jueves, 13 de junio de 2013

sefarad


HISTORIAS DE VIDA

El fenómeno de la transculturación  y la  memoria de los pueblos
El Chaco Argentino  ¿Tierra de leche y miel?

Mujeres sefarditas: Estrella, Alegría, Reina, Sultana…

El presente es un relato  fragmentado y adaptado, perteneciente a  Oro Guini de Abraham, turca emigrada a la Argentina y radicada años después en Resistencia, Chaco. Su relato fue publicado en el libro Mujeres Inmigrantes. Historias de Vida (Dunken, 2002) de Ángeles de Dios de Martina

La herencia de Sefarad

             ¡Vamos a América, tierra de leche y miel! Así contaba mamá que decían en Turquía,  cuando la gente pensaba emigrar. Allá soñaban con estos destinos de abundancia y fertilidad  de  que tanto se hablaba.
Era un saludo bíblico, de felicidad y buen presagio para los que partían,  y también  de un gran simbolismo. La leche,  porque  es alimento;  y la miel,  dulzura.  Ése era el saludo de despedida cuando el hijo se marchaba a un destino lejano: "¡Qué el camino se te haga de leche y miel! Que todo sea para bien, que trabajes bien y que tengas suerte! Era la bendición de la madre".
Pero esas palabras, con las que mi abuela despidió seguramente a  mamá y a sus hermanas cuando abandonaron  Esmirna, no se cumplieron tan fácilmente,  porque a ellas se les hizo muy difícil el camino de la inmigración. Aquí tuvieron que trabajar mucho y sufrieron grandes penurias para alcanzar ese progreso que tanto esperaban.
Mamá vivía con sus padres y hermanos en un barrio muy pobre en las afueras de Esmirna. Se llamaba "la judriá", es decir la judería. Ellos eran  sefardíes. Sus antepasados pertenecen a los judíos  expulsados de España en 1492,    que emigraron hacia Turquía, en aquel entonces, el Imperio Otomano.  Por eso no tuvieron  problemas con el idioma porque hablaban el ladino, un dialecto judeoespañol
Entendían todo porque no hay mucha diferencia con las palabras del español, por ejemplo decían: déyalo, tómalo. Era como un castellano antiguo. Cuando nos reuníamos en familia nos contaba cómo eran las costumbres de aquellos tiempos y como vivían. Por ejemplo, cerca de su barrio estaba el karatach, un lugar aristocrático; y en los alrededores de la plaza, el agarbazar o gran bazar, un mercado donde era posible comprar exquisiteces como los boyos de acelga y queso o los trabados mostachudos un postre con  nueces y miel.
Entre pregones y gritos, los pequeños comerciantes enunciaban dátiles, higos secos, almendras, aceitunas negras, garbanzos o lentejas.  Algunos caminaban por las calles ofreciendo roscas de sésamo o diferentes clases de comidas cuyo olor inundaba el mercado. En las paredes de los negocios se exhibían las telas bordadas,  y las alfombras y tapices, ocupaban lugares especiales con el fin de mostrar su calidad y colorido.  Era común ver entre tanta gente  a los vendedores de vajilla de cobre, a la fabricaban  artesanalmente.
También nos contaba que los parroquianos y mercaderes bebían té o café turco, y con las comidas, un rakí, que preparaban con alcohol de uvas y anís disuelto con agua cuyo sabor es muy fuerte.  Los hombres fumaban el tabaco en el narguil y era posible comprar en la calle las pipas  Kumer, blancas y porosas, preferidas porque absorbían  el humo y filtraban la nicotina.
Cuando vivía en Esmirna, mamá tenía el oficio de  bordadora.  Lo hacía sobre terciopelo con hilos de oro, y  en un taller donde trabajaban varias mujeres.  Ella era la jefa del lugar, y mi suegra, que tenía la misma ocupación en esa dependencia, me decía que era muy exigente con las artesanas.  Había aprendido el trabajo de sus antepasados porque los expulsados de Sefarad llevaron a Turquía esos oficios tradicionales.
Los bordados eran muy finos, con motivos preciosos que formaban guardas de flores y hojas. Con ellos hacían principalmente almohadones o cojines para adornar las camas o sillones. Este pedazo de terciopelo está bordado por ella, tiene como cien años ¡qué prolijidad y perfección! Ahora que lo vuelvo a mirar, me parece que haré un cuadro con él porque es el recuerdo más lindo que tengo de ella. Pero claro, todo este trabajo que hacían en interminables horas, se pagaba muy mal.  No lograban cambiar su situación en nada.  Por eso decidieron emigrar.

