¿Huevo de cristal o
ramito de romero?
El Aleph antes del
Aleph *
En “El
Zahir” y “El Aleph” creo notar algún influjo del cuento “The Crystal Egg”
(1899) de Wells.
Borges, “Epílogo”, El Aleph (1949).
1. En el otoño sudamericano del año 2011…
En el otoño sudamericano del año 2011
comencé la muy agradable tarea de compilar un conjunto de cuentos argentinos[1] de,
digamos, “anteayer”. El relato más antiguo es —como no podía ser de otra
manera— “El matadero”, de Esteban Echeverría (1805-1851), que se supone
compuesto entre 1838 y 1840, y publicado por vez primera en 1871 en la Revista del Río de la Plata (Buenos Aires, I,
4); el más moderno, “El resorte secreto”, de Roberto Arlt (1900-1942), que
apareció en el número de la revista El
Hogar (Buenos Aires) correspondiente al 3 de septiembre de 1937. Año más o
menos, podemos decir que, entre el trabajo de
Echeverría y el de Arlt, corrió un siglo.
Esta labor compartió más las características
del anticuario que las del crítico, pues, si bien algunos autores (por ejemplo,
Horacio Quiroga o Leopoldo Lugones) eran fácilmente hallables en ediciones del
circuito comercial, otros (por ejemplo, Carlos Monsalve o Santiago Estrada)
resultaban prácticamente inconseguibles.
Entre los narradores en esta última
situación figuraba también Eduarda Mansilla de García,[2] cuya
existencia me era más conocida que sus obras. El hecho es que, con la absoluta
convicción de estar cumpliendo un acto de justicia exhumatoria, incluí en el
volumen su cuento “El ramito de romero”. Mentiría si afirmase que el relato me
produjo la única sensación que busco en la literatura: el placer. Más bien me
pareció desordenado, evanescente, ramificado, abstracto, impreciso…
Pero, llevado de la escrupulosidad
exigible a un editor de textos ajenos, lo cuidé, según mi costumbre, con
obsesivo afán. En un momento dado, un extenso pasaje provocó en mí un
sobresalto que iba más allá de las meras cuestiones semánticas y/u
ortotipográficas.
Escribió Eduarda:
Cambió la escena.
Comencé a ver desarrollarse, poco a poco, algo como una inmensa tela
transparente, que no acababa nunca, cubierta, según me pareció al principio, de
jeroglíficos extraños, de colores vistosos los unos y sombríos los otros. A
medida que la tela se extendía, cubriendo una superficie que mi vista, en su
estado natural, no hubiera podido jamás abarcar, iba comprendiendo el
significado misterioso de aquellos dibujos informes, torcidos, en caprichoso
laberinto. Así como aprendemos la geografía del globo terrestre en mapas que nos
enseñan a medir y darnos cuenta de la forma exacta del espacio de tierra y agua
que contiene el mundo conocido, comprendí que tenía delante de mis ojos una
carta pragmatográfica de los hechos en el tiempo y que, gracias al estado de
permeabilidad en que me hallaba, me revelaba la existencia de los
acontecimientos en el tiempo, que existen sin que nadie lo sospeche, tales
cuales en el espacio, los continentes y los mares antes de ser conocidos por
aquellos que ignoran la geografía.
Desde la marcha de
los imperios más poderosos hasta la del más oscuro individuo, todo estaba allí
indicado sin pasado ni presente, diferencias puramente humanas.
“¡Diablo”, no pude no decirme,
“¿dónde he leído, y muchas veces, algo muy parecido?”. Y, para que no me
quedaran dudas, los siguientes párrafos de la autora decían lo siguiente:
Como en los atlas de
Lesage, veíase allí de un modo sincrónico el camino de la humanidad en
espirales ascendentes, obedeciendo a leyes tan inmutables, como lo son las de
atracción y gravitación en el mundo físico, retrocediendo en apariencia durante
siglos, pero avanzando siempre. Vi la ley del progreso humano, reducida a
ecuación algebraica. Vi el surco que dejaron tras de sí los pueblos esclavos,
desde el origen del mundo conocido, marchando cual rebaño de ovejas al matadero
sin murmurar ni esperar. Vi el despotismo, triunfante un día, convertirse
luego, bajo otra forma, en otro despotismo. Vi las santas aspiraciones de los
creyentes naufragar en mares de sangre y lágrimas. Vi aparecer la era de la
fraternidad y la igualdad; pero vi también esa fraternidad, esa igualdad,
combatidas, sofocadas por aquellos mismos a quienes incumbía la misión de
redimir. Vi a los enviados de paz y humildad pactar con los soberbios
poderosos, para oprimir al desvalido y quitarle hasta la esperanza, invocando
una doctrina santa. Vi la incredulidad y el ateísmo triunfantes olvidarlo todo,
para no acariciar otra idea, otra esperanza, que el amor al dinero. Vi la
destrucción de la familia, tal cual hoy la conocemos. Vi surgir nuevas leyes,
nuevos derechos, y, como el tiempo no existía para mí, vi la llegada triunfante
de la humanidad a una zona luminosa y armónica, y la visión cambió.
