La trágica y breve vida de Katherine Mansfield
La rebeldía femenina ha sido una constante del pasado siglo XX. Muchas activistas sociales, escritoras y sociólogas dieron el grito de alarma y convocaron a la emancipación; la última minoría oprimida, la de las esposas relegadas, se declaró en estado de insubordinación. Una de las escritoras que representó esa transgresión del orden establecido fue Katherine Mansfield.
Su vida fue una constante negación de su entorno, un rechazo de su ubicación social, una impugnación de su tiempo. Perteneció a una familia burguesa acomodada que no toleraba ver a su heredera gorda, tartamuda, con lentes. Tanta imperfección no se ajustaba a su categoría social. Había nacido, además, en un confín olvidado del mundo, en Wellington, Nueva Zelandia, con el nombre de Kathleen Beauchamp. Por sus presiones la familia la envió a estudiar a Londres, al Queen´s College, donde su vocación literaria maduró. En las clases de estudios bíblicos Katherine se distraía estudiando las venas en el rostro de su profesor.
Su familia la reclamó y ahí comenzó la gran sublevación. Su disgusto es evidente en cada paso que da. Organiza una expedición a través de la selva virgen neozelandesa. Mantiene numerosas relaciones eróticas, tanto sáficas como heterosexuales. Concibe un hijo de un cantante y para legitimarlo se casa con un patriarcal profesor de música, mucho más viejo que ella, a quien abandona la misma noche de la boda.
La familia decide recluirla en un convento de Baviera. De ahí se escapa para vivir en una pensión donde comienza a vivir con un traductor polaco que le trasmite una enfermedad venérea que padecerá durante mucho tiempo. Pero el polaco hace algo más que eso. Le enseña a leer a Chejov, la convierte en una entusiasta del ruso. La huella se verá más tarde en su propia literatura. Ese episodio es su último vínculo con sus raíces: su madre la deshereda. Se aficiona a tocar el violonchelo.
Regresa a Londres y se inicia la etapa más productiva de su vida. Escribe incesantemente y lleva sus relatos a todas las revistas, a todos los cenáculos literarios. En 1911 publica su primer libro “En una pensión alemana”, basado en su experiencia en Baviera: una protesta contra la irracional ferocidad de la vida cotidiana. Su obra comienza a ser acogida y respetada. Y entonces se produce el gran encuentro: conoce al editor John Middleton Murry que será su ángel custodio, su maestro y su amante. No pueden casarse porque el viejo profesor de música se niega a concederle el divorcio.
A Middleton le escribió: “Aunque viviese hasta la edad de los patriarcas originales de la Biblia , jamás conseguiría amarte todo lo que deseo… Te amo con toda la fuerza de nuestra vida futura, nuestra vida en común, que tan sólo ahora parece haber arraigado y vivir y crecer de cara al sol” Finalmente Katherine había encontrado la paz y la armonía en el amor compartido con un ser semejante.
Cuando publica “La fiesta en el jardín” parece haber llegado a la plenitud de sus fuerzas creativas, libro escrito en Suiza a donde ha ido a curarse de una dolencia fatal. Virginia Wolf la distingue con su amistad. Frecuenta el Bloomsbury Group. Ya es aceptada como una fuerza mayor en las letras inglesas pero se debilita por días: la tragedia asoma en su vida. De una relación con D.H.Lawrence había contraído tuberculosis, que le fue diagnosticada en 1918. Middleton la interna en un albergue en Fontainebleau, cerca de París.
Tras una ausencia Middleton la visita. Para demostrarle su supuesta recuperación sube precipitadamente una escalera y experimenta una súbita hemoptisis. Esa noche muere. Tenía treinta y dos años. Unos días antes había escrito en su Diario: “Quiero la tierra y sus maravillas: el mar, el sol. Quiero penetrar en él, ser parte de él, vivir en él, aprender de él, perder todo lo que es superficial y adquirido en mí, volverme un ser humano conciente y sincero. Al comprenderme a mí misma quiero comprender a los demás. Quiero realizar todo lo que soy capaz de hacer… trabajar con mis manos, mi corazón y mi cerebro. Quisiera tener un jardín, una casita, hierba, animales, libros, cuadros, música. Y sacar de todo esto lo que quiero escribir; expresar todas estas cosas… Quiero vivir la vida cálida, anhelante, viva, tener raíces en la vida, aprender, desear, saber, sentir, pensar, actuar, eso es lo que quiero, a donde debo tratar de llegar”.Todo ello le fue negado pero dejó una impronta indeleble en la literatura de habla inglesa como uno de los pilares del modernismo y legó una huella considerable en sus muchos y devotos seguidores. Lisandro Otero
EL CANARIO
¿Ves aquel clavo grande a la derecha de la puerta de entrada? Todavía me da tristeza mirarlo, y, sin embargo, por nada del mundo lo quitaría. Me complazco en pensar que allí estará siempre, aun después de mi muerte. A veces oigo a los vecinos que dicen: «Antes allí debía de colgar una jaula». Y eso me consuela: así siento que no se le olvida del todo.