Historias de familia

Mamá se llamaba Oro.  Nosotras, las mujeres sefardíes, tenemos nombres así: Rica, Alegría, Reina, Sultana. Son nombres muy significativos y apreciados por nosotras. En Marruecos, por ejemplo, a donde emigraron judíos sefardíes desde el sur de España, las mujeres llevan también esos nombres que hacen referencia al cielo y los dones de esta tierra como  Estrella, Luna, Sol, Fortuna, Orovida.  ¿Verdad que son hermosos?
Había días en los que mamá estaba más confidente que en otros. Cuando evocaba su tierra me solía contar no sólo cómo era la vida y costumbres en Turquía, sino cómo decidió su viaje y se instaló aquí para siempre.  Emigraron tres hermanas: la bojora, es decir la mayor -Estrella-, Oro y Reina.  Viajaron con su dote en previsión de los futuros matrimonios que allá decían kudussin, porque así era la costumbre del pueblo sefardí.  La dote de ella era una gruesa cadena de oro de un metro de largo, y cuando llegó el momento de la boda, la cortaron en trozos iguales, uno para cada hermana.
Aquí se conoció con papá.  El había viajado un tiempo antes con su amigo, Alberto Guini, que más adelante decidió traer a su familia.  Como papá ganaba bien en aquel entonces en la provincia de Entre Ríos, lo ayudó a pagar los pasajes de las hermanas.  El de ellos fue un amor a primera vista porque cuando llegaron a Resistencia a esperar a las viajeras, papá le dijo a mamá: Yo me caso contigo y dentro de un mes vengo a buscarte.  Y así fue. Cumplido el plazo vino a buscarla y se casaron en Concordia.  Fue el  5 de marzo de 1920,  ella tenía diecinueve años y papá treinta. No recuerdo la fecha de su nacimiento pero fue  los primeros días de enero de principios de siglo. Papá le llevaba once años y había llegado a la Argentina en 1918.  Cuando se casaron, ella ya tenía el ajuar, completo porque en Esmirna lo preparaban desde jovencitas. Vivían muy pobremente, pero el ajuar, era sagrado.
Mamá trajo para ese acontecimiento, con el que seguramente soñaba, unos baúles grandes, hermosísimos de madera,  con aplicaciones de terciopelo  labrado en las partes laterales de afuera.  Las terminaciones eran de bronce. Dentro de esas arcas, bien acomodados, venían los acolchados de plumas, las sábanas de hilo fino, todas bordadas, mantas y cobertores.  Esta carpeta para la mesa que conservo con especial cariño, la fabricaban en Esmirna con técnicas de aquellos tiempos.  ¡Si parece nueva, aunque la lavo en el lavarropas!  Trajo también un almirez de bronce que heredó mi cuñada porque mamá deseaba que quedara en poder del hijo mayor, y el ghifre para hacer el café a la turca. Había comprado  la vajilla completa de cobre, que usaba a diario. Todo relucía en la cocina de casa, porque mamá, era exageradamente limpia y ordenada. Mis hermanas y yo la lustrábamos con ceniza porque en ese tiempo no existía el Relusol.
Me acuerdo de que los acolchados tenían el color del confite, todos blancos, impecables.  Para los roperos preparaba las carpetas, los taparropas con puntillas, todo almidonado, y para blanquear la ropa, usaba la lejía que nos enseñó a fabricar en casa. La preparábamos así: por la noche,  dejábamos  un fuentón lleno de agua con dos o tres palitas de ceniza  disuelta, y que al asentarse, el agua quedaba clara, clara y con eso, al día siguiente, se lavaba.  En casa no usábamos lavandina.
Nosotras aprendimos desde niñas las tareas de la casa como mamá nos enseñó.  No teníamos personal de servicio y hacíamos todo el trabajo doméstico.  Los viernes eran días de mucha tarea.  Se ventilaba la casa, limpiaban los pisos y cambiábamos las fundas de los acolchados que eran muy alegres, de telas con arabescos y motivos turcos. No solamente se colocaban las fundas, sino también  había que coserlas para que quedaran firmes.  Eso se llama caplear, y para  armar la cama, se los envolvía con esas fundas y con ellas nos tapábamos.  Al acomodar las camas, los acolchados debían caer al costado hasta el suelo, bien prolijo.  Era un trabajo que hacíamos solamente las mujeres. Llegado el día señalado, mamá decía: ¿a quien le toca caplear hoy?...Susana, Rica, Reina...Era por turnos rigurosos.
Durante un tiempo, mis padres vivieron en Concordia; después, se radicaron en el Chaco, porque mamá extrañaba mucho a sus hermanas.  Pero aquí las cosas no fueron como ellos pensaban, tuvieron que trabajar de sol a sol para criar a sus hijos y educarlos.  Éramos cinco hermanos: Alejandro, Susana, Reina, Moisés y yo.
Conservo recuerdos muy emotivos de mi infancia en relación a mamá. Ella no sabía leer, al igual que sus hermanas, que  eran analfabetas porque en aquel tiempo las mujeres no recibían más instrucción que la doméstica. Además,  las condiciones en que vivían en Esmirna eran de extrema pobreza y de mucho trabajo para poder sobrevivir. Ella aprendió sólo a firmar, más bien a dibujar su nombre: Oro, con dos circulitos que unía con cuidado. Mi suegra,  que tampoco sabía leer ni escribir, aprendió con papá que les enseñaba a las dos con infinita paciencia. Él era una persona muy culta. Además de ser ebanista egresado de una escuela técnica de París, sabía español, francés, griego y turco.
Pero aunque no sabía leer, mamá tenía una sabiduría ancestral, el conocimiento de las cosas simples que había aprendido de sus padres y que le fueron indispensables para la vida y la atención de su familia. Ella nos transmitió las costumbres y el amor a nuestra cultura sefardí.  En cambio, papá nos inició en el conocimiento y las creencias religiosas, y gracias a ellos, nosotros continuamos con esta tradición y amor a la tierra de nuestros antepasados.