Una llama
atornasolada, seguida de muchas otras que, como fuegos fatuos, subían y se agitaban
en una atmósfera cargada de electricidad, me hizo fijar la vista en un punto
lejano y vago, que parecía alejarse a medida que las llamas se multiplicaban.
Poco a poco creció aquel punto, tornándose luminoso y esférico, hasta
convertirse en un globo colosal y transparente, del cual filtraba una luz
semejante a la del sol que alumbra nuestro planeta. Las llamas se encendían y
se apagaban alternativamente, y a veces crecían hasta tocar el globo luminoso,
que, oscilante, se mecía airoso en el éter, pintándose, en sus paredes tersas y
transparentes como las de una gigantesca farola chinesca, imágenes varias de
sobrehumana belleza.
Entonces cumplí con lo que me
ordenaban los evidentes indicios. Redacté la siguiente “Apostilla”, cuyo texto
es el siguiente:
Vi
la ley del
progreso humano. La extensa enumeración que aquí empieza tiene curiosa
similitud con la que, muchos años más tarde, Borges comenzaría de este modo:
“Vi el populoso mar” (“El Aleph”).[3]
Y, en efecto, veamos completo el
texto de Borges:
En la parte inferior
del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi
intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese
movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que
encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el
espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del
espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos
los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las
muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra
pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos
escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y
ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas
que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos, vi racimos,
nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos
ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que
no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer en el
pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la
primera versión inglesa de Plinio, la de Philemont Holland, vi a un tiempo cada
letra de cada página (de chico yo solía maravillarme de que las letras de un
volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la
noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar
el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete
de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplican sin fin, vi
caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la
delicada osatura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando
tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las
sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres,
émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la
tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me
hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido
a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita , vi la
reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la
circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de
la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en
la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras,
vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto
secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre
ha mirado: el inconcebible universo.
2. En febrero del año 2013…
En febrero del año 2013 me disponía a
escribir este mismo artículo con la intención de señalar la coincidencia
existente entre la enumeración de “El ramito de romero” y la de “El Aleph”.
En busca de mayor información sobre
la autora del primero, recurrí a la rápida búsqueda que suele facilitar
Internet. La conjunción de tino y azar me condujo a visitar un libro cuya
edición moderna yo ignoraba:
Mansilla
de García, Eduarda, Pablo o la vida
en las pampas, Buenos Aires, Colihue
/ Biblioteca Nacional, 2007, 306 págs.
El “Estudio preliminar” pertenece a
María Gabriela Mizraje. La lectura de ese trabajo me obliga a confesar que mi
“hallazgo” del año 2012 ya lo había obtenido, unos cuantos años antes, María
Gabriela Mizraje. Por la índole de mi tarea de antólogo (Eduarda Mansilla era
una autora más entre treinta y tres), sólo advertí y consigné la similitud con
el texto de Borges expuesta en la “Apostilla”.
Pero María Gabriela señaló, con
perspicacia, otros puntos de contacto entre ambos textos. Y, como el mérito es
de ella, y no mío, paso a reproducir los pasajes pertinentes.
Ella dice que “El Aleph”
parece
dialogar, dentro de la tradición argentina, con “El ramito de romero” de
Eduarda Mansilla.
Y, a continuación, aporta las
semejanzas:
Una historia de amor
entre primos en Buenos Aires, la otra en París, la influencia de Hamlet y Leviathan en “El
Aleph”, la de Dante en el relato de Eduarda, pero los italianos en “El Aleph” y
los normandos en “El ramito”; la plaza Constitución en lugar del café Procope,
mientras lo que se marca es que la calle sigue su flujo a pesar de la vicisitud
del narrador. Abril y vísperas de Semana Santa (más exactamente un 30 de abril
y un Domingo de Ramos), con los que las fechas quieren puntualizarse. Un
Carlos, en “El ramito de romero”, a quien se dirige Raimundo, enamorado de su
prima; otro Carlos, en “El Aleph”, primo de Beatriz —Dante mediante— a cuyo
encuentro se dirige el narrador, ambos enamorados de esa mujer. En “El ramito”
el cuadro se completa con la madre de ella, en “El Aleph, con el padre.[4] En
los dos relatos lo primero que va a destacarse de la mujer, además de su
belleza y su fragilidad,[5] son
sus manos.[6]
Una prima que ya no
vive y una prima viva, un cuento con final feliz y otro en el que se constata
la desdicha. La ciudad, afuera con su vida; adentro, una casa y una Escuela de
Medicina. Dentro de la casa, un sótano, dentro de la escuela, una sala de
profesores, ambos espacios compartidos con otro hombre, ambos a oscuras. La
oscuridad opera como soporte necesario de la visión extraña. Y ambos, vinculados a una mujer muerta,
primero idealizada, mas tarde percibida como impura.
En un caso, penetrar
al lugar de la revelación se precede por consumo de tabaco; en el otro, por
consumo de alcohol (el cognac de “El Aleph”); hay preparación y hay riesgo,
exasperación de los sentidos y fronteras lindantes con el sueño o la pérdida de
conocimiento.
Hasta aquí María Gabriela Mizraje.
