sábado, 22 de octubre de 2011

GIOVANNI BARLETTI




Giovanni Barletti (Moquegua-Perú 1988) Estudia Derecho en la Universidad Católica de Santa María de Arequipa y es miembro fundador y presidente de turno de la Asociación cultural Juvenil “Los malos muchachos”, organización sin fines de lucro que fomenta la lectura en Moquegua. Publicó en el 2009 la colección de cuentos “El que no corre vuela” (Editorial Dragostea) y más recientemente, en el 2011, el libro de novelas cortas 'Dabai, Chelo, dabai'.

La pelea de su vida

Poco era lo que se sabía sobre Raymundo, como que no ganaba una pelea desde que lo dejó su mujer y se había llenado de gallos. Para esto bastaba pasar por su casa y ver el techo repleto de jaulas. Sobre las penurias de su vida sólo lo que él mismo contaba a sus más íntimos cuando se excedía de copas: Vivía con sus dos hijos pequeños y no llegaba a entender por qué su mujer lo obligó casi a hacerse la vasectomía antes de abandonarlo. Pero la misma naturaleza nos obliga a hurgar más en la vida de un hombre, sobre sus penas, sus alegrías o sus rarezas. Por eso en poco tiempo la historia de Raymundo se volvió de interés general y era triste verlo entrar al coliseo en medio de murmullos y una que otra broma pesada que le gritaban desde las graderías. Hace tan solo dos años era campeón indiscutible de Moquegua y se recorrió el Perú ganando peleas con sus gallos; incluso se barajó la idea de ponerle su nombre al coliseo. Pero de aquellos tiempos ya sólo le quedaban la mirada altiva que improvisaba al cruzar el umbral del coliseo y la costumbre de nunca rechazar una pelea. De ahí que perdía miles de soles cada semana con sus gallos que ni siquiera eran finos o del todo finos y no duraban más de diez segundos en el ruedo. Tenía más de doscientos de esos gallos y aquellos que llegaron a entrar a su casa contaron que en sus jaulas reinaba el desorden. Fue triste saber que viejas leyendas como el Brad, el Bartolomeo o el Tuerto murieron a causa de enfermedades o picoteados por pollos y gallinas. Ya no los entrenaba ni les ponía nombres y cuando perdían los arrojaba a la basura como cualquier cosa. ¡Qué gallo iba a ganar en esas condiciones! Muchas veces amarraba sus gallos con otros que los superaban en peso por tres o cuatro onzas y caían muertos antes del pollón. Pasó de ser el más respetado y temido a convertirse en el contrincante idóneo para aquellos que estaban ansiosos de victorias y dinero. ¿Y qué importaba si se dividía el pollón por su culpa o lo ganaban esos patanes que aún se animaban a apostar con él? Por esa razón los galpones se dividieron y no hubo concentraciones durante dos semanas. Fue demasiado decirle a Raymundo que ya no podía llevar más gallos a pelear.

No se supo nada de él en varios meses y no viene al caso rememorar las distintas versiones que circularon acerca de sus desventuras durante aquellos días de retiro. Lo que si vale la pena contar fue la tarde que reapareció cargando un giro precioso que en el acto se puso a cantar y nos hizo recordar al Brad en sus mejores tiempos. Le había colocado cintas de distintos colores en las patas y apostó mil soles a que su gallo era invencible. Quizás por temor o respeto los galleros comenzaron a mirarse entre sí y el único que se animó a aceptar el desafío fue un sujeto del galpón de Los Ángeles que ya le había ganado unas cuantas peleas. Su gallo ajiseco pesó tres onzas más que el hijo del Brad y aún así Raymundo siguió adelante con su desafío, ignorando las advertencias y consejos de todos los que se acercaron a hablar con él.

Era sábado y las galerías estaban llenas hasta las filas superiores. Se tomaba cerveza al tiempo y los gritos de apuesta colmaban el ambiente. Risas, jolgorio, una que otra discusión que era sosegada con intervención de un tercero o uno de los árbitros. En los intermedios entre peleas se indicaba por el micrófono con quiénes no seguir apostando por hallarse borrachos y no sólo se decían sus nombres, también los describían y era bochornoso. Raymundo aguardaba sentado en su butaca y repetidas veces se dirigió al sector de las jaulas para ver a su gallo. Se le notaba nervioso y vaciaba un vaso de cerveza tras otro sin hablar con nadie. Transcurrieron veinte peleas y la pizarra al borde del ruedo estaba salpicada de sangre justo sobre su nombre, lo cual consideró como buen presagio. Iniciada la pelea el hijo del Brad esquivó el primer embate del ajiseco pasándole por encima y luego le tocó soportar una seguidilla de patadas que acorralaron muy cerca de la posición de Raymundo. Éste se deshacía en gritos: «¡Dale, hijo! ¡Patea! ¡Vamos, hijo! ¡Así! ¡Tú puedes carajo!» Pero el ajiseco era más grande y estaba mejor entrenado, sus patadas eran letales y al cabo de dos minutos el hijo del Brad quedó tuerto. La mayoría de las apuestas eran para él y los más optimistas y románticos ofrecían sólo tablas. El hijo del Brad no se doblegaba ante los ataques y lograba escabullirse por los lados del ajiseco para también castigar su cuerpo. Corría el minuto cuatro cuando se entrelazaron y se detuvo la pelea. Raymundo se acercó a su gallo y con cuidado le sacó del buche el cacho del ajiseco. Las plumas de su torso estaban tiznadas de sangre y su cabeza en carne viva. Para ganar tiempo le sacó el cacho y le puso otro, el gallo respiraba mal y el desenlace era inminente. Lo lanzó al ruedo y atacó un par de veces más, pero era lento y el ajiseco lo dominó sin problemas. Quedó tendido en el ruedo y luego corrió, una, dos y tres veces. Se decretó que el sujeto de los Ángeles ganó la pelea y ambos criadores se aproximaron a recoger sus gallos. Fue en ese momento que Raymundo se abalanzó sobre el ganador y le conectó un puñetazo que lo dejó tumbado. El otro respondió y se trenzaron en una pelea donde ninguno de los dos lograba causarle gran daño al rival. Nadie hizo mucho por separarlos; al contrario, se corrió la voz que ese tipo era el nuevo compromiso de su mujer y faltó poco para que se reanuden las apuestas. En el segundo embiste Raymundo cayó al suelo y soportó varios golpes que nos hicieron cerrar los ojos, pero se puso de pie milagrosamente y después de conectar tres golpes directos al rostro esquivó un cabezazo que significó la última resistencia de su rival. 
Levantó las manos en medio del tumulto general y casi se arma la de San Quintín en el coliseo. Hubo que sacarlo a la carrera y en el taxi no paró de representar extasiado cada uno de sus golpes y movimientos. Fue la mejor pelea que tuvo. ■


1 comentario:

  1. Crudas descripciones cruzadas de sutiles ironías desembocan en un final creativo colmado de pistas, muy buen relato, Carlos Arturo Trinelli

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