Canticas y romanzas
A mamá le gustaba cantar y decir poesías.  Así aprendimos las canticas y romanzas sefardíes que aún recuerdo:
Tres hermanicas eran,       
tres hermanicas son
las dos están casadas
y la otra en perdición.
Su padre con vergüenza
a Rodas la mandó.

Un castillo fraguó
ventanas altas
y mares hondos
para que no suba varón
ninguno.

Una vez me ocurrió algo curioso y emocionante.  Estaba en un hotel de Punta del Este junto con Susana y escuchamos cantar a una mujer. ¡No podía creerlo! Eran las canciones que mamá nos enseñó en nuestra infancia.  Preguntando llegamos hasta la persona que  las cantaba y resultó ser una turca de Esmirna que ahora tiene  casi noventa años. ¡Las mismas canciones! Algunas que casi no recordaba. ¡Tanto tiempo había pasado! En cuanto le contamos esto, también ella se sorprendió y nos hicimos grandes amigas y, por supuesto, nos pusimos a cantar las tres aquellas viejas canciones sefardíes.  Para no olvidarlas más, las anoté en mi libretita de direcciones. Aquí tengo una.
La sirena está loca
quiere que la quiera yo
que la quiera su marido
que tiene la obligación.
Si la mar fuera de leche
los barquicos de canela
yo me mataría entera
por salvar a mi bandera

