jueves, 17 de diciembre de 2009

Elsa Drucaroff - RELATOS DE LOS QUE...

Relatos de los que no se la creen

Nacieron en la década del 70. La mayoría tiene varios libros publicados. En los últimos dos años, se editaron tres antologías de relatos que ofrecen un mapa de la nueva literatura argentina. ¿Quiénes son, qué escriben, qué los diferencia de las generaciones anteriores? ¿Los temas, la ideología, el tono, la actitud?

Por Elsa Drucaroff

Los que nacieron alrededor de los 70 en la Argentina tienen para contar cosas demasiado diferentes de las que, por ejemplo, podemos contar quienes fuimos adolescentes o jóvenes cuando ellos nacían. ¿Las escuchamos? ¿Nos interesan? En todo caso, tenemos una nueva oportunidad de averiguarlo: ahora aparecen dos antologías más de nuevos escritores argentinos: En celo (Sudamericana) agrupa cuentos sobre sexo elegidos por Diego Grillo Trubba; Buenos Aires escala 1:1 llega en estos días: cuentos sobre barrios porteños antologados por Juan Terranova (Entropía).
Que la literatura argentina no se vende, que sólo consiguen vender unos pocos nombres y que, entre ellos, apenas alguno nació luego de 1960 es algo instalado desde hace mucho y un síntoma significativo. Se le echó la culpa al mercado, pero en todo caso el mercado juega su rol en un círculo vicioso: responde a la demanda. El interés del público también hace al mercado y ha quedado claro que sólo a veces se logra interesar a los lectores porque una gran editorial o un diario importante inviertan en concursos y promoción. Algunos se justifican diciendo que no leen argentinos nuevos porque no hay nada realmente bueno, pero cuando les señalo títulos muy valiosos, nombres que tienen ya mucha obra (a veces notable) publicada, y son invisibles o casi, deben admitir que hablan sin haber leído. En cambio mencionan a algunos autores con visibilidad, ya cerca de los 50 años, que publicaban en la vieja Biblioteca del Sur, lanzada por Planeta hace más de una década, o que promocionaba la desaparecida revista Babel a fines de los 80. De ellos algo leyeron, y a veces los mencionan como prueba de una literatura que tiende a la insensibilidad social, el acriticismo y la frivolidad, o aburre porque está escrita para el gueto de expertos en teoría literaria. Hablan en presente, como si el tiempo se hubiera congelado y eso siguiera siendo lo único que hay.
Algo ha empezado a cambiar hace unos años. Los suplementos culturales ya preguntan por nuestra producción actual y algunas editoriales poderosas dan espacios. Después de la crisis de 2001 surgen muchos pequeños sellos, revistas como Mil Mamuts o La Mujer de mi Vida dedican sus páginas a esta literatura (Mil Mamuts, además, nos contacta con obras latinoamericanas de nuevas generaciones que asombran por su alto nivel). Algo se está gestando, pero todavía no alcanza.
Entre 2005 y 2007 se publican por lo menos cuatro antologías de cuentos de nueva literatura argentina: antes de las dos mencionadas, salen La joven guardia (compilada por Maximiliano Tomas) y Una terraza propia (por Florencia Abbate). Si se piensa que a las dos primeras las publicó Norma, durante mucho tiempo única editorial grande que demostraba interés (ya en los 90 se daba el lujo de publicar literatura argentina, aunque no fuera rentable), que una de las dos últimas, En celo, es de Sudamericana y la primera de una serie, y si se mira el reciente catálogo de Emecé, se ve que la actitud de las empresas editoriales está virando. Por otro lado, que Buenos Aires escala 1:1, sobre los barrios porteños, aparezca en Entropía (uno de los pequeños emprendimientos editoriales autogestionarios, de nacimiento reciente) completa saludablemente el panorama. Pasado en limpio: la nueva literatura argentina ya tiene cierta presencia en las vidrieras del mercado. Ahora necesitamos que los que leen en los subtes y llenan a libro abierto bares de las grandes cadenas en los fines de semana, la elijan. ¿Elijan qué? Este es el momento de repetir la pregunta inicial.
Argentina, no te creo nada. Los que nacieron alrededor de los años 70 tienen para decir cosas demasiado diferentes de las que podemos decir quienes fuimos adolescentes o jóvenes cuando ellos nacían. ¿Elegimos escucharlas? Nueva narrativa argentina, que ya se empieza a abreviar: NNA. Y nueva poesía argentina, consciente de sí desde hace más tiempo. ¿Existen? Sebastián Hernaiz, uno de sus críticos jóvenes, advierte: no se trata de usar lo nuevo como argumento de marketing, etiqueta que se aplica previamente a las obras para venderlas como a un nuevo celular; tampoco de refugiarse en la ambigüedad que nos permite el adjetivo y sostener que es literatura nueva porque la escriben escritores que antes no estaban. “Lo nuevo es interesante cuando es constituyente del hoy, en el hoy –dice Hernaiz–; no es algo bueno o malo en sí, sino algo que pide ser pensado histórica y políticamente.”
