domingo, 28 de abril de 2013

Andrés Aldao




Réquiem para el lector fracasado


...hasta tal punto que ya no podía dormir. Era como la aguja de un acupuntor de cara oriental y ojos oblícuos punzándolo en los dos tobillos, en la sien izquierda, en el omóplato y en el occipital derecho. En la masa encefálica, propiamente. Una sensación de torbellino. Una mezcla de vahído y trepanación.

La cosa empezó un día cualquiera; una mañana sin sol con apariencia de espantajo letrinoso. Terminó la lectura de un libro de cuentos y fue la enésima vez que uno de los protagonistas era un escritor fracasado con cientos de proyectos que acababan en estólidas frustraciones.
Se acordó del escritor fracasado de Arlt. Y sobre todo del cretino de “Crear una pequeña flor es un trabajo de siglos”, de Abelardo Castillo. Ese comienzo rastrero y pecaminoso le produjo una cólera homicida: “Soy un escritor fracasado: No es un comienzo original, lo sé”. ¡Es el colmo! –estalló–. Mortificarme durante doce páginas para zarandearme en la cara esa frase final tupida de naderías intelectuales: “Retiré la mano.” –prosiguió leyendo–. ¿Y qué? ¿Este Castillo no es un chupasesos? ¡Cómo! ¿mi tiempo no se cotiza? ¿Para quién cornos escribe  este pelado Castillo?
Fue en esos días, precisamente, cuando comenzó a elucubrar la teoría de que todos los escritores son unos torcidos, la rama literaria del Conde Drácula que succiona masa encefálica en lugar del burbujeante, bermejo y tibio líquido sanguíneo. Y también Atilas del intelecto, por cuanto invaden el espíritu de los humanos, lo avasallan, le imponen sus excentricidades, lo remodelan a su imagen y semejanza, y a quienes pretenden oponerse, negarse, reivindicar los derechos del lector, o su independencia de criterio, toman en prenda sus almas y fosilizan sus mentes. ¡Espléndido negocio!
Ya no le quedaron dudas: la mayoría de los lectores son esclavos, y las librerías, una especie de plantación sureña del Missisipi en la que todos los pecadores acaban como siervos de la lectura, lacayos de la gleba literaria.
Al fin de cuentas, ¿qué es un escritor? –se preguntó airado–: un tipo que cierra los ojos y hace como que piensa, o apoya la cabeza sobre la palma, contempla la lejanía y elucubra. Se trata de una pose arrogante y linajuda para impresionar a lectores desprevenidos, minusválidos de ternura familiar y huérfanos de ideas sobre la realidad del mundo. En última instancia, esa es la misión del literato: pintar un universo de fantasía, bocetar caracteres y describir sentimientos y comportamientos de los epitecántropos evolucionados. El escritor – argüía irascible y tembloroso – es un zafiado cupletista de la conducta humana. Como si los hombres fueran masilla o yeso viscoso, a quienes esta clase de gente puede cincelar según sus taras y caprichos.
Camina... De izquierda a derecha; de derecha a izquierda. Transita los pasillos. Sube las escaleras. Baja, vuelve a subir. Retoma sus pensamientos. Tiene en claro que el alma proterva de los autores se incrusta en las criaturas indefensas que aparecen en sus obras. Esos mórbidos monstruos – conjeturó – arramblan la personalidad de los desválidos embriagándolos con el vino adulterado que emplean los alquimistas del lápiz. Estos intelectuales han llevado al género humano al borde de la perdición. Disfrazan sus tóxicos entre letras tetragonales y atractivas tapas de colores fragosos que atrapan la curiosidad del lector gárrulo, virginal o no.
Sacó la libreta del bolsillo y apuntó: Todos los escritores son falsificadores malogrados. Los habitantes de este planeta viven en una suprema alienación, dependiendo de todas las variantes de drogas que circulan por el universo: cocaína o Milán Kundera; marihuana o las atrocidades de Sidney Sheldon, opio o las excentricidades de Roberto Bolaño, hacerle el amor a nenas de cinco años o recluirse en un monasterio budista; integrarse al batallón de alcoholistas anónimos o inmolarse en la hoguera de esa plaga de pecadores con lapicera fuente... Es lo mismo ser poeta que rufián.  Y esto ocurre – subrayó en rojo – por culpa de esos arrogantes poetastros y escritorzuelos que han hallado una vía cómoda para vivir a expensas de la lectura de los libroadictos. La explotación del lector por el escritor.

