Empar Moliner (1966, Santa Eulalia de Ronçana (Barcelona,
Cataluña)), escritora y periodista catalana que se expresa públicamente tanto
en catalán como en castellano. Sus obras han sido traducidas al castellano, alemán
e inglés.
Ganadora de prestigiosos premios literarios, Moliner ha colaborado en
El País, y en programas de radio como El matí de Catalunya Ràdioo Minoria
absoluta, además de colaborar en Els matins (TV3). El verano de 1998 presentó
el programa Els migdies en la emisora catalana COM Ràdio.1 El siguiente verano
dirigió y presentó, en la misma cadena, el espacio Els llibres dels altres. Actualmente
colabora con el diari Ara, en TV3 y en Catalunya Ràdio.
la sesión de maquillaje (Extracto)
El Nobel de Literatura Sigmund Grossman ha
aceptado ir al magazine de las mañanas de la televisión pública, aprovechando
que está en Barcelona para recoger el premio Memoria Hebrea, que distingue a
las personas que trabajan a favor de la divulgación del horror nazi. El hombre
se desenvuelve bien en español, porque su segunda mujer—la primera murió en el
campo de Birkenau—nació en Tarragona, aunque ha vivido buena parte de su vida
en Varsovia.
No le hará falta traductor simultáneo, pues.
Cuando termine la entrevista, que le han asegurado que no será muy larga, se irá al hotel a repasar el discurso de aceptación del galardón y a dormir un poco (se cansa mucho, está mayor). Tras el homenaje, cenará con el presidente y con su editor (que tiene los derechos de toda su obra, porque le publicó Canción de cuna en el campo de exterminio antes de que ganara el Nobel, cuando aquí aún no lo conocía nadie). Al día siguiente por la mañana tiene que coger el avión para
Bélgica, donde empezará la gira europea.
La azafata lo acompaña del brazo a la sala de maquillaje y peluquería, le indica dónde sentarse y se ofrece a guardarle el bastón mientras tanto. Enseguida, una maquilladora le echa un vistazo profesional y le anuncia que sólo le aplicará un poquito de base en la cara y le tapará los brillos de la calva y de las manos. Y ya le protege el cuello de la camisa con dos servilletas de papel, para que no se le manche.
Empieza el trabajo.
—¿Está cómodo?—le pregunta.
—Sí, muchas gracias.
La chica unta una esponja triangular con la pasta marrón de un tubo. Después se la aplica en la cara.
—Y usted ¿de qué viene a hablar?—le pregunta, sin dejar de maquillarle.
—¿Perdón?
El Nobel no la ha entendido. A veces, si el interlocutor habla deprisa y no puede verle los labios, no acaba de saber qué le dice. Además, está sordo del oído derecho.
—Que de qué hablará. —Y con un pincel señala el techo, para que el hombre mire hacia arriba (le quiere tapar las bolsas de los ojos)—. ¿De qué tema viene a hablar al programa?
—¡Ah! De un libro que he escrito, supongo…—Y sonríe con modestia.
Ahora la maquilladora le señala el suelo, para que mire hacia abajo (le quiere repasar los párpados). Él no lo entiende.
—Mire al suelo…—El tono es como un sonsonete. Sol, mi bemol, sol, sol. Sigmund Grossman lo sabe porque antes tocaba el violín.
—¿Y de qué va, el libro?
El premio Nobel vuelve a sonreír. El argumento de El gélido sopor de Auschwitz, su última obra, no es fácil de explicar. En el plató, cuando le pregunten, quizás dirá que es la historia de su vida en el campo de concentración. Y que también es una reflexión sobre el mal.
—Es una novela—contesta finalmente.
—¡Ah! Pues qué bien que le entrevisten, ¿no?—exclama la maquilladora—. Lo va a notar un montón en las ventas.
Este programa tiene mucha audiencia. Lo ve mucha gente. No hable ahora. Moja un bastoncito en un tubo lleno de una pasta brillante y transparente y se lo aplica por los labios.
