lunes, 9 de abril de 2012

Mario Bellatin




Un hombre-loro

     Trabajo como hombre-loro. Llevo haciéndolo desde mi adolescencia y no concibo un  empleo mejor. Con el tiempo he llegado a reproducir no únicamente la voz humana  de mis clientes con total perfección o la de las distintas  personas —vecinos  y amigos— que entran a sus hogares sino incluso a aprender el lenguaje de los grillos, automóviles o a silbar como un canario. También a reproducir los sonidos de electrodomésticos y máquinas. Amo tanto mi trabajo que en las épocas en que estoy desocupado, suelo ir a los jardines de la ciudad. Donde acostumbro a sentarme en las ramas de los árboles y tras pintarme de verde y colocarme las alas, disfruto cantando junto a otros pájaros o repitiendo las palabras que dicen las personas que pasean alrededor de donde me encuentro. Gozo tanto que llego a perder la noción del tiempo. E incluso a olvidarme que todavía conservo mi parte humana. Que cada vez con más dificultad me cuesta expresar. Y el paso del tiempo y mis hábitos me están haciendo olvidar. Porque ni tan siquiera encuentro satisfacción ya dialogando con mis viejos amigos. O con aquella mujer que, cuando estaba pasando penurias económicas, me ofrecía siempre un vaso de leche y un plato de comida. Que yo le agradecía haciendo de mascota  para su hija sin cobrar dinero, los días de fiesta. Días en que solía acompañarle a la feria o al cine con mis alas plegadas, preparado para repetir sus más habituales expresiones y obedecer sus órdenes. Ya que los loros somos unos animales mansos. Adiestrados en la obediencia. Y muy poco conflictivos. Aunque podamos crearle problemas a la gente debido a nuestra capacidad de repetir las últimas sílabas de las palabras que pronuncian habitualmente. Que suelen ser casi siempre tan solo unas pocas. Lo que hace nuestro trabajo más fácil. Y permite que gastemos nuestra energía en mejorar algunos aspectos del personaje que representamos como la postura del cuerpo y la cabeza o el tono y acento en que repetiremos las palabras de nuestros amos. A los que nunca podemos elegir. Porque son ellos quienes deciden si requieren nuestros servicios consultando en los catálogos de tiendas de animales. En los que la demanda de este tipo de servicios es cada vez más grande. Porque las personas se encuentran muy solas. Como le ocurre a la última de las personas para las que he trabajado: la madre de un masajista brasileño que pasaba horas y horas en soledad en su hogar tras la muerte de su marido.
     A la casa de esta señora que trabajaba como declamadora llegué en una época en que ésta preparaba unos textos que presentaría en una ciudad extranjera a la que había sido invitada. Por lo que repetía sin cesar ciertas frases dichas en un idioma que no entendía del todo. Lo que me hizo desarrollar nuevas habilidades para reproducir sonidos que hasta entonces no había escuchado. Puede que por este motivo o porque yo era un presente que el hijo había regalado a su madre, la mujer no simpatizó conmigo aunque, tras pensarlo varios días, decidió que me quedara en su departamento.


En un principio, con el especial tono de voz que su trabajo solía imprimirles incluso a las palabras más simples, se quejó de mis travesuras. Se lamentó de que ensuciaba los sillones, picoteaba los muebles y agitaba las alas cuando ella movía los brazos en los momentos más intensos de los ensayos. Con el tiempo sus quejas fueron disminuyendo. Incluso cuando regresó de su presentación en el extranjero trajo consigo algunos juguetes para loros que encontró en una tienda de la frontera. Desde ese momento, comenzamos a pasar más tiempo juntos en el departamento. La perseguía todas las mañanas hasta el cuarto de baño donde se peinaba y maquillaba. Y después la acompañaba al sofá amarillo donde veía televisión. La seguía a todas partes dentro de la casa. Y llegamos a ser inseparables. Hasta que murió. Y quedé mudo. Encerrado en una jaula que se encontraba tapada con una manta de dormir que el hijo había colocado para que mi presencia no lo distrajera de los preparativos del velorio que se celebraría en las afueras de la ciudad y se extendió durante tres días. Días en los que no tuve comunicación con nadie. Apenas comí y bebí agua. Y únicamente pude desahogar mi angustia repitiendo en voz alta algunos de los versos que solía declamar la que había sido mi ama durante los últimos años. Porque —dada mi estricta profesionalidad— no me parecía justo pedir a gritos auxilio a los vecinos aunque pudiera estar en riesgo mi vida.
     Probablemente debido la tensión sufrida por el fallecimiento de su madre, cuando el masajista llegó se olvidó de mi presencia. Y fue directo a la habitación de la declamadora a descansar necesitado como estaba tras el funeral de un sueño reparador. Del que se despertó en varias ocasiones en el transcurso de la noche al escuchar una voz —la mía— que, en su confusión, no pudo identificar repitiendo algunos de los versos que su madre solía declamar con más asiduidad.
     A la mañana siguiente, cuando el masajista despertó y tomó conciencia de que las voces que había escuchado durante la noche, procedían de mí, me acarició. Me pidió perdón entre susurros por haberme abandonado los últimos días y comenzó a mirarme fijamente porque sentía que se encontraba con el ser que guardaba la esencia, el espíritu de su progenitora, puesto que no solo era capaz de reproducir de las más variadas formas muchas de sus expresiones y versos favoritos utilizando la misma técnica original de recitado que ella acostumbra a usar sino que lo hacía, imitando su voz con una perfección sin igual.
     Desde ese día, no solo el hijo sino los integrantes del vecindario han pasado a considerarme como la reencarnación de la madre. Creen que el fantasma de la declamadora muerta se encuentra en mí. Ya que soy capaz de repetir con absoluta exactitud las palabras con que se dirigía a todos ellos y de reproducir muchos de los consejos que daba a su hijo cuando hablaban por teléfono o éste acudía a cenar con ella. También las colegas declamadoras de la madre del masajista piensan lo mismo. Como demuestra el que hace unas semanas llamaran para acudir a la casa para llevar la mortaja que confeccionaron en el velatorio para mi ama. Pues piensan que quizás podrá servir como arreglo para cuando yo muera. Ya que no cabe duda —como exclamaron cuando me escucharon recitar una canción de Roberto Carlos que ella solía cantar— que soy la madre muerta. Como yo también estoy comenzando a pensar. ■

5 comentarios:

  1. Una transmutación que nos hace reflexionar en un cuento que conforma un universo paradójico.
    Excelente.
    MARITA RAGOZZA

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  2. Es una lástima que no lean a este autor que tiene un estilo tan especial de decir las cosas...Porque vive en un planeta ajeno y su universo atemporal.
    A mi me deja una sensación de que el relator esta en persona tratando de conquistar mi psicosis.

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  3. ¿Cómo soy en realidad? ¿cómo me ven los demás? ¿quiero ser yo mismo o en mi afán de ser amado olvidé quién era? Una crónica del ser y del no ser, contada con propiedad y sin halagos. Me angustió pero no pude dejar de leer hasta el resignado final.

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  4. Me encanta.
    Omito la angustia y me quedo con el loro . Hay alguna fórmula para serlo?
    Muchas gracias.
    amelia

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  5. Una simbiosis alucinante en un relato que deja perplejo al lector, muy bueno, C.A.T.

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