martes, 15 de noviembre de 2011

Carlos Arturo Trinelli


                                                                    
Rosas


                    Expulsados del sistema y con más de cincuenta a cuestas, trabajamos en el depósito de Jacobo. Hasta aquí vienen los carros. Algunos tirados por un hombre y otros por una bestia. No hay diferencias.
                    Separamos y pesamos las basuras. Las bestias esperan la paga y se retiran a beberla y comerla. Después, llega algún camión; los martes chapa y plástico, los jueves cartón y los sábados vidrio; una vez al mes, metales, cobre, plomo, aluminio, bronce, oro… no, mentira.
            Con Miguel terminamos doloridos de la espalda. El es mayor que yo y lo que más le fastidia es la suciedad. El infeliz tiene familia y hace buena letra. Yo reconozco la dicha de que la mía me haya abandonado cuando dejé de ser rentable. Ahora, lo que gano me alcanza para la pensión, el vino y sexo económico.
El trabajo ofrece remansos que aprovechamos para sentarnos un rato al sol que calienta un extremo de la vereda. Como dos objetos más de los cientos que contiene el depósito, quedamos allí, en silencio y a ciegas porque sólo miramos para adentro nuestro.
               No sé lo que Miguel ve, difícil no es de imaginar, la luz o el gas vencido, una gorda varicosa que lo reta y le recuerda que, treinta años atrás, se equivocó al elegirlo. El no tiene argumentos. La vida nos los quita.
               Yo, en cambio, veo cosas lindas; unos vinos, unas tetas y alguna ilusión de unos vinos y tetas. Pero comprendo y respeto el silencio de mi compañero. Me gustaría decirle que si la gorda varicosa pudiera, lo dejaría por otro; que los hijos tienen sus futuras gordas y que la vida parece de todos pero es de uno. No digo nada, no corresponde.
               A veces, en esas sentadas, aparecen las Rosas. Son Testigos de Jehová, nos dan cuadernillos y nos hablan sandeces religiosas de futuros apocalípticos. A mi no me sorprenden, vivo el Apocalipsis. Pero le miro las tetas a Rosa Clara y ella se da cuenta, lo leo en la picardía que le brilla en los ojos negros. Sabrá también que acompaño el meneo de su culo cuando se va y me aliento al pensar que por eso insiste con los panfletos bíblicos. En definitiva, somos buenos bocadillos para sus militancias. Dos crotos dependientes. Ellas, veteranas de batallas inconclusas, que imagino han sabido pelear.
                Rosa Clara mantiene el porte, un maquillaje discreto enmarca su madurez. Supongo que, desnuda, será más linda y con un hombre en igual condición a su lado, olvidará todo lo que cree creer. Como todos en esos momentos. Nada más igualitario que el sexo, con la salvedad de que conservamos, sólo en ese ítem, la singularidad.
                 A la compañera, de la que no conocemos el nombre, la bautizamos Rosa Oscura porque es morena, menos generosa en formas que su amiga y algo tonta. Se dedica a atenderlo a Miguel, a él lo complace. Tal vez sea el hablar con una mujer que no lo hostigue y además le cuente maravillas de algo que no conoce, el juicio final, el regreso a un paraíso y todo con el convencimiento de alguien que fue y regresó. El tema no me importa, pero azuzo a Rosa Clara y produzco diálogos como éste: - ¿Por qué debemos inventar un Dios?
-¡Qué hombre! Dios no es un invento.
                    Como argumento es pobre, pero yo no me burlo, sólo busco retenerlas un poco más.
-¿No está demostrado que todo tuvo un devenir natural?

-Dios es anterior-responde ella solemne.
-¿Por qué debo creer en eso y no en lo que digo?
-Dios no admite dudas, está presente en todo.
                    No discuto, quizá tenga razón ya que consigo retener a una mujer sin pagarle.
                     Después se embarca en el fin del mundo y esto sí me interesa menos que todo lo que no me interesa, me pongo serio y acoto que el Evangelio es un mensaje positivo. Ella no está segura, pero se conforma. Jacobo nos chifla y regresamos al trabajo.
-Vamos a volver- dicen ellas y se pierden en línea recta a seguir hablando pendejadas.

