- INDICE DE ARTESANÍAS LITERARIAS JUNIO 2014
- Lic. Washington Daniel Gorosito Pérez
- Fernando Sorrentino
- Andrés Aldao
- Marta Comelli
- Carlos Arturo Trinelli
- Ester Mann
- Paula Andrea Sela
- Cristina Pailos
- Ana Ojeda
- Alejandro Bovino Maciel
- Cristina villanueva
- Pedro Mairal
- Gerardo Penini
- Sonia Figueras
- Amelia Arellano
- Celmiro Koryto
- Marita Ragozza de Mandrini.
- Nora Coria
- MARIA ESTER CHAPP
- Leopoldo María Panero
- Graciela Bucci
- Ernesto Ramirez
- Alejo Urdaneta
- ANASTASÍA GUITSI (Grecia)
miércoles, 4 de junio de 2014
INDICE DE ARTESANÍAS LITERARIAS JUNIO 2014
Etiquetas:
INDICE DE ARTESANÍAS LITERARIAS JUNIO 2014
Lic. Washington Daniel Gorosito Pérez
Eduardo Galeano |
HACIA EL
MUNDIAL DE BRASIL: FÚTBOL Y LITERATURA
Quizás lo del título parezca extraño, ¿qué relación existe entre
estas áreas del quehacer creativo humano?
Existen cuentos formidables en torno del balompié. Escritores
como los mexicanos Carlos Monsiváis y Guillermo Samperio; el brasileño Ruben
Fonseca; el argentino Mempo Giardinelli y el uruguayo Mario Benedetti han hecho
de este deporte su fuente de inspiración en algunos de ellos.
Otro escritor mexicano insustituible en la dualidad
literatura-fútbol es el mexicano Juan Villoro, que lleva al título de su obra
el concepto sociológico “tribu”, adaptado a este deporte, dicho material se
titula “Los Once de la Tribu ”.
En el presente trabajo compartiré con ustedes algunos fragmentos
de la entrevista realizada a Eduardo Galeano, uno de los escritores considerado
titular indiscutible en la “media cancha” de la “selección literaria” latinoamericana.
Dicha entrevista la llevó a cabo el periodista Jorge Garza y la
publicó La Jornada el viernes 29 de mayo de 1989.
Entrevista a Eduardo Galeano
Eduardo Galeano (1940) quiso ser jugador de fútbol, jugaba muy
bien “era una maravilla, pero solo de noche, mientras dormía”. Durante el día
era el peor pata de palo que se había visto en los campitos de su país. Sin embargo, al paso de
los años Galeano terminó por asumir su verdadera identidad: un mendigo de buen
fútbol que va por el mundo sombrero en mano y que en los estadios suplica “Una
linda jugadita por el amor de Dios”.
Y cuando ocurre un buen juego, Galeano agradece el milagro sin
importarle un rábano cual es el club o el país que se lo ofrece.
-
Su interés
por el fútbol es de toda la vida, ¿no es cierto?
-
Yo nací
gritando “gol” como todos los niños uruguayos.
-
¿Qué ha
perdido el juego al volverse industria?
-
Bueno
parte de la gracia que tenía. Pero conserva lo más importante: la capacidad de
defensa y de asombro, si todo respondiera a la reacción de las computadoras
nadie iría al estadio; el fútbol sigue siendo asombroso como la vida.
-
¿Resulta
perjudicial que la sociedad actual viva futbolizada?
-
Las
personas tienen derecho a la pasión colectiva y a la identidad. Y la verdad es
que hoy la camiseta del “equipo de los amores” de cada quien es una especie de
manto sagrado. El hincha se reconoce en los colores del club. El fútbol es un
deporte que a veces es arte. No me
parece nada de malo esa pasión, salvo
cuando se convierte en horror por obra de los energúmenos que acuden al estadio
para desahogar la violencia. Una cosa es el hincha y otra el fanático. ¡Detesto
a los fanáticos del fútbol ¡ El fanatismo
es abominable.
-
¿Qué le
provoca un estadio vacío?
El estadio vacío es el menos vacío de los lugares. Un estadio
siempre está lleno de fantasmas: jugadores que allí jugaron, la multitud que vibró, los goles
que fueron celebrados. Un estadio siempre está lleno de energía.
-
Qué bella
su definición de que “el gol es el orgasmo del fútbol ” .