—Ahora ya puede hablar. ¿Qué me estaba diciendo?
Pero el hombre sólo sonríe y hace un gesto con la mano.
—¿Y es el primer libro que escribe?
—No… Ya llevo unos cuantos.
—¿Ah, sí?—Ella parece muy contenta—. Qué bien, ¿no?
—Sí.
—¿Y cuántos más ha escrito?
Para no tener que responder, Sigmund Grossman finge no recordarlo. Ríe y, al hacerlo, se le marcan unos surcos en la barbilla, como los de la concha de una vieira.
—Uy… No sabría decirle…—Se nota que no es castellanoparlante porque habla con demasiada corrección.
—¿No se acuerda? ¡Eso quiere decir que son muchos! ¿Más de cuatro?
—Sí, sí. Unos cuantos más…
Ha escrito doce novelas y un volumen de poesía: Genocidio concertado.
—¡Hala! ¡Más de cuatro! Pero entonces ya se puede decir que es un profesional. —La mujer tiene una voz infantil—. ¿Cómo se llama usted?
—Eh… Sigmund.
—Sigmund, Sigmund… Pero Sigmund ¿qué más?
—Sigmund Grossman.
—Mmm… No me suena—y menea la cabeza—. Por si acaso, después me lo apunta. No me suena. Pero es que yo para los nombres… Dígame títulos de sus libros. ¿Todos son novelas?
—Sí.
El premio Nobel ha dicho que sí para no tener que extenderse.
—Y ¿están bien?
Él hace un gesto ambiguo.
—Dígame títulos a ver si me suenan. Yo leo mucho. Me encanta leer, pero no tengo tiempo.
—Ah, eso está muy bien. ¿Y qué lee?—El hombre se lo pregunta para tratar de cambiar de tema.
—¡Buá! ¡De todo! Ahora me he bajado uno de crecimiento personal, en pdf. Ah… Lo tengo aquí, en la taquilla. No me acuerdo del título exactamente. Es que yo, para los títulos…
Va hasta la taquilla y vuelve con unos folios encuadernados:
—Éste. Eso: No le llames más. ¿Lo conoce?
—No. No, no.
—Está muy bien. Lo ha escrito una chica que sale en el programa, que es sexóloga.
—Ah.
—A ver. Es muy útil. Te quita la dependencia emocional que puedas tener por una ex pareja.
—Ajá…
—Venga, dígame un título de un libro suyo, que me lo voy a bajar. Para cuando me termine éste.
—Ya se lo enviaré, no se preocupe.
—Pero ¡si no sabe mi nombre! Ahora se lo apunto. Laura Piris, me llamo. Después, después se lo apunto.
—Sí, gracias.
La chica coge una brocha y le colorea las mejillas:
—Pero ¿de qué va el que me enviará?
—Del Holocausto…
—A mí, sobre todo, me gustan los de intriga. ¿Es rollo intriga, éste?
El hombre hace una mueca de dolor que tanto puede querer decir que sí como que no.
—Ahora le maquillaré un poquitín las manos…—anuncia la chica—. ¿Se puede remangar, para que no le manche los puños?
—¡Ah! Sí, sí.
El hombre trata de obedecer pero le tiembla el pulso. Así pues, ella le ayuda. Pero a medio hacer se interrumpe, admirada.
—¡Joder!—y le clava los ojos en el antebrazo izquierdo—. Pero ¡si tiene un tatuaje! Qué moderno.
Él trata de bajarse la manga, de repente muy incómodo. Se atraganta.
—¿Qué es? ¿Qué simboliza?
—Un… número…—murmura con un hilillo de voz.
—Un número. Y qué largo… ¡Qué original!… Yo tengo una mariquita, pero aquí. —Y se aparta la tira del sujetador para que él pueda verla.
—Muy bonita…
—A mí me gusta que los tatus no sean muy grandes. Así, como el que lleva usted, que es superelegante. Que se noten pero que no se noten. ¿Quién se lo ha hecho? ¡Es que me encanta!… ■
No le hará falta traductor simultáneo, pues.