...No te puedes figurar cómo cantaba. Su canto no era como el de los otros canarios, y lo que te cuento no es sólo imaginación mía. A menudo, desde la ventana, acostumbraba observar a la gente que se detenía en el portal a escuchar, se quedaban absortos, apoyados largo rato en la verja, junto a la planta de celinda. Supongo que eso te parecerá absurdo, pero si lo hubieses oído no te lo parecería. A mí me hacía el efecto que cantaba canciones enteras que tenían un principio y un final. Por ejemplo, cuando por la tarde había terminado el trabajo de la casa, y después de haberme cambiado la blusa, me sentaba aquí en la varanda a coser: él solía saltar de una percha a otra, dar golpecitos en los barrotes para llamarme la atención, beber un sorbo de agua como suelen hacer los cantantes profesionales, y luego, de repente, se ponía a cantar de un modo tan extraordinario, que yo tenía que dejar la aguja y escucharlo. No puedo darte idea de su canto, y a fe que me gustaría poderlo describir. Todas las tardes pasaba lo mismo, y yo sentía que comprendía cada nota de sus modulaciones.
¡Lo quería! ¡Cuánto lo quería! Quizá en este mundo no importa mucho lo que uno quiere, pero hay que querer algo. Mi casita y el jardín siempre han llenado un vacío, sin duda; pero nunca me han bastado. Las flores son muy agradecidas, pero no se interesan por nuestra vida. Hace tiempo quise a la estrella del atardecer. ¿Te parece una tontería? Solía sentarme en el jardín, detrás de la casa, cuando se había puesto el sol, y esperar a que la estrella saliera y brillara sobre las ramas oscuras del árbol de la goma. Entonces le murmuraba: «¿Ya estás aquí, amor mío?». Y en aquel instante parecía brillar sólo para mí. Parecía que lo comprendiera...; algo que es nostalgia y sin embargo no lo es. O quizá el dolor de lo que uno echa de menos, sí, era este dolor. Pero ¿qué era lo que echaba de menos? He de agradecer lo mucho que he recibido.
...Pero, en cuanto el canario entró en mi vida, olvidé a la estrella del atardecer: ya no me hacía falta. Y aquello ocurrió de una manera extraña. Cuando el chino que vendía pájaros se detuvo delante de mi puerta y levantó la jaulita donde el canario, en vez de sacudirse como hacían los dorados pinzones, lanzó un débil y leve gorjeo, me sorprendí a mí misma diciéndole:
-¿Ya estás aquí, amor mío?
Desde aquel instante fue mío.
...Aún me asombra ahora recordar cómo él y yo compartíamos nuestras vidas. En cuanto por la mañana quitaba el paño que cubría su jaula, me saludaba con una pequeña nota soñolienta. Yo sabía que quería decirme: «¡Señora! ¡Señora!». Luego lo colgaba afuera, mientras preparaba el desayuno de mis tres muchachos pensionistas, y no lo entraba hasta que volvíamos a estar solos en casa. Más tarde, en cuanto terminaba de lavar los platos, empezaba una verdadera diversioncita nuestra. Solía poner una hoja de periódico en la mesa, y, cuando colocaba la jaula encima, el canario sacudía las alas desesperadamente como si no supiera lo que iba a ocurrir. «Eres un verdadero comediante», le decía riñéndolo. Le frotaba el plato de la jaula, lo espolvoreaba de arena limpia, llenaba de alpiste y de agua los recipientes, ponía entre los barrotes unas hojas de pamplina y medio chile. Y estoy segura de que él comprendía y sabía apreciar cada detalle de esta ceremonia. ¿Comprendes? Era, de natural, de una pulcritud exquisita. En su percha jamás había una mancha. Y sólo viendo cómo disfrutaba bañándose se comprendía que su gran debilidad era la limpieza. Lo que yo ponía por último en la jaula era el envase en que se bañaba. Y al momento se metía en él. Primero sacudía un ala, luego la otra, después zambullía la cabeza y se remojaba las plumas del pecho. Toda la cocina se iba salpicando de gotas de agua, pero él no quería salir del baño. Yo solía decirle: «Es más que suficiente. Lo que quieres ahora es que te miren». Y por fin, de un salto, salía del agua, y sosteniéndose con una pata se secaba con el pico, y al terminar se sacudía, movía las alas, ensayaba un gorjeo y levantando la cabeza... ¡Oh! No puedo ni siquiera recordarlo. Yo acostumbraba limpiar los cuchillos mientras tanto, me parecía que también los cuchillos cantaban a medida que se volvían relucientes.