-
Ja,ja,ja Pero al igual que él, el gol es también menos
frecuente en la vida moderna: la cantidad de goles tiende a disminuir. El gol
es el elemento supremo el fútbol, y el que más alegrías ofrece, pero no se
trata de que haya que jugar para meter goles, he visto partidos estupendos sin
anotaciones. El momento del gol representa lo mágico que contradice la ley de
la gravedad: cuando llega los estadios se elevan por los aires.
-
A continuación tengo el enorme placer de compartir con ustedes
un microcuento de mi autoría titulado:
En defensa del gol*
Los intelectuales aborrecen los estadios.
Ser hincha es profundo, aunque responde a un mero juego.
Excita reacciones, buenas y malas que conmueven más allá de lo
racional, lo conveniente, lo consabido.
Ser hincha viene de la noche de los tiempos y eso, nunca es poca
cosa. Cualquiera que haya gritado un gol inolvidable, perdido entre la multitud
de las gradas, sabe que eso viene de la esencia misteriosa de lo humano, que es
como inhumano.
Y si el gol Señor Juez, es el orgasmo del fútbol… por eso lo
maté
al número 10.
Por fallar el tiro penal, en el último segundo, dejándome
excitado y robándome el placer de gritar gooooooollllll.
Lic.
Washington Daniel Gorosito Pérez
* Publicado en el libro: “Para leerlos todos”. Antología de
Microcuentos. León, Gto; Universidad
Iberoamericana de León. Instituto de la Cultura de León. Año 2009.
Fernando Sorrentino
¿Huevo de cristal o
ramito de romero?
El Aleph antes del
Aleph *
En “El
Zahir” y “El Aleph” creo notar algún influjo del cuento “The Crystal Egg”
(1899) de Wells.
Borges, “Epílogo”, El Aleph (1949).
1. En el otoño sudamericano del año 2011…
En el otoño sudamericano del año 2011
comencé la muy agradable tarea de compilar un conjunto de cuentos argentinos[1] de,
digamos, “anteayer”. El relato más antiguo es —como no podía ser de otra
manera— “El matadero”, de Esteban Echeverría (1805-1851), que se supone
compuesto entre 1838 y 1840, y publicado por vez primera en 1871 en la Revista del Río de la Plata (Buenos Aires, I,
4); el más moderno, “El resorte secreto”, de Roberto Arlt (1900-1942), que
apareció en el número de la revista El
Hogar (Buenos Aires) correspondiente al 3 de septiembre de 1937. Año más o
menos, podemos decir que, entre el trabajo de
Echeverría y el de Arlt, corrió un siglo.
Esta labor compartió más las características
del anticuario que las del crítico, pues, si bien algunos autores (por ejemplo,
Horacio Quiroga o Leopoldo Lugones) eran fácilmente hallables en ediciones del
circuito comercial, otros (por ejemplo, Carlos Monsalve o Santiago Estrada)
resultaban prácticamente inconseguibles.
Entre los narradores en esta última
situación figuraba también Eduarda Mansilla de García,[2] cuya
existencia me era más conocida que sus obras. El hecho es que, con la absoluta
convicción de estar cumpliendo un acto de justicia exhumatoria, incluí en el
volumen su cuento “El ramito de romero”. Mentiría si afirmase que el relato me
produjo la única sensación que busco en la literatura: el placer. Más bien me
pareció desordenado, evanescente, ramificado, abstracto, impreciso…
Pero, llevado de la escrupulosidad
exigible a un editor de textos ajenos, lo cuidé, según mi costumbre, con
obsesivo afán. En un momento dado, un extenso pasaje provocó en mí un
sobresalto que iba más allá de las meras cuestiones semánticas y/u
ortotipográficas.
Escribió Eduarda:
Cambió la escena.
Comencé a ver desarrollarse, poco a poco, algo como una inmensa tela
transparente, que no acababa nunca, cubierta, según me pareció al principio, de
jeroglíficos extraños, de colores vistosos los unos y sombríos los otros. A
medida que la tela se extendía, cubriendo una superficie que mi vista, en su
estado natural, no hubiera podido jamás abarcar, iba comprendiendo el
significado misterioso de aquellos dibujos informes, torcidos, en caprichoso
laberinto. Así como aprendemos la geografía del globo terrestre en mapas que nos
enseñan a medir y darnos cuenta de la forma exacta del espacio de tierra y agua
que contiene el mundo conocido, comprendí que tenía delante de mis ojos una
carta pragmatográfica de los hechos en el tiempo y que, gracias al estado de
permeabilidad en que me hallaba, me revelaba la existencia de los
acontecimientos en el tiempo, que existen sin que nadie lo sospeche, tales
cuales en el espacio, los continentes y los mares antes de ser conocidos por
aquellos que ignoran la geografía.
