martes, 14 de junio de 2011

EDGARDO KORDON


EDGARDO KORDON

Una luz en el túnel


            Me acuerdo del día de mi muerte. Puedo verme en la sala de terapia intensiva del Hospital Fernández. Me habían llevado después del terrible accidente que tuve en la Avenida Las Heras y Salguero. Un colectivo 60 cruzó con el semáforo en rojo y me llevó puesto. Perdí el conocimiento por un instante pero inmediatamente lo recobré aunque no podía pronunciar palabra ni mover músculo alguno. Sin embargo escuchaba todo lo que pasaba a mi alrededor. Las frenadas de los autos, los gritos de la gente pidiendo auxilio, las puteadas dirigidas al conductor imprudente, la sirena de la ambulancia. Hasta la dulce voz de la doctora a cargo del operativo de emergencia.
            A esta altura de los acontecimientos debo agradecer a los médicos y enfermeros del hospital que hicieron todo lo posible por salvarme. Había llegado en condiciones deplorables. Oía decir a quienes se acercaban a mi lado que era realmente milagroso que siguiera vivo. Pero el milagro duró poco. Unas horas después mi corazón dijo basta y yo sentí pasar las imágenes de mi vida en un instante.
            Me vi en el primer día de clase con el guardapolvo blanco, acompañado por mi madre. Tenía una cara de susto indisimulable pero, al mismo tiempo, una sensación de felicidad que no sé si los chicos de hoy experimentan. Llegar a primer grado era, en aquel entonces, una meta alcanzada.
            Unas milésimas de segundo más tarde, la imagen me reflejaba portando la bandera en una fiesta escolar. Estaba en sexto grado que, en aquella época, era el último de la primaria. Allá iba, gallardo y orgulloso, cargando la bandera de ceremonias mientras el resto de los alumnos aplaudía, al igual que maestras, padres y demás invitados. Mi primera novia y compañera de banco me miraba extasiada.
            Como proyectadas en cámara rápida aparecían escenas desordenadas en el tiempo. Con mis compañeros del secundario en el parque Pereyra Iraola, festejando el día de la primavera. De pronto, como si el director de la película quisiera no dejar pasar ni un detalle, me vi junto a los muchachos del barrio yendo a bailar a “Bamboche”. Allí conocí a Silvita con quien, a mis dieciocho y sus diecisiete, compartimos nuestro primer encuentro de amor y pasión. Era ella quien, en una escena central, me saludaba con un pañuelo. Estaba junto a mis padres cuando partía el tren rumbo a Bariloche. Iba con mis compañeros, con quienes me reencontré hace poco festejando los cuarenta años del fin del colegio, a  mi soñado viaje de egresados.
            Luego me vi casado y con mi pequeña hija sobre los hombros. Solo, en el momento del divorcio. Nuevamente en pareja con mi actual mujer y mi otro niño, festejando su primer cumpleaños. En ese desorden en el que aparecían las imágenes retrocedía en el tiempo. Me veía pequeño, jugando con mi hermano mayor y mis padres. 
            Las últimas escenas, debo decirlo, eran un tanto deprimentes. Los viejos agonizantes, mi mujer y mis hijos sufriendo. Mi hermano, mis amigos. Todos los que me quisieron, apostados frente a mí, llorando lo irremediable. Hasta que me sentí transportado a un túnel completamente oscuro con una tenue luz blanca al fondo. Debía esforzarme para moverme. Su superficie gelatinosa hacía difícil alcanzarla. En el túnel todo era placentero. Estaba muy confortablemente instalado. La temperatura, ideal. No sentía frío ni calor. Ni sed ni hambre. Sencillamente, perfecto. Al cabo de un tiempo que no puedo precisar, horas, días, meses, comencé a sentir que el túnel se iba haciendo menos espacioso. Por un lado me molestaba porque ya no estaba tan cómodo pero, por otro, me sentía mucho más cerca de la luz. Ésta iba creciendo en intensidad hasta el punto en el que pude observar una abertura al final del camino. Hice mis últimos esfuerzos, escuchaba voces del otro lado aunque no alcanzaba a oír con nitidez lo que estaban diciendo. Ya estaba al borde, asomándome al exterior. La luz blanca ya había dejado de ser tenue para transformarse en brillante y ocupaba toda la escena. Al mismo tiempo, los murmullos se transformaban en voces de aliento bajo la batuta de uno de ellos que gritaba con todas sus fuerzas y feliz al verme aparecer:
            –¡Vamos que ya viene! Un esfuerzo más y lo tenemos con nosotros.
            Hice ese esfuerzo y sentí que unos brazos enormes me tomaban, me palmeaban en las nalgas haciéndome llorar y me depositaban sobre el pecho de mi madre, emocionada, junto a mi padre que la abrazaba desde atrás. .■

6 comentarios:

  1. Oh, que final amigo, esa idea de la terapia, la cama de hospital, los recuerdos que vienen y se asientan en el instante. Muy bien llevado este relato pero de más está decir que no me extraña. Un abrazo Edgardo.

    Lily Chavez

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  2. UN MARAVILLOSO CUENTO DE UN MARAVILLOSO ESCRITOR
    TUVE LA SUERTE DE ESCUCHARLO DE SU PROPIA VOZ.

    FELICITACIONES!!!!!

    UN BESO ENORME EDGARDO

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  3. Muy bueno el viaje a la inversa...con la diferencia que partimos del final y en la realidad vamos a él.
    De todas maneras relato que no conviene interrumpir.
    Celmiro Koryto

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  4. ¡Muy bueno! lo sentí como una invitación a viajar en la retrospectiva propia, jugas con mis emociones Edgardo, ¿eso está bien? ;) Saludos. Marian

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  5. Un relato circular, el ciclo de la eternidad que eternamente vuelve a comenzar tratado con eficacia" literaria, Carlos Arturo Trinelli

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  6. Muy bueno Edgardo ! como siempre, el suspenso está latente en cada oracion, el lector ávido de emociones quiere llegar rápidamente al final y cada vez se siente agradablemente sorprendido por el desenlace !!!
    Un abrazo desde Francia

    en donde ya tenés varias lectoras admiradoras !!!!

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