viernes, 14 de junio de 2013

Diego Hernán Sandro

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Nacido en San Justo en 1977, inició su carrera periodística en 1997 participando en diversos medios gráficos y radiales. Amante de los libros de Dumas y el cine de John Ford, en el presente escribe literatura…

APACHE

A los territorios al norte de Nuevo México llegaron tres jinetes con sus monturas; marchaban lentos, como si llegar no estuviera en sus planes. Con un solo vistazo, un observador avezado habría notado que transitaban por un sendero cuya principal cualidad era la de proteger de las miradas curiosas. Dos eran hombres, uno más bien anciano, el otro de casi 40 años. La dama era, además, la esposa del primero y marchaba a la cola del grupo, confiándose de cerca a la orientación masculina.
El largo y viejo vestido se le enredaba en la silla y limitaba sus movimientos, haciendo que el caballo tuviera la responsabilidad de conducirla por aquel territorio: media hectárea de arboledas que, combinados con los tonos rosados del horizonte daban al lugar un aspecto sereno. El calor, constante en aquellos parajes, atraía moscas y mosquitos. La mujer veía en los insectos una señal inequívoca de la proximidad de las aguas. Y no se equivocaba, a pocos metros de esos territorios corría el Río Grande, como una bendición para las tierras áridas. A esa fuente de agua debía el bosque su existencia, sus altas copas, su colorido verde profundo.
Viendo próxima la llegada de la noche, el hombre joven, sin alejar el ala del sombrero de la línea de los ojos, detuvo la marcha y anunció su deseo de acampar. El tiempo era bueno y pasarían la noche bajo algunos de los árboles que los rodeaban. El anciano le preguntó si sabía hacer algo, el hombre le contestó que sabía encender el fuego y montar. Y contó una historia trágica sobre el último que intentó vencerlo en una carrera. El anciano sabía que a esa clase de personajes le gustaba exagerar o inventarse virtudes, pero entendió la respuesta y supo que la responsabilidad de traer alimentos sería suya. La noche empezaba a hacerse oscura y una leve neblina apesadumbraba el aire. La humedad de la vegetación los rodeaba en aquellas tierras poco conocidas todavía. El viejo creyó percibir algo como una señal entre las hojas y las ramas; imaginó que podría tratarse de alguna liebre de cola negra. Con una rama y unas telas fabricó una antorcha, tomó su rifle y se perdió en la espesura.
Bastó que se dejaran de oír los pasos del anciano para que el hombre fijara su mirada en en la mujer. Aquella figura, de la que el lector imaginará las intenciones, estaba acostumbrada a tratar con pistoleros ariscos y a escapar de las garras de los alguaciles de mano dura. Convivía desde hacía muchos años con la peor calaña de tipos del oeste; un ato de insubordinados y hostiles a los que, en su mayoría, había visto pendiendo de la horca. El hombre sabía que toda esa gente había vivido y había muerto exactamente como le pasaría a él, en el mismo hoyo del desierto, porque alli todos nacían con sus destinos trazados. Sus caminos nunca habían mostrado grandes opciones. Sus pocas opciones dependían de su velocidad para jalar el gatillo. Lo otro eran las barajas —que eran casi peor que jalar el gatillo— pero los hombres como él no andaban por la vida satisfechos de su fortuna. De una u otra forma, en aquella época la justicia descansaba en uno o ambos costados de la cintura. El resultado era el triunfo del desamparo.