                      Jacobo es una buena persona y como tal, un mal patrón. Comparte con nosotros su afición por la pornografía y es generoso con los pagos y los horarios.
                       Heredó el depósito y el trabajo de su padre. Es un soltero de aquellos que deciden cuidar de la madre. No tengo opinión y tampoco quiero formármela. Jacobo me cae bien. Esto quiere decir, bien  de manera neutra, no bien porque me dé pena, ni bien por algún rédito. Me gusta lo que interpreto como original para un mundo homogéneo. Así, este gigante desgarbado, con la piel clásica de los de su raza, inocente, sin otro conocimiento que el de aquel universo de objetos en desuso, me cae bien, lo dije y lo repito; no sé para qué.
                      Un día de esos, la madre de Jacobo se muere y él, atribulado, nos pide que nos hagamos cargo del galpón por unos días. Coincide esa tarde con una visita de las Rosas. Apenas tengo tiempo de esconder un vino que, en ausencia del patrón, aprovecho para escanciar. El atardecer es parejo y el cielo comienza a mudar el tono. Entonces digo:-Pasen señoras que ya cerramos.
                         Percibo que se miran indecisas entre la desconfianza y el deber. Me dirijo a mi compañero para que baje la persiana y las pájaras entran en la jaula. Tiempo ha transcurrido desde que no se presenta una de estas oportunidades.
                          El ruido de la cortina metálica las crispa y las invito a que se acomoden en la oficina. Después, ayudo a Miguel con los últimos detalles del cierre y aprovecho para instruirlo en un plan. Si yo no estoy actualizado, Miguel luce como si nunca hubiera tenido que estarlo. Pasamos por la oficina y les pedimos que nos excusen en tanto nos cambiamos. En el baño termino de ajustar la idea y el cartón de vino. Todavía debo impedir que mi socio intente escapar.
                           Entramos en la oficina y las mujeres dejan de hablar, están sentadas en sillones individuales. Yo acomodo a Miguel en la silla del escritorio y permanezco de pie. Enciendo una estufa eléctrica y cierro la puerta. Mi intención es que se vean obligadas a quitarse los abrigos.
- Hoy, nosotros les vamos a contar algo- digo luego de un silencio.
                            Las dos se acomodan en sus asientos. La desconfianza es notoria; una cosa es parlotear en la vereda y otra, a merced de los descarriados. Debo vencer esa traba y comienzo a improvisar con recuerdos de lecturas juveniles, la marca de Caín y el respeto que infundía, la defección de uno de los ladrones crucificados con Jesús, el Abraxas de Demían, la negación de la Teodicea y la perla: Miguel abandona el Catolicismo Apostólico Romano y desea informarse para abrazar el credo que ellas sostienen.
                            Las mujeres escuchan con interés y en algunas partes del relato niegan con las cabezas pero no se atreven a interrumpir. Aún sin comprender, en ese terreno se sienten seguras.
                             Las invito a quitarse  los abrigos y lo hacen; noto que me encuentro cerca de una victoria y no puedo evitar mirar el talle ajustado de Rosa Clara que, remarca el cielo donde añoro descansar.
                              Enseguida dispongo que, Rosa Oscura arrime su sillón al escritorio para evacuar las dudas de Miguel. Este permanece mudo y colorado como una remolacha. Coloco una silla al lado de Rosa Clara y le digo: - Dejémoslos que hablen de lo suyo, nosotros polemicemos -y agrego un tuteo- ¿qué te parece?
                                Sonríe, me siento, ya la tengo ¿En qué me baso? En algo primitivo y que cada vez ejercemos menos, el instinto. Algo salvaje, un leve crepitar de los labios, un imperceptible estremecimiento, el gesto de moverse en el sillón y erguir los pechos, acomodarse los cabellos..., sí, sí, ya la tengo y todo queda tronchado por el salvaje de Miguel, que es todo un salvaje y se le tira encima a la Rosa Oscura que comienza a gritar.

                                 Las dejamos ir, Miguel abochornado, yo conciliador, ellas ofuscadas. Todavía puedo guiñarle un ojo a mi Rosa y ella suspira con un parpadeo intermitente. Todo ha terminado.
                                 Jacobo regresa al otro día, un día nublado, hablamos un poco de las novedades. A Miguel lo mantengo distante. Por la tarde, las veo pasar con sus folletos por la vereda de enfrente. Me miran y las saludo con el brazo a mitad de camino. Me ignoran. A la noche nos quedamos para mirar una porno con Jacobo. Cine gratis, es una oportunidad, la aprovecho.



                                                                                        

6 comentarios:

  1. El estilo de Lotrizki, o Trinelli. Con anécdotas jocosas y otras no tanto; el relato respira vida cotidiana, bronca, instantes risueños y pródigos de un humor que deja rebabas de tristeza en el lector.
    Andrés

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  2. Ambientado en medio de uno de los trabajos humanos más ingratos, el autor con su pericia característica, logra amenizarlo con situaciones de una comicidad áspera, donde las rosas sólo fueron para un día.
    Felicitaciones, Carlos.
    MARITA RAGOZZA

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  3. Muchas ideas profundas en una aparente aventura o escarceo amoroso. Hermosa forma de decirlas, nos recuerda que todos somos un poco filósofos y que soñar con un futuro paraíso o con una mujer sensible, es, en definitiva lo mismo...

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  4. Cuando el Sistema te condena a una soledad y angustia existencial , las rosas , no pueden llenar ese vacío.
    Reflexiones sobre un tema profundo narrado en forma amena y banal , tal como suele hacerlo el autor.Saludos-
    amelia

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  5. Amena sí banal no, habla satírica-mente de la vida y la religión y habla de cinco soledades individuales amorfas que subsisten tomadas de un hilo muy fino que entreteje momentos de dura veracidad.
    Siempre en su estilo y con un lenguaje auténtico de la puesta en escena y sus actores CAT nos deleita y entretiene.
    -Conductas de vida aparte-
    Celmiro Koryto

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  6. Soledades profundas . El sexo y el vino o las revistitas bíblicas son las únicas adopciones forzosas que supieron conseguir para atenuar la orfandad.Muy bueno como siempre, Trinelli.
    Cristina

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