina remontada con la elección que puso en manos del presidente Néstor Kirchner la posibilidad de desandar el periodo nefasto de la Argentina subyugada por los "ajustes". Este es trasfondo de CUESTA ABAJO...

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  7. Excelente.Llega profundamente el dolor del personaje. El trasfondo socio-político queda claro pero también aparece una de las formas en que lo social se vuelve conflicto individual. Es cierto: la mayoría de esos seres solos en la calle jamás hablan de su pasado , de su familia, de lo que antes hacían. Hasta dan la impresión de no haber conocido otra realidad. Más allá de la realidad argentina, la literatura universal encontró conflictos similares en los puentes de Paris, en pobres habitaciones de Moscú.
    El aire de las ciudades a veces sofoca por tanto aliento cargado de tristezas.
    Cristina

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