...Me hacía compañía, ¿comprendes? Eso es lo que me hacía. La compañía más perfecta. Si has vivido sola, sabrás lo inapreciable que eso puede ser. Sin duda tenía también a mis tres muchachos que venían a cenar, y a veces se quedaban en casa leyendo los periódicos. Pero no podía suponer que ellos se interesaran en los detalles de mi vida cotidiana. ¿Por qué se iban a interesar? Yo no significaba nada para ellos: tanto es así, que una noche, en la escalera, oí que, hablando de mí, me llamaban «el adefesio». No importa. No tiene importancia, la más mínima importancia. Lo comprendo bien. Ellos son jóvenes. ¿Por qué me iba a incomodar? Pero me acuerdo de que aquella. noche me consoló pensar que no estaba sola del todo. En cuanto los muchachos salieron, le dije a mi canario: «¿Sabes cómo la llaman a tu señora?». Y él ladeó la cabeza, y me miró con su ojito reluciente, de tal forma que tuve que reírme. Parecía como si le hubiese divertido aquello.
...¿Has tenido pájaros alguna vez?... Si no has tenido nunca, quizá todo esto te parezca exagerado. La gente cree que los pájaros no tienen corazón, que son fríos, distintos de los perros y los gatos. Mi lavandera solía decirme cuando venía los lunes: «¿Por qué no tiene un foxterrier bonito? No consuela ni acompaña un canario». No es verdad, estoy segura. Me acuerdo de una noche que había tenido un sueño espantoso (a veces los sueños son terriblemente crueles) y, como que al cabo de un rato de haberme despertado no conseguía tranquilizarme, me puse la bata y bajé a la cocina para beber un vaso de agua. Era una noche de invierno y llovía mucho. Supongo que aún estaba medio dormida: pero, a través de la ventana sin postigo, me parecía que la oscuridad me miraba, me espiaba. Y de pronto sentí que era insoportable no tener a nadie a quien poder decir: «He soñado un sueño horrible» o «Protégeme de la oscuridad». Estaba tan asustada, que incluso me tapé un momento la cara con las manos. Y luego oí un débil «¡Tui-tuí!». La jaula estaba en la mesa, y el paño que la cubría había resbalado de forma que le entraba una rayita de luz. «¡Tui-tuí!», volvía a llamar mi pequeño y querido compañero, como si dijera dulcemente: «Aquí estoy, señora mía: aquí estoy». Aquello fue tan consolador que casi me eché a llorar.
...Pero ahora se ha ido. Nunca más tendré otro pájaro, otro ser querido. ¿Cómo podría tenerlo? Cuando lo encontré tendido en la jaula, con los ojos empañados y las patitas retorcidas, cuando comprendí que nunca más lo oiría cantar, me pareció que algo moría en mí. Me sentí un vacío en el corazón como si fuera la jaula de mi canario. Me iré resignando, seguramente: tengo que acostumbrarme. Con el tiempo todo pasa, y la gente dice que yo tengo un carácter jovial. Tienen razón. Doy gracias a Dios por habérmelo dado.
Sin embargo, a pesar de que no soy melancólica y de que no suelo dejarme llevar por los recuerdos y la tristeza, reconozco que hay algo triste en la vida. Es difícil definir lo que es. No hablo del dolor que todos conocemos, como son la enfermedad, la pobreza y la muerte, no: es otra cosa distinta. Está en nosotros profunda, muy profunda: forma parte de nuestro ser al modo de nuestra respiración. Aunque trabaje mucho y me canse, no tengo más que detenerme para saber que ahí está esperándome. A menudo me pregunto si todo el mundo siente eso mismo. ¿Quién lo puede saber? Pero ¿no es asombroso que, en su canto dulce y alegre, era esa tristeza, ese no sé qué lo que yo sentía? ■
Esa relación de la mujer personaje con el canario es la que muchas veces sentí con la obra de K. Mansfield. Es escuchar una voz que cuenta y cuenta una fiesta en el jardín donde una jovencita descubre y no puede entender que la alegría y la tristeza, la riqueza y la pobreza están cerca pero deciden ignorarse. Es la voz todavía estridente de relaciones sociales del pasado en una pensión alemana.
ResponderEliminarKatherine Mansfield fue una buena lectura compañera que contaba y contaba , como en voz baja y que parecía una revelación personal de sensaciones que yo conocía
Cristina
Considero que este cuento resalta la soledad de los inconformistas de la sociedad, los solitarios, los que se rebelan ante normas estructuradas de la sociedad patriarcal. Una escritura bella e inteligente, un diálogo y un pájaro que definen a la sociedad de las costumbres inamovibles y prejuiciosas.
ResponderEliminarInteligente observadora de la condición humana con una sensibilidad sin artificios nos deja la duda en esas preguntas finales para que el relato sea también un disparador que nos ayude a reflexionar. Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarEscritora que admiro en toda su intensidad.
ResponderEliminarCristina Feres
Demasiada escritora para tan corta vida... que nos ha dejado una obra literaria digna de leerse y difundirse.
ResponderEliminarCelmiro Koryto
Me faltan palabras, por suerte no tuve pajaros cautivos, entiéndase bien , Pájaros...
ResponderEliminarGRACIAS.
amelia