lunes, 9 de abril de 2012

Gerardo Pennini



Otro cuento de Lucero  

Tiene que haberlo visto – me dijo don Lucero esa tarde- se para con esa figura que tiene en la esquina donde antes era el bar de don Pedro. Bueno, siempre no, a la tardecita se va hasta El Trébol, y los domingos en la plaza, frente a la Catedral para la misa de once.
Estábamos hablando del “Gaucho” Amieva, hombre de unos setenta años, una especie de Quijote cetrino siempre erguido e impecable. Sombrero ala ancha, bombacha doble paño como aquéllas que antes venían de afuera, pañuelo de seda y rastra de plata con tirador cubierto de monedas. Cada vez que los chicos le pedían ver de cerca esa colección sonreía sobrador y  les decía
-                  Seguro que sus padres nunca han visto monedas como éstas…vayan, vayan y les cuentan – y les convidaba algún caramelo.
Don Lucero miraba por la ventana hacia la penumbra de la plaza, como si el Gaucho estuviera por ahí.
-                  Siempre fue así como lo conoció, un caballero. Pero la cosa fue que murió la hermana mayor, la Pina que le decíamos. Entonces él quedó a cargo de la mama, porque siempre habían vivido los tres en el campo de El Amparo, usté conoce…
Volvió a mirar hacia la plaza y siguió
-                  Allá en diagonal, ahora hay unos médicos, pero entonces era la casa de un primo del Gaucho, que era primo de mi padre, que lo seguían saludando y le decían sargento, aunque era jubilado de la policía.
-                  ¿Y el Gaucho?-  le pregunté viendo que divagaba.
-                  ¡Ah! Sí…ni él ni la Pina se casaron nunca, los tres menores ya vivían acá en la ciudad, pero ellos seguían apegados a la viejita  pobre, que bajaba poco del campo. Unas bellísimas personas, pero de bastante poco roce, así como usté lo conoció. Con decirle que a la Pina no le faltaban gavilanes, mire, era muy buena moza, pero nada, ni a misa venía, porque iba a la capilla de Paso del Rey a caballo. Montaba mirelá, era como varón para el recado. Pialar no le voy a mentir, pialar no, pero manejaba el lazo con la derecha y las riendas con la izquierda que ya quisiera…
-                  Me contaba algo que pasó con don Amieva – le dije a Lucero para abreviar.
-                  Bueno, no me apure, porque tiene que ver. Resulta que en lo mejor la hermana se le muere. Joven, unos cuarenta, y se murió. Ahí creo que el Gaucho se me puso raro. Se lo veía poco, estaba solo con la viejita. Un día pasó lo que le iba a pasar, doña Mercedes se le enfermó, allá en El Amparo, y se la tuvo que traer al médico. ¡Pobre señora, encontró todo cambiado! Hasta luces en las calles había, y los autos…claro que dejaron la jardinera y el caballo a la entrada, por la estación de tren.
-                  ¿Entonces?
-                  Doña Mercedes se le murió mire… ¡Qué golpe! Para colmo se hicieron cargo los hermanos de acá, el abogado primero que nadie. Una barbaridá de gente en el velorio, eran muy queridos. Yo fui porque eran primos lejanos, y la velaban en el centro, acá a tres cuadras, en el salón de la Sirio Libanesa. En medio de la noche, aparece el Gaucho a caballo. Entró, se cargó a la mama y salió echando chispas por el asfalto. Se fue con la finadita a la casa del Amparo.
Lucero se quedó otra vez con la vista fija en la ventana. Inútil carraspear, golpetear los dedos sobre la mesa, nada, el relato no seguía. De repente me sorprendió señalando con el dedo apergaminado y tembloroso.
-                  Ahí – dijo – ya no está la Sirio Libanesa, hay un banco…ahí jugábamos con amigos, no le hacíamos daño a nadie.
Se pasó la mano por la cara, me pareció que los ojos como ranuras estaban brillosos. Ya un poco nervioso le espeté:
-                  ¿Y qué pasó con el Gaucho?
-                  ¿Lo qué? – parecía azorado y avergonzado – Disculpe, ¿el Gaucho dijo? ¿ Amieva?... No sé mire, me olvidé – abrió grandes los ojos que habían sido negros, ahora grises – Qué barbaridá…me olvidé de qué estaba hablando.

Y le invité un vino, disimulando, cambiando de tema, porque tampoco era cosa de humillarlo al hombre. ■



5 comentarios:

  1. Cuento con final abierto a la ternura del interlocutor del desmemoriado que deja al lector con la intriga, Carlos Arturo Trinelli

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  2. Eso que de tanto saber lo olvidamos cuando se ha vivido casi todo.
    Y la benevolencia del oyente que queda tan pagado como el relator.
    Buen relato.

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  3. Me recuerda las veces en que rememoro algo del pasado lejano, de mi niñez o adolescencia y hay datos de olvidé, quiero confirmarlos, saber con exactitud si eso era así o asá...Y me doy cuenta, con tristeza, que ya no queda a quién preguntarle. Muy bueno, Peninni, escrito con veracidad y ternura.

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  4. No es, por lo visto, un relato convencional pero sí es un trozo de vida, de gente, de recuerdos y memoria, aunque uno está desmemoriado y ausente. Una magnífica pintura de lo que fue el pago chico...

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  5. Me enternece. Es como mirar esos retratos en sepia que uno guarda en cajas y no recodar en que tiempo y espació se dio el hecho.
    Me gustó mucho.
    amelia

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