Desde la marcha de
los imperios más poderosos hasta la del más oscuro individuo, todo estaba allí
indicado sin pasado ni presente, diferencias puramente humanas.
“¡Diablo”, no pude no decirme,
“¿dónde he leído, y muchas veces, algo muy parecido?”. Y, para que no me
quedaran dudas, los siguientes párrafos de la autora decían lo siguiente:
Como en los atlas de
Lesage, veíase allí de un modo sincrónico el camino de la humanidad en
espirales ascendentes, obedeciendo a leyes tan inmutables, como lo son las de
atracción y gravitación en el mundo físico, retrocediendo en apariencia durante
siglos, pero avanzando siempre. Vi la ley del progreso humano, reducida a
ecuación algebraica. Vi el surco que dejaron tras de sí los pueblos esclavos,
desde el origen del mundo conocido, marchando cual rebaño de ovejas al matadero
sin murmurar ni esperar. Vi el despotismo, triunfante un día, convertirse
luego, bajo otra forma, en otro despotismo. Vi las santas aspiraciones de los
creyentes naufragar en mares de sangre y lágrimas. Vi aparecer la era de la
fraternidad y la igualdad; pero vi también esa fraternidad, esa igualdad,
combatidas, sofocadas por aquellos mismos a quienes incumbía la misión de
redimir. Vi a los enviados de paz y humildad pactar con los soberbios
poderosos, para oprimir al desvalido y quitarle hasta la esperanza, invocando
una doctrina santa. Vi la incredulidad y el ateísmo triunfantes olvidarlo todo,
para no acariciar otra idea, otra esperanza, que el amor al dinero. Vi la
destrucción de la familia, tal cual hoy la conocemos. Vi surgir nuevas leyes,
nuevos derechos, y, como el tiempo no existía para mí, vi la llegada triunfante
de la humanidad a una zona luminosa y armónica, y la visión cambió.
Una llama
atornasolada, seguida de muchas otras que, como fuegos fatuos, subían y se agitaban
en una atmósfera cargada de electricidad, me hizo fijar la vista en un punto
lejano y vago, que parecía alejarse a medida que las llamas se multiplicaban.
Poco a poco creció aquel punto, tornándose luminoso y esférico, hasta
convertirse en un globo colosal y transparente, del cual filtraba una luz
semejante a la del sol que alumbra nuestro planeta. Las llamas se encendían y
se apagaban alternativamente, y a veces crecían hasta tocar el globo luminoso,
que, oscilante, se mecía airoso en el éter, pintándose, en sus paredes tersas y
transparentes como las de una gigantesca farola chinesca, imágenes varias de
sobrehumana belleza.
Entonces cumplí con lo que me
ordenaban los evidentes indicios. Redacté la siguiente “Apostilla”, cuyo texto
es el siguiente:
Vi
la ley del
progreso humano. La extensa enumeración que aquí empieza tiene curiosa
similitud con la que, muchos años más tarde, Borges comenzaría de este modo:
“Vi el populoso mar” (“El Aleph”).[3]
Y, en efecto, veamos completo el
texto de Borges:
En la parte inferior
del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi
intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese
movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que
encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el
espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del
espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos
los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las
muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra
pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos
escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y
ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas
que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos, vi racimos,
nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos
ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que
no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer en el
pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la
primera versión inglesa de Plinio, la de Philemont Holland, vi a un tiempo cada
letra de cada página (de chico yo solía maravillarme de que las letras de un
volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la
noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar
el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete
de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplican sin fin, vi
caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la
delicada osatura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando
tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las
sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres,
émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la
tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me
hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido
a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita , vi la
reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la
circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de
la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en
la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras,
vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto
secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre
ha mirado: el inconcebible universo.
2. En febrero del año 2013…
En febrero del año 2013 me disponía a
escribir este mismo artículo con la intención de señalar la coincidencia
existente entre la enumeración de “El ramito de romero” y la de “El Aleph”.
En busca de mayor información sobre
la autora del primero, recurrí a la rápida búsqueda que suele facilitar
Internet. La conjunción de tino y azar me condujo a visitar un libro cuya
edición moderna yo ignoraba:
Mansilla
de García, Eduarda, Pablo o la vida
en las pampas, Buenos Aires, Colihue
/ Biblioteca Nacional, 2007, 306 págs.