Ajeno a todo este cuadro, un espectador que aún no se ha presentado al lector miraba el par de personajes intuyendo lo que iba a suceder. Un nativo, de los que el hombre blanco bautizaba como apaches, estaba en la copa del árbol inmediato al que utilizaban los viajeros. Una camisa y un pantalón de cuero bien cosido, un morral entre las piernas y un trapo en la frente para evitarle la caída de los largos cabellos oscuros en la cara. ¿Qué hacía allí? Había salido de cacería y rastro de un ciervo lo había llevado lejos del campamento. Se disponía a volver cuando escuchó los cascos de los caballos y encontró refugio con gran agilidad entre el follaje. La casualidad puso a los jinetes junto al tronco en cuya cima se mantenía silencioso y expectante, confiándose a su destreza para ocultarse en esas tierras y a la sabiduría de sus ancestros por los que nunca se habría dado a conocer a un hombre blanco. La noche calurosa daba el resto del cuadro.
Todo sucedió tan a prisa como una ráfaga de tiempo. El pistolero se lanzó contra la mujer dejándola sin ninguna posibilidad de resistencia, le cruzó las manos por la espalda hasta dejarla aprisionada, la besó para taparle la boca y rodaron al piso. Desde la oscuridad del bosque sonó un golpe seco, un destello de piedra filosa chilló cruzando el viento y se incrustó en la espalda del hombre dejándolo inerte en pocos segundos. Cuando la mujer notó el peso inanimado del cuerpo, gritó desde el más profundo horror y se lo quitó de encima como pudo. Con pánico vio la flecha en la espalda del muerto, recta, triunfal, pero también amenazante. Corrió hacia el fuego y buscó una rama, pero los nervios le impedían concentrarse en encenderla. El anciano volvía hacia el resplandor reconociendo los gritos de su esposa.
La encontró de pié junto a las llamas. Vio el fuego, a su mujer, el cadáver y se acercó de prisa. Le apartó las lágrimas del rostro que parecía todavía un tejido puro y pálido y le consoló el llanto asustado que le había causado la presencia de la muerte. Ella, quizás, íntimamente, había terminado encariñándose con ese buscapleitos, el mismo que los había arrastrado a la frontera con la promesa de nuevas y seguras tierras para el trabajo. El les había dado esperanzas. Así que ahora allí, ante ellos, yacía también su futuro. ¿Acaso esa muerte no representaba volver a conducir diligencias entre los áridos y peligrosos senderos de postas del oeste, a escuchar la arrogancia de los pasajeros ricos y la mendicidad de los pobres? ¿No acababan de sentenciarlos a una condena o sería todavía peor caer en prisión por el homicidio del pistolero?
La mujer recordó que el viejo se lo había dicho, la frontera era todavía más peligrosa que los caminos. Se lo había dicho mugriento, dolorido y ensangrentado a la vuelta de uno de sus tantos viajes atacados por hombres como ese, que ahora yacía a sus pies. Volvió a detenerse en su camisa blanca manchada de tierra y el chaleco negro que terminaba en una flecha. El marido le ofreció el hombro a la altura de su rostro y se abrazaron.
El anciano temía que le esperara la cárcel. Él, que nunca había pasado ni una hora tras las rejas, siempre sostuvo que aquella era la peor de todas las calamidades. Al maltrato y el hambre se le sumaría el encierro; la vida como una monótona cuenta regresiva. Y si aquella de la flecha en la oscuridad no resultaba convincente, lo aguardaba la condena. Se dijo que el alcalde no le creería que ese matón había muerto a manos de otra persona. Cualquiera sabíra que esos dos hombres solos en el desierto, con una dama en medio, parecían sentenciados a matarse.

Cuando la mujer alzó la mirada percibió movimientos en el follaje. Podía tratarse de un viento fuerte pero igual se alejó y le señaló al anciano un punto en la penumbra de la noche. Junto al tronco se hizo visible el cazador indio.
El viejo cargó un nuevo cartucho rojo, apuntó su rifle, las hojas se agitaron y la estampida barrió la figura junto al árbol. Se quebró el tiempo en la noche calurosa. Sonó un chillido; un instante después, el cuerpo pesado empezó a deslizarse; buscó en el morral, tomó un chuchillo afilado y cayó en el piso. Los esposos esperaron un momento y después se acercaron mas tranquilos y lo vieron ya sin vida, envuelto en pieles, hojas y sangre. No se movía. Retiraron de la mano el cuchillo y le acercaron la fina cuerda que tensaba la vara con forma de arco.



2 comentarios:

  1. Un sitio donde la vida vale poco da pie al drama que se resuelve sin remordimientos con la muerte del más débil. Amena y entretenida lectura, Carlos Arturo Trinelli

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  2. Gracias por publicarme. Abrazo.

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