A menudo se pregunta: ¿Qué harían esos señoruelos de la pluma fuente sin los lectores? ¿Sin los tontos que malgastan sus sueldos adquiriendo la droga escrita para entretenerse durante las frías noches invernales, o en las frescochientas mañanas del verano en los parques, o para la lectura exhibicionista de los patos vicas (que hacen pinta con espeluznantes anteojos oscuros), tostándose en las playas, tumbados sobre toallones vanguardistas de múltiples estampados; o haciendo pinta en los bares literarios donde incuban sus libros depravadores de mentes, al igual que aquellos que pervierten a menores de ambos sexos por medio de chupetines y chocolatines? ¿Qué harían? ¿¡eh!?
Se columpiaba entre el enfado y la angustia: Dejen de emponzoñar al lector – vociferaba una y otra vez – con la retahila caliginosa de los escritores fracasados. Llegó la hora de reivindicar a los incautos estragados por ese sutil veneno que destilan los escritores ¡Por Dios! ¡Que alguien condene la servidumbre y la frustración de los que leen! Internen a los escribas en el hospicio – bramó ofuscado –, métanlos entre rejas. Y psicólogos, por piedad: ocúpense de la alienación de los libroadictos. ¡Que aparezca de una buena vez la enciclopedia del lector fracasado!

Cierra los párpados... Suavemente. Imagina que una garúa otoñal le purifica el magma de la rabia y la impotencia.
El tipo de guardapolvo almidonado sigue allí, sentado frente a él, inmóvil, inmutable. Como si fuese un busto de Freud montado sobre una plataforma acrílica a la entrada del circo Sarrasani. Lo deja hablar; no lo interrumpe; no le presta atención: sólo lo contempla.
El silencio del tipo lo desnuca, le crispa el sistema nervioso, le provoca urticaria. 
–¿Me comprende?  – le pregunta ansioso a la esfinge helada que tiene delante.
El insensible guardián del averno se levanta de la cómoda butaca y le responde con una embalsamada sonrisa de estibador analfabeto:       
 –Lo comprendo: ¿cómo no lo voy a comprender, jovencito?  ¡Y ahora relájese!
 –¡Piojoso! – le contesta enfurecido. La momia acartonada de guardapolvo le obliga a tomar la pildorita anaranjada.
Se tranquiliza. La rabia se le va desplomando como un telón agujereado y sucio que trastabilla hacia la eternidad mientras escucha, embelesado, una voz granujienta de contralto que entona el Réquiem para el lector fracasado 

Andrés Aldao

8 comentarios:

  1. Excelente Pibe Andrés Aldao...entiendo la ira !! Con un receptor así!!
    Abrazos!!

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  2. La teoría de que el escritor es un ser torcido, fracasado o no, es un hallazgo y cierto es también que se abusa en eso de ir contra la trama (Dostoivski fue un gran maestro). Por otra parte, los lectores siempre tenemos revancha, mordaz, pleno de metáforas el Requiem no tiene desperdicio, saludos, Carlos Arturo Trinelli

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  3. Personajes y trama penetran en el cuerpo del autor como agujas de acupuntura, que no lo dejan dormir, le trepanan el cerebro. Se independizan de su voluntad y emponzoñan al lector, que se convierte en adicto. En un juego de ingeniosas y locas reciprocidades, el autor clama por el reconocimiento del lector fracasado. Su desesperación sólo la puede calmar la locura.
    Muy bueno maestro!
    Ofelia

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  4. Muchos pueden sublevarse por el poder de los escritores y la escritura... Pero tiene su costo. Me gustó Andres. Gracias.

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  5. Soy Graciela U. Gracias .

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  6. Me disloca el cerebro este réquiem que ahonda y orada el pensamiento. Que lo abre, lo pone en funcionamiento y lo ramifica. Un texto que invita a interrogarse y hacerse parte. A develar y revelar más y más. Intuyo que el escritor fracasado muere allí donde la trama y el modo de escritura desvela a una mente inquieta. En ese preciso instante de clímax donde aparece el Escritor. Este texto crea adicción, uno necesita volver y volver sobre las palabras. Lo que propone, activa la mente hasta fusionar lectura/escritura en un fin único e irrepetible. Y eso, definitivamente, no es servidumbre sino momento del verdadero encuentro literario: una trama que justifica su existencia: quien escribe/quien lee, entrampados en el mismo éxtasis.
    Muchas gracias por enarcillarme, Andres. Abrazo. ElsaJana.

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  7. Hace poco escribí también la sensación de un escritor, pero este enfoque abarca las experiencias de desvarío, de ser-incompleto-ene-el- mundo-, indigente del lector que se ve encerrado en un círculo adentro de otro círculo por siempre jamás. Dolor completo del cuerpo, de la mente, del alma torturado por la palabra que justifique, aunque sea en el fracaso.
    Pero es el acicate que impulsa.
    Un retrato encarnado en la piel viva del escritor.
    Espectacular. Felicitaciones, Andrés y un gran abrazo.
    MARITA RAGOZZA

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  8. Querido amigo, gracias por este texto. Anoche los despisté, creyeron que había tragado la pastillita, pero la escondí en el colchón. Un fuerte abrazo!

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