viernes, 14 de junio de 2013

Ernesto Ramírez




Fiama: interludio entre sombras


Es una mañana luminosa. El parque reluce moteado de sombras. Sombras que la primavera esparce con esmero. Escenario espacioso, vital, donde se exhiben escenas de una obra cuyos roles, bien definidos y ensayados hasta el hartazgo, se reinventan para perdurar en cartelera. Hay actores decadentes alimentando a las palomas, están los neófitos iniciándose en el inveterado arte de la antropofagia mutua y los que él llamaría-llamaríamos- plenos, que satisfechos de sí, entre diálogos y gestos vigilan a sus brotes. Como la mamá de Fiama, incrédula en su afán maternal de que pasara ya año y medio –cálculo aproximado del hombre con el que concordamos plenamente.
Sabe –sabemos- que la niña así se llama pues la madre no para de vocearlo. Fiama es linda, vivaracha, y en la barbilla babeada ríe un vívido lunar, dando más brillo al parque. Corre por el sendero tras los gorriones, -una carrera breve e infructuosa de no más de tres metros que a pesar de ello inquieta a la madre, sentada frente al hombre, nuestro hombre, a la que el recorrido se le hace insufriblemente mayor- abre los bracitos acopiando sol, sonríe a los viandantes, vuelve y se abraza a las aliviadas piernas maternas. Extremidades éstas que han llamado la atención del hombre y que define como bien torneadas y supone elegantes al andar desplazando ese cuerpo a ojos vistas bien formado coronado por un rostro atractivo. No ve el hombre ningún lunar en la cara de la mujer por lo que atribuye el de la niña a los genes paternos y aquí piensa en lo afortunado de ese hombre. Fiama se suelta de esas piernas, cruza la senda y se detiene junto al hombre que está leyendo.
Porque nuestro hombre lee. Lo hace sentado en el banco de un parque de una ciudad mediterránea, a la media mañana de un día de un quinto mes del año solar. A su frente hay una gran fuente y está rodeado de árboles y de gente entre la que pasa desapercibido con su libro, su barba, y sus ropas baratas y gastadas por el uso. Su aspecto es desalineado, aunque no llega a ser sucio, y diríamos que tiene la aguja del indicador de la ilusión bajo la línea de reserva. Lo decimos por haberlo observado otras veces en otros días y a horarios diferentes aferrado a la lectura pero al mismo tiempo al parque, como si ese espacio fuera una patria, un mundo, o un universo en sí donde  leer, ser, pensar, durar… para un hombre que ha dejado de ser joven sin llegar aún a ser viejo. Lee ensimismado bajo el mismo sol que le ha entibado la piel durante las cincuenta y pocas páginas giradas de su libreto personal –arriesgamos esta apreciación basados en lo antes dicho.


Fiama se ha colocado delante de él y lo contempla por sobre La vida breve. Busca sus ojos y le sonríe pero algo le hace bajar la mirada. Al instante queda extasiada examinando la grava durante un longevo, y a la vez, efímero minuto. El sol la recorta a un lado, se aparta sin quitarse la vista, voltea y se busca detrás. Gira de nuevo y se observa boquiabierta salir de sus pies y sin rasgos tenderse sobre la grama cual duendecito siamés. Vuelve a mirar al hombre como interrogándole ¿Ves “eso” que me sigue, qué es, tal vez un truco tuyo? ¿Por qué lo haces, acaso buscas confundirme, no entiendes que estoy descubriendo, aprendiendo, forjando mi ilusión? Reacciona y sale corriendo a pasitos tartajosos, se detiene a comprobar si “eso” sigue pegado a ella. Sigue. Reanuda su corta prisa plena de novedad y a la madre emocionada, su dedito aventurero, señala el misterioso hallazgo.
Vemos al hombre sonreír enternecido mientras se –nos- dice: “Sí, sí, ya sé que todo es nuevo para ti y que todo lo quieres, mas justamente eso no es nuevo. Todos quisimos todo alguna vez, hasta comprender que incluso todo el todo es insuficiente para tantos. No sé, acaso tu tengas suerte y consigas un algo del todo, un algo que sea auténtico y te haga ser feliz de verdad.” Mientras tanto la hermosa mujer ha tomado de la mano a la niña y adaptando el paso al ritmo e intereses de su hijita, se van alejando de la escena.
Retoma entonces el hombre –nuestro hombre- la lectura de Onetti.