El “Estudio preliminar” pertenece a
María Gabriela Mizraje. La lectura de ese trabajo me obliga a confesar que mi
“hallazgo” del año 2012 ya lo había obtenido, unos cuantos años antes, María
Gabriela Mizraje. Por la índole de mi tarea de antólogo (Eduarda Mansilla era
una autora más entre treinta y tres), sólo advertí y consigné la similitud con
el texto de Borges expuesta en la “Apostilla”.
Pero María Gabriela señaló, con
perspicacia, otros puntos de contacto entre ambos textos. Y, como el mérito es
de ella, y no mío, paso a reproducir los pasajes pertinentes.
Ella dice que “El Aleph”
parece
dialogar, dentro de la tradición argentina, con “El ramito de romero” de
Eduarda Mansilla.
Y, a continuación, aporta las
semejanzas:
Una historia de amor
entre primos en Buenos Aires, la otra en París, la influencia de Hamlet y Leviathan en “El
Aleph”, la de Dante en el relato de Eduarda, pero los italianos en “El Aleph” y
los normandos en “El ramito”; la plaza Constitución en lugar del café Procope,
mientras lo que se marca es que la calle sigue su flujo a pesar de la vicisitud
del narrador. Abril y vísperas de Semana Santa (más exactamente un 30 de abril
y un Domingo de Ramos), con los que las fechas quieren puntualizarse. Un
Carlos, en “El ramito de romero”, a quien se dirige Raimundo, enamorado de su
prima; otro Carlos, en “El Aleph”, primo de Beatriz —Dante mediante— a cuyo
encuentro se dirige el narrador, ambos enamorados de esa mujer. En “El ramito”
el cuadro se completa con la madre de ella, en “El Aleph, con el padre.[4] En
los dos relatos lo primero que va a destacarse de la mujer, además de su
belleza y su fragilidad,[5] son
sus manos.[6]
Una prima que ya no
vive y una prima viva, un cuento con final feliz y otro en el que se constata
la desdicha. La ciudad, afuera con su vida; adentro, una casa y una Escuela de
Medicina. Dentro de la casa, un sótano, dentro de la escuela, una sala de
profesores, ambos espacios compartidos con otro hombre, ambos a oscuras. La
oscuridad opera como soporte necesario de la visión extraña. Y ambos, vinculados a una mujer muerta,
primero idealizada, mas tarde percibida como impura.
En un caso, penetrar
al lugar de la revelación se precede por consumo de tabaco; en el otro, por
consumo de alcohol (el cognac de “El Aleph”); hay preparación y hay riesgo,
exasperación de los sentidos y fronteras lindantes con el sueño o la pérdida de
conocimiento.
Hasta aquí María Gabriela Mizraje.
Considero certera e incontrovertible su entera exposición.
Su conclusión también puede ser la
mía:
Toda la idea del
relato dedicado a Estela Canto [“El Aleph”] ya está allí condensada. La
maestría de Borges, quien sin duda alguna leyó este relato de Eduarda (aunque acaso
lo olvidó), la despliega.
En el “Epílogo” de El Aleph Borges declara: “En ‘El Zahir’
y ‘El Aleph’ creo notar algún influjo del cuento ‘The Crystal Egg’ (1899) de
Wells”. Pero nada dice de “El ramito de romero”.
Ahora bien, en muchísimas ocasiones
leí y releí “El Aleph”, acompañado siempre de la sensación de perplejidad que
me producen las que me atrevo a llamar obras
maestras de la literatura. Una sola vez (y por motivos, digamos,
“profesionales”, y con cierta indulgencia culpable) leí “El ramito de romero”,
sin sospechar que la ficción que el prodigioso Borges redactó hacia 1945 algo
tenía de espejo de cierta imaginación de una autora muy menor del siglo XIX.
Fernando Sorrentino
26 de
febrero de 2013
* Este artículo fue publicado en la Revista de la Academia Norteamericana
de la Lengua
Española. lean®anle,
Nueva York, vol. 2, n.º 4,
julio-diciembre 2013, págs. 362-367.
[1] Ficcionario argentino (1840-1940). Cien años
de narrativa: de Esteban Echeverría a Roberto Arlt, Buenos Aires, Losada,
2012, 408 págs.
2 Eduarda nació en Buenos Aires el 11 de diciembre de 1834 (aunque
también se barajan otras fechas: 1832, 1835, 1838) y falleció en la misma
ciudad el 20 de diciembre de 1892. Casada con el diplomático y abogado Manuel
Rafael García Aguirre, se la conoció como Eduarda Mansilla de García.