Cuando termine la entrevista, que le han asegurado que no será muy larga, se irá al hotel a repasar el discurso de aceptación del galardón y a dormir un poco (se cansa mucho, está mayor). Tras el homenaje, cenará con el presidente y con su editor (que tiene los derechos de toda su obra, porque le publicó Canción de cuna en el campo de exterminio antes de que ganara el Nobel, cuando aquí aún no lo conocía nadie). Al día siguiente por la mañana tiene que coger el avión para
Bélgica, donde empezará la gira europea.
La azafata lo acompaña del brazo a la sala de maquillaje y peluquería, le indica dónde sentarse y se ofrece a guardarle el bastón mientras tanto. Enseguida, una maquilladora le echa un vistazo profesional y le anuncia que sólo le aplicará un poquito de base en la cara y le tapará los brillos de la calva y de las manos. Y ya le protege el cuello de la camisa con dos servilletas de papel, para que no se le manche.
Empieza el trabajo.
—¿Está cómodo?—le pregunta.
—Sí, muchas gracias.
La chica unta una esponja triangular con la pasta marrón de un tubo. Después se la aplica en la cara.
—Y usted ¿de qué viene a hablar?—le pregunta, sin dejar de maquillarle.
—¿Perdón?
El Nobel no la ha entendido. A veces, si el interlocutor habla deprisa y no puede verle los labios, no acaba de saber qué le dice. Además, está sordo del oído derecho.
—Que de qué hablará. —Y con un pincel señala el techo, para que el hombre mire hacia arriba (le quiere tapar las bolsas de los ojos)—. ¿De qué tema viene a hablar al programa?
—¡Ah! De un libro que he escrito, supongo…—Y sonríe con modestia.
Ahora la maquilladora le señala el suelo, para que mire hacia abajo (le quiere repasar los párpados). Él no lo entiende.
—Mire al suelo…—El tono es como un sonsonete. Sol, mi bemol, sol, sol. Sigmund Grossman lo sabe porque antes tocaba el violín.
—¿Y de qué va, el libro?
El premio Nobel vuelve a sonreír. El argumento de El gélido sopor de Auschwitz, su última obra, no es fácil de explicar. En el plató, cuando le pregunten, quizás dirá que es la historia de su vida en el campo de concentración. Y que también es una reflexión sobre el mal.
—Es una novela—contesta finalmente.
—¡Ah! Pues qué bien que le entrevisten, ¿no?—exclama la maquilladora—. Lo va a notar un montón en las ventas.
Este programa tiene mucha audiencia. Lo ve mucha gente. No hable ahora. Moja un bastoncito en un tubo lleno de una pasta brillante y transparente y se lo aplica por los labios.
—Ahora ya puede hablar. ¿Qué me estaba diciendo?
Pero el hombre sólo sonríe y hace un gesto con la mano.
—¿Y es el primer libro que escribe?
—No… Ya llevo unos cuantos.
—¿Ah, sí?—Ella parece muy contenta—. Qué bien, ¿no?
—Sí.
—¿Y cuántos más ha escrito?
Para no tener que responder, Sigmund Grossman finge no recordarlo. Ríe y, al hacerlo, se le marcan unos surcos en la barbilla, como los de la concha de una vieira.
—Uy… No sabría decirle…—Se nota que no es castellanoparlante porque habla con demasiada corrección.
—¿No se acuerda? ¡Eso quiere decir que son muchos! ¿Más de cuatro?
—Sí, sí. Unos cuantos más…
Ha escrito doce novelas y un volumen de poesía: Genocidio concertado.
—¡Hala! ¡Más de cuatro! Pero entonces ya se puede decir que es un profesional. —La mujer tiene una voz infantil—. ¿Cómo se llama usted?
—Eh… Sigmund.
—Sigmund, Sigmund… Pero Sigmund ¿qué más?