En tanto está entretenido con la novela, aprovechamos a dejar constancia de que no lo llamamos “nuestro hombre” por haberlo comprado, o porque nos haya sido regalado, y mucho menos por presumir que sea un producto de nuestra imaginación. Si no por lo invariablemente común de su historia personal; de la que no vienen al caso detalles porque poco aporta que sea albañil o informático, casado o viudo, de Aries o de Piscis. Y que lo sitúa en ese inmenso limbo de intranscendencia donde transcurre la vida de infinidad de personas. Creemos y diremos sí, que al parecer tiene un amigo en algún lugar con el que intercambia correspondencia. Un amigo con el que comparte vivencias y puntos de vista, ambiciones, decepciones y excepciones. A veces, por sobre su hombro, el hombro del hombre, hemos husmeado en las cartas –lo reconocemos no sin cierto empacho- e incluso recordamos párrafos y pasajes tanto de las escritas, como de las leídas por él en las incontables horas pasadas en el parque. A modo de ejemplo, para saber algo más del hombre, a continuación citamos dos de ellos. No sabemos cuál es de quien -damos fe de que ambas caligrafías son muy parecidas- por lo que no podemos afirmar si era la misma epístola que fisgoneamos cuando el hombre la escribía y después decidió releer, o era la respuesta de su enigmático amigo. 


…así es querido amigo, somos manejados y ultrajados por la misma sociedad canalla y voraz que nos contiene, y que, paradoja brutal si las hay, nosotros mismos hemos forjado en nuestro afán de tener más y más. Con esa necesidad de poder y reconocimiento que nos atormenta. Sociedad que nos obliga a hacernos un hueco a codazo limpio –codazos en la mejor y más honesta de las hipótesis- para no ser fracasados que el resto ignora y olvida. Una historia repetida hasta la hartura de generación en generación. Con todos esos hombres que a pesar de las apariencias, en verdad no son más que un cúmulo enorme de fracasos al cubo revolcados en el gran fracaso, alelados por esa novela canallesca escrita por un loco*. Porque, te aseguro amigo mío y esto con total conocimiento de causa, no hay nada más ficticio, más vano, que el triunfo.    


…debo decirte que hoy acepto esta suerte de intranscendencia, de marginación, como algo lógico, no como un acto de resignación, aunque a veces sienta la necesidad de intentar revertirlo. De salir a codazo limpio, y más si fuera necesario, a reclamar mi cuota de todo sin importarme si eso implica que alguien, en algún lugar cercano o distante, se quede sin nada. Pero son apenas dicotomías propias del hombre. Además entiendo que ya no soy el mismo, que las fuerzas no son las mismas y ni siquiera las necesidades los son. Que ha pasado mucha agua desde la primera vez que me asombró mi sombra – ya te he dicho creer que la consciencia de nosotros mismos, de nuestra existencia, se da a partir del momento en que descubrimos nuestra propia sombra, por lo que no resulta un contrasentido que acabemos siendo una sombra de lo que fuimos- y se hoy que tras cada hombre hay otra sombra, una que el sol no evidencia. Una sombra que la gran mayoría no se detiene a desentrañar, que incluso suele ignorar. En mi libro de cabecera, que también leíste y ya hemos comentado, el personaje, Braussen, busca de continuo huir de ella. Para ello crea heterónimos a los que imagina toda clase de avatares para intentar arrojar algo de luz a su desgastado espacio. Siempre tan llano, gris, reiterativo. Y seguro en las calles, en los parques, y en todas esas casas, y en todos esos nichos que se superponen hasta tapar el sol con sus espaldas de cemento, entre todas esas personas que se mueven, transcurren y habitan;  hay muchos Braussen que ni siquiera saben que viven vidas recreadas, tan enamorados que están de sí mismos, tan ciegos ante la realidad, tan enajenados por sus ínfimos y deformantes triunfos.