Sus obras tuvieron muchísimo menos
difusión que las su hermano Lucio Victorio (1831-1913). El médico de San Luis y Lucía
Miranda (novelas, 1860) fueron sus primeros libros. Debido a la actividad
diplomática de su marido, residió varios años en Estados Unidos y en Europa. En
París publicó una novela en francés: Pablo
ou la vie dans les pampas (1869), que más tarde se tradujo al español. Hay
acuerdo en que fue la primera autora argentina de relatos para niños: Cuentos (1880). Escribió, asimismo,
algunas obras teatrales: La marquesa de
Altamira, El testamento. El libro
Creaciones (1883) contiene siete
piezas: una comedia, “Similia similibus” (“Proverbio en un acto”) y seis
relatos: “El ramito de romero”, “Dos cuerpos para un alma, “La loca”, “Kate”,
Sombras” y “Beppa”.
[3] Ficcionario, pág. 89.
[4] Borges: “Consideré que el treinta de
abril era su cumpleaños [el de Beatriz Viterbo]; visitar ese día la casa de la
calle Garay para saludar a su padre […]”. Según se desprende del texto, la
primera visita de “Borges” tuvo lugar el 30 de abril de 1929. Y, desde
entonces, ya no se menciona al padre de Beatriz y la acción se centra en “las
graduales confidencias de Carlos Argentino Daneri”, cuya culminación se produce
en el núcleo del relato, que ocurre nada menos que doce años más tarde: el 30
de abril de 1941.
[5] Mansilla: “[…] di en pensar en mi prima
Luisa, a quien había visto esa misma tarde. Tú no conoces a mi prima; imagina
un cuerpo diminuto, con movimientos inquietos, que recuerdan los de la ardilla;
pon sobre un cuello blanco, muy blanco y que creo suavísimo, una cabecita
coronada de rizos rubios; evoca una fisonomía en la cual campean
alternativamente la dulzura y la malicia […]”. Borges:
“Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada; había en su andar (si el
oxímoron es tolerable) una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis”.
[6] Mansilla: “una manecita preciosa, que
siempre despierta en mí el antojo de chuparla como alfeñique”. Borges: “[Carlos Argentino] Tiene (como
Beatriz) grandes y afiladas manos hermosas”.
Andrés Aldao
El accidente
Caminaba distraído; más bien preocupado. Lo habían despedido hacía algunos
meses. Se sentía agredido por la realidad: la percibía despiadada, intolerante,
ensañándose con él. La incertidumbre y el temor al futuro se le clavaron como
una espina endemoniada, ponzoñosa. La mujer no cesaba de sermonearlo, de
quejarse sin pausa, de enrostrarle el éxito de los amigos y reprocharle sus
fracasos.
Tal vez por eso no vió venir el auto rojo ni escuchó el grito de la mujer
advirtiéndole. El guardabarro lo arrojó con violencia sobre el pavimento y al
caer sintió que la cabeza daba contra el cordón. Percibió el dolor, intenso, impiadoso,
burlón. Y luego nada; una dimensión huera, oscura.
Abrió los ojos con un parpadeo indolente. Contempló la calle desierta; los
árboles configuraban una línea prolija, elegante, que iba perdiéndose en la
perspectiva del horizonte de su mirada. Entonces recordó el accidente. Trató de
incorporarse; una vez en pie sintió la punzada en la cabeza, alrededor de la
nuca. Se miró la ropa: estaba entera y solamente un poco de suciedad en el
pantalón y la campera. Sonrió feliz; estaba vivo, no le había ocurrido nada
serio. “Pudo haber sido peor”, pensó.
La calle estaba desierta. Echó a andar en dirección a ningún lugar. No
conocía la vecindad; tampoco le importaba. Hacía meses que pateaba horas y
horas por los barrios de la ciudad. Al principio buscaba trabajo, cualquier
ocupación. La voz de su mujer, avinagrada y sentenciosa, obsesionaba sus
sentidos; una angustia hosca invadía sus pensamientos. Luego, el salir a
caminar por la ciudad recorriendo recovecos que no conocía le proporcionaba, por
momentos, una calma desconocida, un sosiego bienhechor. Como una amnesia temporal
que lo hacía olvidar de la realidad, ingrata y lacerante.
“Es raro -pensó-, me siento tranquilo, sin angustias ni acosos. No
tengo ganas de volver a casa. No; estoy podrido de ser el blanco de su agresión.