Entonces: ¿existe una literatura argentina que no sólo se escribe hoy sino que lo constituye, lo contiene? Respondo: sí. Y (robando la frase a Elvio Gandolfo) diría que, como toda literatura que realmente existe, tiene un piso de obras malas, franja amplia de obras dignas, pirámide de notables, Todo eso es imprescindible, todo eso va nutriendo, de un modo u otro, nuevas producciones.
Aunque con variantes en experiencias y producción, la NNA incluye escritores nacidos después de los 70 pero también después de los 60. Es en estas franjas donde tiende a aparecer ese diferente “constituyente del hoy” que es requisito, no porque no esté en escritores de generaciones anteriores sino porque casi nunca está así.
¿Así, cómo? Diría que la característica más distintiva de la NNA pasa por la entonación. La entonación es eso que más conecta el lenguaje con las vísceras, el cuerpo, el contexto inmediato, la valoración o actitud ante lo que nos rodea. Gritar, susurrar, acusar, quejarse, ordenar, proclamar, denunciar, explicar, dudar, bromear, ponerse serio, todo eso se manifiesta también con los tonos de la voz y la literatura también hace sonar entonaciones de papel. La narrativa anterior entona grito, acusación, proclama, denuncia, reflexión, explicación sesuda; si bromea, es con un fin serio: criticar y denunciar; si juega (como jugaron, cada uno a su modo, Cortázar o Borges), es para hacer preguntas filosóficas que no son juego. Serio concierto sinfónico que inevitablemente tendrá timbales en su parte culminante: ésa es la música de gran parte de la buena literatura anterior. La nueva se toma menos en serio. Predomina la socarronería, una semisonrisa que puede llegar a carcajada o apenas sobrevolar, pero señala siempre una distancia que no se desea recorrer: la que llevaría a tomarse demasiado en serio.
Ninguna entonación es un invento, menos en literatura. Esto no lo inventó la NNA, resuena de modos diversos en algunos pocos escritores de generaciones anteriores, que no casualmente están entre los que más leen los nuevos, o empiezan a ser valorados como merecen sólo a partir de los 90: Hebe Uhart, Fogwill, Ana María Shua, Silvina Ocampo, César Aira (que no me gusta). Pero era una entonación marginal, poco valorada en la narrativa anterior; ahora se desplazó al centro y sus posibilidades se despliegan. Es como si lo que la Argentina hubiera enseñado a los escritores nuevos fuera breve y simple: “No me crean nada”.
Cínicos, lúcidos, bizarros. Como cualquier buena literatura, la NNA valiosa interpela con preguntas nuevas y, queriendo o no, no puede evitar poner en jaque a la sociedad que la produce. Socarronería y distancia se entienden si la gente que escribe fue bebé durante los apasionados 70 y creció mientras la mayoría de los adultos convalidaban (por acción u omisión) un genocidio y una guerra absurda, fue niña y adolescente cuando su patria se hundía sucesivamente en una sanguinolenta paz de cementerio obtenida por la dictadura, una guerra delirante también sanguinolenta, una democracia que pronto desnudó su corrupción e hipocresía, y una cínica fiesta menemista que, ante la euforia masiva, expulsó del sistema productivo a más de la mitad de los compatriotas. Si algo sabe la literatura que se gestó al calor de esta Argentina, es mirar críticamente, pero conoce en carne propia la impotencia de la crítica. Su lucidez sólo puede ser oscura; casi sin eco social, le queda gozar con su sarcasmo, cinismo e ironía. El marcado interés de la NNA por lo bizarro es, en este contexto, apenas un modo profundo de realismo.
Recorriendo novelas y cuentos. Aunque estén incompletos, aunque falten nombres, aunque muchas de estas series se entrecrucen y no haya espacio para desarrollarlas, tracemos recorridos en la NNA:
Infancia e iniciación, narradas pocas veces desde el realismo “puro”, casi siempre desde uno agujereado por el exceso expresionista: Pablo Ramos, Selva Almada, Paula Varsavsky, Fabián Casas, Juan Incardona, Ariel Bermani.