Una ráfaga bulliciosa de colores aparta a nuestro hombre de la lectura haciéndole levantar la vista. Ve pasar, risueñas y acaloradas, unas escolares corriendo tras un niño que, según parece, las ha incordiado. El niño es más rápido y el esfuerzo hace que las futuras mujeres transpiren copiosamente a pesar de vestir ropas livianas y cortas. Lo fugaz de la imagen no le deja detalles vívidos exceptuando las mejillas. Una bandada de mejillas enrojecidas por el calor y el afán, semejando redondas e inocentes manzanas ignorantes todavía del eufemismo asignado a esa fruta. La que hace rato no se ve es Fiama. La última vez que la vio –que la vimos- por el rabillo del ojo, se alejaba del lugar tomada de la mano de la madre. El hombre no sabe exactamente cuánto tiempo ha pasado desde eso, absorto como está en la historia. Ocupado en las peripecias, en las frustraciones y en el inevitable fin del personaje. Porque en la novela como en la realidad, piensa y estamos de acuerdo, el final es un lento, pesado, y ajado sobretodo que se nos pega a la piel y nos enlentece haciéndonos aparcar la osamenta durante largas horas en el banco de un paseo, de un patio o de alguna plaza; para simplemente sentir al tibio sol calentarlo, mientras leemos o recordamos, o embarcamos al intelecto en ambas actividades para evadir la realidad. Y al elucubrar esto rescata las realidades del personaje y piensa, evocando a Calderón, en lo voluble de ese término. De inmediato recuerda un amor intenso y absoluto que vivió hace años. Ella se llamaba Adelina y era una mujer increíble que estaba locamente enamorada de él y a la que él amó mucho. Era además una escritora de relevancia, alguien que según la prensa especializada estaba revolucionando la poesía contemporánea. Él también escribía mas lo suyo no era relevante ni mucho menos. Se conocieron en una velada literaria a la que no estaba invitado y literalmente se coló. La relación, la de ellos, si no la primera ni la única de las aludidas en voz baja –ambos estaban casados cuando se enamoraron- acabó naufragando en ese contexto social donde los prejuicios se imponían a toda revolución. Acosada por una enfermedad que le robo la mitad de su esplendor y por la censura con que la hipocresía les humillaba, desesperada, Adelina se internará en una decisión drástica y profunda que los separará para siempre. No sabe porque motivo en el recuerdo, Adelina lo llama por otro nombre, uno que ahora, no reconoce como suyo.


Decide volver a la historia –a pesar de saberla casi de memoria- y dejarse de recuerdos. El personaje está tan trastornado a causa de sus invenciones que ya no distingue la ficción de lo real…Está sentado en una plaza de la ciudad en la que transcurre su acontecer, mas no es seguro que esos escenarios sean auténticos. Como tampoco lo es que él sea quien piensa que es, ni siquiera que sea lo audaz, lo suficiente y bien sucedido que, al parecer, está siendo. Ni lo gris, sin suceso, y falto de ilusión que se nos antoja. Ni tampoco todo lo renovado que, por momentos, se siente, ni lo viejo que, por pasajes, nos parece. En ese lugar está viviendo una aventura amorosa de tal intensidad y entrega que acaba superado por el poder de la relación. Llegaron al punto en que no hay más por alcanzar ni como retroceder por lo que nada tiene ya sentido. Es cuando decide matar a la mujer para que la vida –y aquí no sabemos si se refiere a la vida misma o a la de ensueño- vuelva a tenerlo. Una carcajada desaforada lo distrae -distrae a nuestro hombre- y busca en el horizonte inmediato al responsable. Son dos atractivas adolescentes que caminan del brazo levantando con los pies las hojas secas que acolchonan el sendero. Supone se cuentan cosas muy divertidas: precoces intimidades, cotilleos del instituto, o picardías propias de la edad. Ambas coquetean con un joven bien formado, de bellas facciones y ensortijada cabellera rubia, que pasa en sentido contrario. El chico se detiene y dice algo a una de ellas. Los dos acortan distancias hasta encontrarse y en su agenda, la vida, marca un nuevo comienzo, una nueva realidad o ensoñación. La cabeza del muchacho se interpone entre el hombre y la muchacha, por lo que no puede ver –aunque no precisa verla para saberlo- la triunfal sonrisa que le ilumina el rostro. En tanto la no elegida, la perdedora, se aleja dando la espalda a ese potencial futuro del cual fue excluida. Pero sólo el tiempo dirá si en verdad la favorecida logró hacerse con una porción valiosa del todo o si por el contrario, la que verdaderamente ha salido beneficiada es la que se marchó. Lo mismo vale para el joven. Aprovecha el hombre y mira a su rededor a ver si Fiama anda por allí, pero no, no la ve, ni rastro de ellas. Y al percibir que recurrió al plural se sorprende a sí mismo intentando evaluar si la madre de Fiama es feliz en su matrimonio, si en verdad el padre de la niña es su “algo valioso” del todo, o si acaso la relación navega en la desdicha y lo único rescatable sea justamente el bello e inocente retoño de ambos.