No quiero oírle el vozarrón monocorde y punzante. Cuando ella me regaña es como
ver su dedo acusador delante de mis ojos. No; todavía voy a seguir andando por
estas calles desconocidas”.
Ya no sentía dolores; tampoco en la cabeza. Quería compartir el gozo de
haber sido la víctima de un accidente del que salió indemne. Pero la calle
estaba vacía; ni un alma. “Lástima –pensó-, hubiera querido contarle a alguien
este pequeño milagro. pero lo mismo da: qué le importa a la gente las penas o las dichas de los demás. Cada uno en lo suyo y el resto
del mundo que reviente”.
Lo colmaba una beatitud que se esparcía por todo su ser. No pensaba en su
mujer, ni en la falta de empleo, o en las deudas que lo acosaban y no le daban
reposo. Observaba la tersura de algunas nubes navegando por el cielo límpido y
celeste, transparente como un cendal delicado, y se sintió estremecido por un
placer desconocido. El aire era fresco, se percibía su pureza, y un aroma
fragante, como de rosas y jazmines, le generaron una sensación agradable.
Anduvo un rato largo; no estaba cansado, tampoco tenía sed, o hambre. Hacía
mucho tiempo que no disfrutaba de un bienestar así. Se sentía feliz. Esbozó una
sonrisa plácida: “Como cuando era pibe, viviendo protegido por los viejos; sin
las angustias de la vida adulta, sin las malditas deudas”, recordó meneando
pausadamente la cabeza.
Siguió su marcha; se detuvo un rato, contempló los alrededores. Y de pronto
se acordó: “¿Dónde está la mujer que me gritó ‘cuidado con el auto’.? ¿Y el que
manejaba el coche? ¿Porqué no se detuvo para ver qué me sucedió?” Las
respuestas eran burlonas, crueles. Su mente no las admitía.
Ese silencio cóncavo que lo escoltaba desde hacía rato; las ausencias, la
soledad espectral de las calles que iba recorriendo; el apacible y lejano
tañido de campanas; ese murmullo de gemidos que parecía un réquiem coreado a
capella, le produjeron congoja. Un lagrimón furtivo le birló la sonrisa. Por
que sólo entonces comprendió la verdad de la historia: estaba muerto. Irremisiblemente
muerto •
Andrés Aldao
Marta Comelli
BÓSFORO 5.2.2014
Son cómplices en esos trenes
oscuros que navegan sobre rieles. Tras temerosas e inciertas curvas se asoma el
Bósforo. No esta lejos.
Han amordazado los abrazos
sofocados por la lluvia, que en su derramarse, se lanzan sobre bosques oscuros,
densos, acompañando el silbido del tren que los acuna.
Vuelven de un viaje sin regresos.
Escalan hacia el futuro, saben que encontrarán allí la cima.
Ocultan las migas de pan que
volcaron desde el plato, no dejarán marca alguna de sus vidas.
El Bósforo brama sobre ríos ocultos,
furiosos bajo él. El tren descarrila como sobre el agua, en balanceos
inesperados.
Ellos inquietos, no verán,
ocultarán, se quitarán el pan de las bocas, los gritos de las manos, a
hurtadillas, reclamando el encuentro allá arriba. Insistirán mientras un sol
agrietado de luz dorada se desentiende entre las nubes negras. Belleza ruda,
espeluznante.
Salpicarán las migas todo el
espacio invisible, lejos de sus cuerpos.
-
Una empleada como riguroso
espectro abrirá la puerta, servirá la comida azul sobre platos azules y un
mantel azul. Están cerca del cielo. Han olvidado un pasado que atesoraban para
el futuro.
La bandeja es de plata. Los
jardines se dibujan desde la ventana, cuelgan, se suicidan en caída libre.
La pareja a contraluz semeja una
escultura con las manos en un lazo, atados a la mesa, único gesto posible,
única instancia de apropiación.
Suenan las campanas lejanas de
alguna iglesia, suena una música entre celestial y oculta. La ventana muestra
allá lejos, el Bósforo.
Un tren y su locomotora se hunden
en la oscuridad de un túnel, sobrevuelan el aire hasta llegar a su boca y
mueren en el vacío hueco.
Las llaves de la habitación son
de hierro. Navegan tules como alas blancas desde las ventanas abiertas, allá
arriba la luna, allá abajo, muy abajo el Bósforo se desentiende, rueda.
Marta Comelli
Suscribirse a:
Entradas (Atom)