Textos relacionados lejanamente con el “realismo social”, ahora despojado de dramatismo y urgencia, hasta teñido de humor (Marcos Herrera, Bermani, Fabián Casas, Alejandro Parisi, Ramos), o de absurdo, o siniestro, o casi de fantástico (Alejandra Zina, Mariana Enriquez, Beatriz Vignoli, Luis Sagasti, Claudia Feld).
Irrupciones del fantástico donde, a diferencia de Borges o Cortázar, no se busca ni un centro del mandala ni un saber (Gustavo Nielsen, Samanta Schweblin, Fernanda García Curten, Alejandro López).
Minimalismo para narrar (según autodefinición de Félix Bruzzone) una “juventud sin prioridades”: Eduardo Muslip, Federico Falco, Romina Doval, Ignacio Molina, Claudio Zeiger (en ellos funciona, pero se está volviendo receta). Pasado en el presente: el traumático 1976 como fantasma, generaciones con la conciencia atormentada por el peso de muertos que no conocieron y por la complicidad nunca asumida de los vivos (Bruzzone, Ignacio Apolo, Mariano Dupont, Alejandra Laurencich, Patricia Suárez, Martín Kohan, Carlos Gamerro, Patricia Ratto, Mariano Pensotti, Guillermo Martínez).
Visita cuidadosa a géneros masivos: ciencia-ficción (Alejandro Alonso), policial clásico (Guillermo Martínez, cuentos de Eloísa Suárez), policial negro expresionista (Gamerro, Vignoli, Pablo Toledo).
El viaje, reformulado respecto de la antigua y brillante serie que trazara David Viñas (Gabriel Vommaro, Suárez, José María Brindisi, Carlos Schilling, Patricio Pron, Maximiliano Matayoshi).
La pregunta por vivir y escribir en las fronteras, en las obras de dos orillas de Ana Kazumi Stahl y Andrés Neuman.
La frustración política argentina: Miguel Vitagliano, Florencia Abbate, Gamerro y Pedro Mairal (en cruce con ciencia-ficción).
Los excesos del cuerpo, como si a falta de certezas fueran lo único confiable (Fernanda García Lao, García Curten, Gabriela Liffschitz, Andrea Rabih, Viviana Lysyj, López, Gamerro).
Fascinación crítica ante los medios masivos (Juan Terranova, Ingrid Proietto, Bettina Keizman, Mairal, Vignoli).
Claro que muchos recorridos se entrecruzan y hay otros posibles, ¡y más nombres! Además, en las cuatro antologías de cuentos (centradas en los más jóvenes) hay obsesiones: el exilio económico y el futuro clausurado en La joven guardia; la perversión y lo bizarro en Una terraza propia; cercanías entre el sexo y el consumo mercantil, preguntas por los límites y los riesgos del placer, historias de iniciación en En celo; fascinación por los márgenes de la ciudad porteña, sarcasmo ante sus pretensiones de Primer Mundo y Europa en Buenos Aires escala 1:1.
Como pasa con cualquier antología, las cuatro muestran panoramas con piso y techo, aunque la única que fija un límite al piso es La joven guardia, y las otras tres son demasiado permisivas. En todas faltan prólogos más profundos, y hubiéramos preferido que el gran cuentista Abelardo Castillo, en La joven guardia, leyera los escritores que presenta y no los subestimara con paternalismo (también preferiríamos que los nuevos no permitieran ese prólogo). Sin embargo, el valor de muchos cuentos (a veces la mayoría) justifica plenamente los cuatro emprendimientos. En En celo y Buenos Aires escala 1:1 sobresalen de modos distintos, junto con otros escritores, los textos de Oliverio Coelho (definitivamente, lo suyo es el cuento corto), Maximiliano Tomas, Nicolás Mavrakis, Leonardo Longhi, Federico Levín, Joaquín Linne, Sebastián Martínez Daniell, Hernán Vanoli, Josefina Licitra, Mariela Ghenadenik, Natalia Moret y Hernán Arias.
Entre el genocidio y la boda. “En marzo del ’76 desapareció papá. En agosto nací yo, el 23. Y en noviembre, dos días antes del nacimiento de mi prima Lola –con quien me casé a los veintisiete–, desapareció mamá. Mi tío Hugo –padre de Lola– dice que en el ’78 yo, frente a una TV recién comprada, ya gritaba ‘tin-tina, tin-tina’. Después de eso, y antes de casarme, pasaron varias cosas.”
Así comienza un cuento de Félix Bruzzone, revelación de las dos últimas antologías. Y así podríamos dibujarle el marco –metafórico, metonímico, más allá de cualquier obra literaria específica, de cualquier trama y estilo– a toda la NNA: pasaron varias cosas y hay una literatura nueva que las está pensando.
A lo mejor la sociedad argentina admite que esa tarea es urgente y le pertenece, y entonces lee lo que sus jóvenes escriben. Así, tal vez, este país deje de impartir a los que siguen naciendo su triste enseñanza: “No me creas nada”.

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