La palabra rastro lo retrotrae a su juventud. Entusiasmado por las películas de espionaje que veía sin cesar, decidió apuntarse a un curso de detective privado. El curso fue muy provechoso y aprobó con las mejores notas. Luego montó una pequeña oficina y comenzó a trabajar. Claro, al principio nada fue como en los filmes. Sólo casos pequeños, la mayoría de ellos domésticos, sin ninguna emoción. Pero al cabo de un par de años fue contactado por un señor mayor poseedor de una gran fortuna. El acaudalado empresario lo contrató para desenmascarar a un socio sospechoso de estafarlo. Estuvo casi un año investigando y haciéndose pasar por ornitólogo –lo que lo obligó a leer mucho sobre el tema –pues el defraudador era un apasionado de las aves. Así pudo establecer una relación e incluso entrar en su casa, donde colocó micrófonos y reviso cuanta gaveta había hasta recabar las pruebas necesarias. Esto le reportó una importante cantidad de dinero, además de prestigio, que fueron la base, el punto de partida, de la fortuna y el renombre consolidados en los años siguientes...Lo raro es que también en este recuerdo su nombre, el que consta grabado en la chapa junto a la entrada de la oficina, no concuerda con el suyo. Con ese nombre que aunque ignoramos, es el que identifica al hombre, a nuestro hombre del parque.


Paulatinamente el parque ha ido tomado un cariz antojadizo como si el tiempo y la rutina diaria entretejieran un entramado brumoso en el que las personas se superponen a los elementos y la fuente, las farolas y los árboles se pueblan de rostros y risas y miradas girando sobre él en un frenesí silencioso y lejano, como si el principio y el fin de las cosas se hubieran dado cita en ese parque de esa ciudad mediterránea. Como si la historia que lee y su historia y la de todos acabaran de ser mezcladas en una batidora gigantesca. Y él, junto a Braussen y sus alter egos, a Fiama y su bella progenitora, a él amando a Adelina, a él desenmascarando al socio timador, a él cuando vestía ropas elegantes, a él cuándo usaba la barba bien recortada, a él cuando todavía daba codazos, a él cuando tenía todo un futuro por delante; no pudieran diferenciarse en esa aleación en la que sucumbió el entorno, en ese engrudo de roles, en esa realidad efímera, en esa ficción rotunda. El chillido de unos gorriones o jilgueros -el hombre no sabe diferenciarlo y a nosotros no nos interesa esclarecerlo- enfrascados en una revuelta sobre las ramas peladas de los árboles y un remolino de viento frío que le cachetea las mejillas de ida y vuelta, lo sustrae de sus cavilaciones. Vemos entonces como una gran consternación se va plasmando en su semblante:      

“No fueron más de veinte páginas, acaso veinticinco…” Piensa al levantar la vista del libro tras el dedo que lo incordia y descubrir ese rostro, grotesco y derrengado, que lo mira incrédulo desde unos brillantes y hambrientos pececitos varados bajo una porrada de sortijas de sol, a pocos palmos del suelo. ¿Acaso le conoce? El hombre lo observa fijamente, inspecciona esa barba descolorida y llena de greñas, la gorra raida, las facciones atroces atrapadas en esas dos ojivas de vida nueva y aunque calla, sabemos que esa cara le resulta tan familiar como a nosotros. Sacude la cabeza y observa a su alrededor. “Está todo o casi todo: la fuente, la gente, los árboles, aunque no queda ni resto…” y creemos comprender a pesar de no concluir la frase. El chiquillo, embargado de sorpresa, sin apartar su mirada luminosa de los ojos de nuestro hombre, reclama su atención. Le está señalando con el dedo la sombra que ha descubierto. Sombra proyectada por su pequeña talla bajo el anémico sol del invierno. Un poco a su derecha, desde una plenitud que irradia lozanía, sonriente; la joven mujer, de espléndido lunar en el mentón, da voces al niño.
                                                                Ernesto Ramírez 


*Frase acuñada por Alfredo Zitarrosa en su composición “Guitarra Negra” y que alude a la televisión.

2 comentarios:

  1. El autor nos tiene acostumbrados a la literatura filosófica, aunque esta vez es en prosa. En mi opinión muy bien lograda. El transcurrir del tiempo y nuestra incapacidad para comprenderlo en un relato que es casi una parábola.

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  2. Como en un juego de cajas chinas el relato se va forjando a sí mismo en la medida que lo abrimos y tomamos conciencia de nuestra finitud, saludos, Carlos Arturo Trinelli

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