Considero certera e incontrovertible su entera exposición.
Su conclusión también puede ser la
mía:
Toda la idea del
relato dedicado a Estela Canto [“El Aleph”] ya está allí condensada. La
maestría de Borges, quien sin duda alguna leyó este relato de Eduarda (aunque acaso
lo olvidó), la despliega.
En el “Epílogo” de El Aleph Borges declara: “En ‘El Zahir’
y ‘El Aleph’ creo notar algún influjo del cuento ‘The Crystal Egg’ (1899) de
Wells”. Pero nada dice de “El ramito de romero”.
Ahora bien, en muchísimas ocasiones
leí y releí “El Aleph”, acompañado siempre de la sensación de perplejidad que
me producen las que me atrevo a llamar obras
maestras de la literatura. Una sola vez (y por motivos, digamos,
“profesionales”, y con cierta indulgencia culpable) leí “El ramito de romero”,
sin sospechar que la ficción que el prodigioso Borges redactó hacia 1945 algo
tenía de espejo de cierta imaginación de una autora muy menor del siglo XIX.
Fernando Sorrentino
26 de
febrero de 2013
* Este artículo fue publicado en la Revista de la Academia Norteamericana
de la Lengua
Española. lean®anle,
Nueva York, vol. 2, n.º 4,
julio-diciembre 2013, págs. 362-367.
[1] Ficcionario argentino (1840-1940). Cien años
de narrativa: de Esteban Echeverría a Roberto Arlt, Buenos Aires, Losada,
2012, 408 págs.
2 Eduarda nació en Buenos Aires el 11 de diciembre de 1834 (aunque
también se barajan otras fechas: 1832, 1835, 1838) y falleció en la misma
ciudad el 20 de diciembre de 1892. Casada con el diplomático y abogado Manuel
Rafael García Aguirre, se la conoció como Eduarda Mansilla de García.
Sus obras tuvieron muchísimo menos
difusión que las su hermano Lucio Victorio (1831-1913). El médico de San Luis y Lucía
Miranda (novelas, 1860) fueron sus primeros libros. Debido a la actividad
diplomática de su marido, residió varios años en Estados Unidos y en Europa. En
París publicó una novela en francés: Pablo
ou la vie dans les pampas (1869), que más tarde se tradujo al español. Hay
acuerdo en que fue la primera autora argentina de relatos para niños: Cuentos (1880). Escribió, asimismo,
algunas obras teatrales: La marquesa de
Altamira, El testamento. El libro
Creaciones (1883) contiene siete
piezas: una comedia, “Similia similibus” (“Proverbio en un acto”) y seis
relatos: “El ramito de romero”, “Dos cuerpos para un alma, “La loca”, “Kate”,
Sombras” y “Beppa”.
[3] Ficcionario, pág. 89.
[4] Borges: “Consideré que el treinta de
abril era su cumpleaños [el de Beatriz Viterbo]; visitar ese día la casa de la
calle Garay para saludar a su padre […]”. Según se desprende del texto, la
primera visita de “Borges” tuvo lugar el 30 de abril de 1929. Y, desde
entonces, ya no se menciona al padre de Beatriz y la acción se centra en “las
graduales confidencias de Carlos Argentino Daneri”, cuya culminación se produce
en el núcleo del relato, que ocurre nada menos que doce años más tarde: el 30
de abril de 1941.
[5] Mansilla: “[…] di en pensar en mi prima
Luisa, a quien había visto esa misma tarde. Tú no conoces a mi prima; imagina
un cuerpo diminuto, con movimientos inquietos, que recuerdan los de la ardilla;
pon sobre un cuello blanco, muy blanco y que creo suavísimo, una cabecita
coronada de rizos rubios; evoca una fisonomía en la cual campean
alternativamente la dulzura y la malicia […]”. Borges:
“Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada; había en su andar (si el
oxímoron es tolerable) una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis”.
[6] Mansilla: “una manecita preciosa, que
siempre despierta en mí el antojo de chuparla como alfeñique”. Borges: “[Carlos Argentino] Tiene (como
Beatriz) grandes y afiladas manos hermosas”.
Interesante artículo y sensible descubrimiento. Sucede que la asociación de ideas, cuando mucho se ha leído, se incorpora de manera natural y se repite en nuestra literatura por ejemplo, Bioy-Cortázar (una acción que sucede en el mismo hotel en Uruguay) seguro existirán otros casos pero este aporte es en extremo curioso tratándose de quien se trata, felicito al autor por el trabajo, Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarEstoy de acuerdo con Trinelli y agrego que el bagaje cultural de occidente se comparte y se incorpora al subconsciente por lo que muchas veces ya otros pensaron lo que pensamos y escribieron lo que creemos solo fruto de nuestra imaginación.
ResponderEliminarOtra coincidencia o contagio u homenaje en el decir de Levrero en su libro Irrupciones es la producida entre Onetti en Los adioses y W. Faulkner en Idilio en el desierto, claro que lo de Faulkner es de 1931 y Los adioses posterior y que Onetti nunca lo mencionó, recordé esta anécdota y quise compartirla con el autor y los lectores, Carlos Arturo Trinelli
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