—Sigmund Grossman.
—Mmm… No me suena—y menea la cabeza—. Por si acaso, después me lo apunta. No me suena. Pero es que yo para los nombres… Dígame títulos de sus libros. ¿Todos son novelas?
—Sí.
El premio Nobel ha dicho que sí para no tener que extenderse.
—Y ¿están bien?
Él hace un gesto ambiguo.
—Dígame títulos a ver si me suenan. Yo leo mucho. Me encanta leer, pero no tengo tiempo.
—Ah, eso está muy bien. ¿Y qué lee?—El hombre se lo pregunta para tratar de cambiar de tema.
—¡Buá! ¡De todo! Ahora me he bajado uno de crecimiento personal, en pdf. Ah… Lo tengo aquí, en la taquilla. No me acuerdo del título exactamente. Es que yo, para los títulos…
Va hasta la taquilla y vuelve con unos folios encuadernados:
—Éste. Eso: No le llames más. ¿Lo conoce?
—No. No, no.
—Está muy bien. Lo ha escrito una chica que sale en el programa, que es sexóloga.
—Ah.
—A ver. Es muy útil. Te quita la dependencia emocional que puedas tener por una ex pareja.
—Ajá…
—Venga, dígame un título de un libro suyo, que me lo voy a bajar. Para cuando me termine éste.
—Ya se lo enviaré, no se preocupe.
—Pero ¡si no sabe mi nombre! Ahora se lo apunto. Laura Piris, me llamo. Después, después se lo apunto.
—Sí, gracias.
La chica coge una brocha y le colorea las mejillas:
—Pero ¿de qué va el que me enviará?
—Del Holocausto…
—A mí, sobre todo, me gustan los de intriga. ¿Es rollo intriga, éste?
El hombre hace una mueca de dolor que tanto puede querer decir que sí como que no.
—Ahora le maquillaré un poquitín las manos…—anuncia la chica—. ¿Se puede remangar, para que no le manche los puños?
—¡Ah! Sí, sí.
El hombre trata de obedecer pero le tiembla el pulso. Así pues, ella le ayuda. Pero a medio hacer se interrumpe, admirada.
—¡Joder!—y le clava los ojos en el antebrazo izquierdo—. Pero ¡si tiene un tatuaje! Qué moderno.
Él trata de bajarse la manga, de repente muy incómodo. Se atraganta.
—¿Qué es? ¿Qué simboliza?
—Un… número…—murmura con un hilillo de voz.
—Un número. Y qué largo… ¡Qué original!… Yo tengo una mariquita, pero aquí. —Y se aparta la tira del sujetador para que él pueda verla.
—Muy bonita…
—A mí me gusta que los tatus no sean muy grandes. Así, como el que lleva usted, que es superelegante. Que se noten pero que no se noten. ¿Quién se lo ha hecho? ¡Es que me encanta!… ■
Empar Moliner habla de un mundo que existe, si, pero felizmente,solo dentro de la caja cuadrada.Por lo menos eso es lo que quiero creer. Pienso que todavía se saben las atrocidades del mundo, y hay muchas...En todas las latitudes, en todos los continentes, en todos los países. Quien no exterminó a los indios, masacró a los armenios o ignoró el hambre de los africanos. Así que reflexionemos y no acusemos a nadie de frivolidad.
ResponderEliminarEl equívoco al que es sometido el personaje es desarrollado con ironía por la autora y consigue que el lector sienta vergüenza ajena. También podemos reflexionar en que esa dosis de frivolidad es funcional a que en el mundo sigan sucediendo atrocidades. Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarMagnífica empleo de la ironía para que el tema alcance su máxima revulsión. Me produce lo mismo que las veces que escuché:-fiestas eran las de los 70, inolvidable la música de los 70-. Robando las palabras a Trinelli, diría que esas dosis de frivolidad también fueron funcionales a que desaparecieran treinta mil personas y para muchos siguiera la fiesta.
ResponderEliminarCristina Pailos