Mamá nos contaba que mientras bordaban en el taller, cantaban siempre y así se les pasaban las horas y se entretenían.  Desde que éramos niños escuchábamos canciones para todos los acontecimientos de la vida: el recién nacido, el que va a la escuela.  Recuerdo especialmente una que recitábamos para la fiesta de Pésah.
Ella para todo tenía refranes y sentencias y así los aprendimos sin darnos cuenta y yo también las digo porque  son expresiones de la sabiduría popular, simples y precisas, por eso los sefardíes suelen decir refranico mentiroso no hay. Recuerdo que mamá decía con frecuencia cuando quería señalar  que algo era inoportuno: "a la hora horada, fraguar la privada".  Este refrán lo repetimos siempre en  la familia.

Los abuelos y la tradición judía

Cuando yo tenía unos siete años, vinieron desde Esmirna mis abuelos maternos, Moisés Guini y Rica Yasbed.  Nosotros los llamábamos abuelos o papú y babá.  Fue un acontecimiento familiar que no olvidaré porque, además de su presencia en casa, para mí significó un mayor acercamiento al mundo de mis padres que a veces me parecía tan lejano.  Ellos hablaban el ladino, por lo tanto, no tuve ninguna dificultad para entenderlos.
Me parece ver a la abuela Rica. Se sentaba en el suelo con el bol de cobre que trajo de su tierra y preparaba la masa para hacer los boyos con golpes de puños, tal vez para hacerla más liviana.  Ella cocinaba solamente comidas turcas: tallarín reinado, niños envueltos en hoja de parra o de repollo -zalmá de col- y que ella llamaba hiaprak. Como en ese tiempo no se conseguía carne káser porque no había personas que supieran hacerlo, mis padres la preparaban poniéndola en sal y agua dos o tres horas. Los pollos los cortaba mi padre de una forma especial para desangrarlos. El arroz se hacía frito a la turca y los garbanzos ¡tan ricos! con acelga, carne y cebolla.  Después tomaban un cafecico turco, por supuesto.
En los días de fiesta se preparaban postres especiales, la baklava y el greibe que solían acompañarse  con almendras, figos secos y damascos.  El nacimiento de un niño era la oportunidad para preparar un menú diferente.  Se agasaja a la parida con dulce de pétalos de rosas rojas, que nosotros llamamos koyá
La babá se vestía con unos batones largos con dibujos turcos, y se cubría la cabeza con un pañuelo.  Tenía varios, de distintos colores, bordados a mano, eran muy vistosos.  Llevaban una especie de medallitas redondas que les caían sobre la frente como si fuera las que usan las gitanas. Recuerdo que ella lo llamaba carsaf.  Salía del baño y  se ataba ese pañuelo. Lo llevaba siempre puesto.  Jamás le ví el cabello. Usaba también un delantal, el mandil, que le llegaba hasta las rodillas.  A la abuela la recuerdo por su dinamismo para las tareas de la casa.  Siempre dispuesta para el trabajo.
El abuelo usaba a diario un pantalón blanco de algodón, y entre las piernas, ceñido a la altura de las pantorrillas, llevaba una especie de chiripá que llamaba el chalvat.  Arriba, se cubría con un blusón abotonado, y en la cabeza llevaba el fez de terciopelo con borla de color rojo.  Así vestidos, se sentaban a la puerta de mi casa a conversar y observar el movimiento de la gente de la calle. A mí me encantaba mirarlos y me quedaba con ellos escuchando su charla.  Me parecían maravillosos, venidos de otro mundo.  Mi abuelo era un personaje interesante y yo lo adoraba.  Nunca cambió esas ropas por las que se usaban en la Argentina.
Mis padres y los abuelos tomaban por la tarde el cafecico.  Lo preparaban con el gifré, un recipiente pequeño de cobre con mango largo, que también trajeron de Esmirna. Nunca se acostumbraron al mate.
Papá nos enseñó desde niños las prácticas de la liturgia y su significado.  Yo cumplo absolutamente con todas. El día del Perdón -Ion Kipur-, por ejemplo, estoy las veinticuatro horas en la sinagoga sin mojarme siquiera los labios.  Es la celebración más solemne del calendario judío. Los días más sagrados son los viernes a la noche: se comienza con el encendido de las velas y la preparación de una mesa de lujo.  Así se espera al shabat.  Nosotros hacíamos dos oraciones importantes, que llamamos tefilot.  En la primera se encendían las velas y la otra era la del pan. Solo para Ion Kipur se hacen tres oraciones al día: sajarit o tefilá en la mañana; minhá al mediodía y arbit al caer la noche.  No vengo a casa para nada.  Es un día de ayuno y abstinencia total.
Para el Año Nuevo Judío -Rosh Hashaná- que se celebra en los meses de tisrí (septiembre-octubre), preparo una gran mesa con la mejor mantelería y vajilla y celebramos el año nuevo igual que lo celebran los cristianos.  Este año, por ejemplo, fue el dieciséis de septiembre y celebramos el año 5725.  Después, el treinta y uno de diciembre, también celebramos la otra festividad de año nuevo.
"Ir al Salón", como acostumbramos decir cuando nos reunimos los de la colectividad, me produce un placer muy especial.  Además de orar, tengo oportunidad de mirar el trabajo que hizo papá cuando llegó al Chaco, el Arón o Acodesch, es decir el armario, donde se guardan los rollos de la Torá.  Los días de grandes festividades, el rabino abre el armario la saca y coloca con gran solemnidad sobre una mesa para la lectura de las sagradas escrituras.
A los que no saben, yo les cuento que ese trabajo lo hizo papá cuando era joven.  Me siento muy orgullosa por todo esto.  Es de madera labrada, y las pinturas en dorado son símbolos e inscripciones en hebreo.  Es una pieza artesanal  que seguramente hizo con mucho cariño. El lugar donde nos reunimos los sefardíes de Resistencia, se llama Asociación Israelita Latina "Merced y Verdad", y está en un edificio que se construyó en mil novecientos treinta y dos, pero el mueble creo que se hizo unos años antes.

