domingo, 28 de abril de 2013

Gerardo Penini Campanas de hierro


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Campanas de hierro
campanas de muerto
golpeando el silencio
del pueblo desierto

Bajar en la Terminal de Córdoba y caminar hasta la Universidad en el año setenta y nueve era para inconscientes o insensibles. Las personas normales poníamos un pie en el andén y ya sentíamos la opresión del ambiente. Cosas ominosas y verdeoliva cruzaban a cada rato las calles. Controles policiales en las esquinas, frenazos, sirenas.
Con esa sensación de plomo en el estómago entramos al comedor universitario pasando dos controles previos. La cosa ya venía mal. El Flaco nos recibió y mientras comíamos una de las últimas comidas antes del cierre de los comedores, nos contó cómo fue que se llevaron a su compañera, una chica de San Luis que no llegamos a conocer. De allí lo acompañamos a la pensión en el Barrio Clínicas, fugados en recuerdos de la secundaria y tratando de cantar o silbar tangos, creando una burbuja en aquella Córdoba a punto de la derrota.
Sirenas.
Las primeras semanas pasaron en la distracción del trabajo nuevo, noble trabajo de carpintería, hasta que la realidad se coló. Llegaron unos iraníes, persas para nosotros, que escaparon del extremismo religioso en su país, que además no era el suyo, sino el que se había apoderado del suyo. Porque eran azeríes, extranjeros en Irán. Nosotros éramos extranjeros en nuestro suelo. Alrededor del asado de bienvenida comenzaron a contar las trágicas historias de sus familias destruidas por el fanatismo musulmán, y el relato de esas torturas nos hizo quedar en silencio repensando imágenes que no veíamos pero conocíamos como palpables, imágenes de las desapariciones cotidianas, de cadáveres en la primera plana de los diarios complacientes, cómplices.
Sirenas
El Flaco no se repuso y al tiempo lo internaron en una clínica psiquiátrica. Nos quedamos solos. Teníamos miedo de conocer gente, no sabíamos con quién estábamos hablando. Quedaba el reducto de la peña “Tonos y Toneles” donde se podía cantar folklore correcto, filtrado y aprobado, cantarle a una tierra ajena, a pájaros que ya no volaban, al viento que huía, a la luna empañada; pero nada más. Los comentarios eran en voz muy baja y mirando a los costados, la Negra Sosa se había ido, Tejada Gómez se había ido. Tantos otros se habían ido y seguíamos aquí, pasando los controles policiales.
Una noche, al salir de la carpintería fuimos a emborracharnos en los alrededores de la Terminal, buscando los lugares más sórdidos. No fue nada, sólo una anécdota. Una joven muy joven, tal vez adolescente, ofreciendo sexo a cambio de un choripán y algunas cervezas.
Salimos perdidos, confundidos.
Sirenas.
Pasamos por una vieja casona con ventanales enrejados que abarcaban desde el piso hasta un techo de chapas estampadas a unos cuatro metros de altura. Pisamos los tres escalones de mármol acanalado por los miles de pisadas y repisadas, subidas y bajadas. Entramos a un salón decrépito con arañas de hierro bajo el techo artesonado traído un siglo atrás por los ferrocarriles ingleses. No sentamos a una mesita y pedimos ginebra. Mala señal, pedimos ginebra. Terminamos casi cayendo al piso mientras un enano sentado sobre una pila de cajones de manzana tocaba el acordeón y viejas prostitutas bailaban entre ellas.
Un vendedor de café callejero – también viejo-  rodó de la silla y cuando lo levantaron para que se fuera gritó “Viva Perón” y allí nos echaron a todos.
No nos pasó nada, tuvimos suerte porque el tipo de verde que nos detuvo solamente nos levantó en el camión verde y cuando llegamos a un enorme patio nos hicieron manguerear y barrer todo. Como a las ocho de la mañana nos soltaron.
Sirenas.
Creo que en esos días me contaron que al petiso Pereyra lo tiraron al dique.
Mentira, cómo van a tirar gente al dique sin que nadie se dé cuenta.
Sirenas.
Después de trabajar fuimos a la casa de Magali y Esther, compañeras de discusiones, asambleas y cineclub. Cuando golpeamos la puerta desde adentro una de ellas gritó “Está abierto” y al entrar las vimos rodando en la alfombra deshilachada, en medio de una mugre que jamás les habíamos visto, desnudas y borrachas.
Sirenas.
Llamamos por teléfono a otra antigua amiga y le pedimos, casi rogamos, un encuentro en el Parque, sin oídos alrededor. Tendría que ser al día siguiente, por la mañana, pero al día siguiente apenas subimos al colectivo se largó a llover como llueve en Córdoba, todo un año en un día, en una horas.
Nos levantamos el cuello del impermeable y comenzamos a dar vueltas por el Parque, solos.
Comenzamos a contar los troncos de los árboles y llovía.
Así seguimos, solos varias horas, dando vueltas por el Parque.
Por eso Flaco, perdoname, te abandoné, perdoname.
Porque cuando un policía me sacudió me desperté y estábamos hablando entre nosotros en francés. Solo en el Parque. Por eso me fui Flaco.

5 comentarios:

  1. Un relato al mas crudo estilo realista. No hables , no digas , no , no..
    Duele , pero me encantó!!

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  2. Un relato que termina con un "cross" a la mandíbula del lector que anduvo a los tumbos entre sirenas y sirenas, pausas patéticas entre los recuerdos de una realidad inolvidable. Carlos Arturo Trinelli

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  3. ¡Pucha que duele tanto, tanto tanto entre sirenas! ElsaJana.

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  4. Campanas de hierro que vuelven a sonar en la memoria con un repicar para los que se fueron sin haber querido, por las vivencias, por las mordazas, por la vida, por las sirenas que continúan su sonido. .
    Felicitaciones al autor y saludos.
    MARITA RAGOZZA

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  5. Años que no viví para mi suerte o mi desgracia. Mientras mis compatriotas luchaban para sobrevivir sin enloquecer, nosotros también lo hacíamos, en otras latitudes y con otras desdichas.

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