Papá era un hombre fabuloso.  Con el trabajo de ebanista no le fue siempre bien.  Hizo muebles de tipo provenzal, mesas, molduras para sillas o armarios que representaban flores o pájaros.  Pero no siempre había este tipo de trabajo. En un tiempo se dedicó a la venta callejera de jabón Federal por lo que tenía que hacer largas caminatas por la ciudad y los barrios para tener algo de ganancia.  Cuando las cosas no anduvieron bien en Resistencia, se fueron con mamá a Quitilipi donde instalaron  una verdulería, pero lo que más le gustaba era su trabajo de ebanista.
Mamá lo ayudaba en la atención del público, pero más se ocupaba de nosotros y la casa.  Ella era muy exigente, particularmente con las mujeres para que aprendiéramos a desenvolvernos bien en las tareas domésticas.  Pero papá, él era muy divertido y conversador con todos.  A mí me encantaba cuando por las noches nos contaba cuentos.  Siempre decía lo mismo: -¿En qué quedó?- preguntaba respecto de la noche anterior, ah, si!  Y continuaba: -Montaña yube, montaña baixa, llegamos a Egipto, y después inventaba todo, siempre le agregaba cosas de lugares que para mí eran desconocidos y exóticos.  Conservamos unos libros que trajo de Francia relacionados a sus trabajos de ebanista, las herramientas y el diamante con el que cortaba el vidrio, porque algunos muebles llevaban aplicaciones de este material.  Todo esto lo heredó un primo que vive en Israel porque es el único de la familia que aprendió el oficio.
Recuerdo que mamá sufría de jaquecas y de asma.  Murió muy joven, a los cincuenta y dos años, pero ella no se quejaba de nada.  Tampoco añoraba su tierra porque alcanzó a ver a sus hijos casados y conoció a sus nietos.  Cuando nació mi primer hijo,  ella ya no andaba bien y mi abuela estaba enferma, por eso no pudieron cumplir con esa tradición sefardí tan linda en la que se agasaja a la parturienta -nosotros decimos la parida- en ocasión de tener un hijo varón.  La tradición es así: en la casa se preparan los piñonates, unas masitas dulces,  y se las coloca sobre hojas de naranjo seleccionadas y bien lavadas.  También se hacen confites de almendras; los confites porque son el símbolo de dulzura, y las almendras lo son de la pureza.  Esto lo debe  preparar la abuela materna del recién nacido el día que se lo circuncida para convidar a los que concurren a la ceremonia.
Después, cuando el varón cumple trece años, que es la mayoría de edad religiosa, se celebra otra ceremonia importante, el bar misvá.  Entre los sefardíes decimos que el varón "ya cumplió miñán" o "poner tefelín" porque durante esa ceremonia el joven se ciñe por primera vez los tefellim o filacterias.
En cambio, cuando nace una mujer, se la fada o se realiza el fadamiento o las fadadas para imponerle a la niña su nombre en hebreo.  Es una fiesta social más que religiosa.
Me siento muy feliz al contar esta historia acerca de mi madre.  Su paso no fue en vano. Creo que si bien abandonaron Turquía porque la pobreza y la falta de oportunidades los agobiaba, ella demostró ser muy decidida para venir a una tierra extraña a su medio, desconociendo sus costumbres y sin saber leer ni escribir.  Afrontó todos los cambios con mucha voluntad, ayudó a papá con su trabajo y nos crió y educó con gran esfuerzo.  Valoro sus enseñanzas  porque así nos transmitió el orgullo por nuestra cultura judeo-sefardí la que todos continuamos.

Volver a las raíces

Hace muchos años decidí viajar a la tierra de mis padres.  Fui porque tenía no sólo la necesidad interna de conocer el lugar de nuestros antepasados, sino sentirla de cerca, ver a la gente, ese mundo tan particular que mis padres nos transmitieron con sus canciones, cuentos y dichos que poblaron nuestra imaginación.  Fui con mi marido, y en cuanto descendí del avión, besé la tierra de Esmirna con  gran emoción y agradecimiento. Había llevado un frasquito en el cual junté tierra, y a mi regreso, puse un poco en la tumba de mamá y otro en la de papá. Años más tarde, regresé con mi hermana Susana y volvimos a recorrer todo, acompañadas de ese espíritu casi religioso y la necesidad de reencontrarnos con nuestros ancestros.  Ahí uno se sumerge en sus propias raíces y se encuentra con uno mismo.  Pese a la distancia y diferencias con nuestra patria, nos sentimos muy unidos a Turquía y a Sefarad.
Evocar la historia de mamá ha sido bueno no sólo para mí sino también para mis hijos y nietos.  Es el testimonio que les dejo de la abuela y la bisabuela cuyos recuerdos están siempre presentes.  Yo también quiero decirles cuando vayan por esos mundos el saludo bíblico que nos une simbólicamente: "que se les haga el camino de leche y miel".



6 comentarios:

  1. Miro el correo, lo abro y me encuentro con algo MARAVILLOSO, tanto por el contenido como por el ESTILO DE REDACCION, que parece como si fuera alguna "turcana" que lo está "hablando"
    Muy bien redactado y muy vívido. Parece que estás hablando. Evidentemente eres una "maestra con magia" para escribir.
    Al señor Abraham, padre, ebanista, lo conocí y lo entreviste cuando escribí la Historia de la cole ashkenazi (la de los rusos-polacos, etc.), porque así como él hizo para los "sefaradim" el Aron (armario) Hakodesh (sagrado) -donde se guardan los rollos de la Biblia- también hizo el mismo para los ashkenazim (palabra derivada del hebreo ASHKENAZ, que es el nombre de Alemania en hebreo, y de allí deriva ashkenazi o sea el hombre que vive o su origen es de la zona de Alemania, que luego – con las guerras – esas zonas pasaron a ser Rusia, Polonia, Hungría, etc. Ashkenazim es el plural de azhkenazi.) En castellano serian sefaradies y ashkenzies.
    Muy emocionante lo que escribiste y realmente me pone muy feliz y te quiero felicitar mil veces.
    Dos sugerencias:
    1) Hace muchos años una profesora Orovich u Horovich de soltera, profesora de literatura, quien escribió un libro recopilando cantigas sefaradíes. No sé si se ocupa todavía.
    2) ANTES de publicar alguna cosa de esos temas, me ofrezco para asesorarte en las palabras hebras o ladinas para que se escriban correctamente. Los errores son insignificantes, pero no cuesta nada escribirlos correctamente, porque las actuales generaciones distorsionan las palabras por falta de conocimiento.
    Te mando mil besos junto con mil felicitaciones. Y seguí, seguí…………………. Julio Mazo desde Israel




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  2. El texto tiene perfume a nueces y a miel y el sabor amargo de las raíces; la tibieza de las manos que acompañan la niñez,y el frío del desarraigo. Mil gracias Angelita, y como dice Julio Manzo, continua con estas historias de vida, para deleitarnos y mantener viva la memoria.
    Ofelia

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  3. Emotivo por añadidura, los relatos familiares tienen el sabor de la fruta en tiempo, del dulce que impregna el alma, de la canela que sabe a nostalgia, de la almendra que tienta. Muchas gracias por esta entrega tan bella. Disfrute la lectura y me encantaria compartir nuevas entregas. ElsaJana.

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  4. TODO INMIGRANTE A NUESTRO PAÍS O TENIDO QUE EMIGRAR DEL SUYO HA SUFRIDO LA LEJANÍA DE SUS AMORES, TIERRA COSTUMBRES. TUVE LA POSIBILIDAD DE CONOCER IZMIR HOY UNA CIUDAD MARAVILLOSA Y LA RECUPERABA EN LA MEMORIA A MEDIDA QUE AVANZABA EN LA LECTURA DE LOS TEXTOS. ME INTERESAN MUCHO ESTOS ESCRITOS, RECUERDO A MIS ABUELOS ITALIANOS SUS COSTUMBRES QUE SIEMPRE MANTUVIERON VIVAS, EL ESFUERZO, LA RESPONSABILIDAD, LAS GRANDES COMILONAS GRINGAS. gRACIAS POR RECORDARNOS LA INFANCIA PROPIA Y LAS COSTUMBRES DE PAISES TAN DIFERENTES. ATTE. MARTA COMELLI.

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  5. La mujer, guarda de la memoria, entibiece el corazón, cuida de los retoños, nos conecta con nuestras raíces. Admirable ejemplo el de nuestras mujeres inmigrantes que enriquecieron a nuestro país.
    Señora Ángeles de Dios, usted con sus escritos, es continuadora, pertenece a esta línea de mujeres que guardan la tibieza en el corazón de la humanidad.

    Olga Ajma

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    1. Amigos:
      la historia de esta mujer sefardita, a igual que la de otras inmigrantes, tiene para mi connotaciones especiales porque soy hija y nieta de inmigrantes andaluces y vascos. Las tradiciones orales y lo que hemos observado y aprehendido de ellos, quedan en nuestra vida arraigados por siempre. Gracias por los comentarios tan generosos. Con la historia de Oro me ocurrió algo muy conmovedor. Ella cantó una canción, y luego a dúo la interpretamos entre las dos.Ella lo hacía en recuerdo de su madre, y yo sabía de sus estrofas porque la misma cancion la cantaba mi padre, natural de Almería, aprendida a su vez de mi abuela a quien no conocí. Esto demuestra una vez más que las tradiciones y el amor a la tierra se transmiten de generación en generación y es en general la mujer portadora de esas riquezas como bien lo señala Olga. Varios siglos pasaron de la expulsión de los sefarditas de España, y aún muchos entonamos canciones de cuna o versitos aprendidos en nuestra niñez.
      Deseo que nuestros descendientes así lo entiendan y lo hagan con sus hijos. Ángeles desde Resistencia, Chaco

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