El
hecho se produjo en la mañana del 22 de diciembre. El camión Dodge unidad Nº
207 de la Dirección
General de Limpieza se encontraba en plena labor por la calle
Arenales. Su equipo de cuatro peones se distribuía a razón de dos hombres por
acera. El vehículo estaba detenido en el centro de la calzada y este detalle
provocó la protesta de Isidoro Camuso, industrial de 45 años, que conducía su
Valiant chapa 597.905 de la ciudad de Buenos Aires.
Isidoro
Camuso hizo sonar repetidas veces la bocina para exigir que el camión le
cediera el paso. Su conductor asomó la cabeza por la cabina y echó una mirada
distraída al irritado automovilista, sin mover una sola pulgada su pesado
vehículo. Justamente en ese instante los recolectores transportaban los enormes
tachos pertenecientes a los edificios señalados por los números 1856, 1858,
1845 y 1849 de la calle Arenales, que no cuentan con sistemas de incineración
de residuos. Si hemos señalado que el conductor detuvo el camión en medio de la
calzada, obstruyendo el paso al tráfico y se mostró impasible a los
requerimientos del automovilista demorado, debemos por otra parte considerar
algunas normas de principios laborales. En medio de la calzada el camión se
mantiene a igual distancia de los peones que trabajan en cada acera, detalle de
importancia cuando se considera que los tachos de basura son tan pesados como
molestos de cargar. Por supuesto, nunca un conductor de camión recolector de
basura explica ésta u otras razones a los automovilistas impacientes,
limitándose a echarles indiferentes miradas desde una cabina que los eleva unos
cuatro metros del suelo. Y no por habitual esta conducta dejó de irritar a
Isidoro Camuso. A los toques de bocina agregó varios improperios y puso en
marcha su automóvil, resuelto a todo.
Al
finalizar el año aumentan la temperatura ambiente y la tensión nerviosa en
Buenos Aires. Esto se produce en todos los niveles y en cada individuo. Los
peones de limpieza aún no habían recibido el aguinaldo y corría el rumor
sindical de que la administración ni siquiera contemplaba la posibilidad de
pagárselo ese año. En cuanto al industrial Camuso, proyectaba entrevistarse ese
mismo día con varias entidades bancarias para solicitar los créditos que le
permitieran pagar los aguinaldos de los obreros que amenazaban ocupar su
fábrica. Dominado por tales preocupaciones, probó una maniobra desesperada.
Giró al máximo el volante, subió el cordón de la vereda con las dos ruedas
laterales y de este modo logró pasar al lado del camión detenido. Pero antes de
proseguir la marcha, el industrial Camuso no resistió a la tentación de
cantarle algunas verdades al camionero. Asomó la cabeza por la ventanilla y
gritó: –¡Basuras! ¡Tendrían que ir adentro del camión! El hombre de la cabina
no tenía tiempo de reaccionar ni podía perseguirlo con su pesado camión. Todo
estaba bien calculado por el irritado automovilista. Lástima que en ese
instante apareció un peón que cargaba un tacho de basura sobre la cabeza. Con
un leve y preciso movimiento de brazos, igual al de un basquetbolista,
introdujo el repleto recipiente en el Valiant a través del ventanal trasero.
Isidoro
Camuso sintió el estrépito del vidrio y de inmediato pensó: lo paga el seguro.
Pero al girar la cabeza comprobó algo que escapaba a toda posibilidad de
indemnización. El honor no tiene precio y el industrial se vio vejado en el
símbolo de su prestigio social. Un tacho de basura desparramado en el flamante
tapizado. El hedor de humillación y muerte llenó su coche y le desgarró el
corazón. Detuvo el motor y saltó del coche para encarar al culpable. Éste era
un hombre joven e impresionantemente musculoso El industrial no se dejó
intimidar por este detalle. Lo haría arrestar. Iba a enseñarle a ese animal.
Aunque le costara la mañana entera o todo el día. Pero el tipo que le arrojó el
tacho de basura se mostró increíblemente astuto. Agrandó los ojos con gestos de
inocencia y abrió los brazos para deplorar:
–Perdone,
don. Se resbaló el tacho. ¡Qué macana! –Llamó a sus compañeros:
–¡Vengan
muchachos, que aquí pasó un accidente! –Camuso se vio rodeado de cuatro
gigantes con ojos resueltos y bocas sarcásticas. Sintió tanto pavor como odio.
Volvió a meterse en su coche, pero las carcajadas de esos hombres fueron tan
insoportables como si le inyectaran un ácido en el cerebro. Retiró el revólver
de la guantera y nuevamente salió del coche para encarar a los peones. Disparó
al que le había tirado el tacho. Lo vio caer como si resbalara en el suelo y
después nada más. Isidoro Camuso fue derribado y pisoteado. Le machacaron la
cabeza con un tacho de basura. Después subieron al joven herido en la cabina y
arrojaron el cuerpo de Camuso en la caja trasera. El conductor hizo funcionar
la paleta prensadora y el camión basurero engulló al industrial Camuso.
La
policía fue alertada. Un radio patrulla desembocó a toda velocidad por la
avenida Belgrano y persiguió al camión basurero que huía hacia el sur por la
calle Combate de los Pozos. A la altura de la avenida Independencia los
policías lograron adelantarse al camión. En el cruce de la avenida San Juan el
auto patrullero se atravesó para cortarle el paso, pero el camión ni siquiera
aminoró su velocidad. Los testigos declararon que, en vez de frenar, el Dodge
aceleró para embestir con mayor fuerza al coche policial. De sus planchas
retorcidas se retiraron tres cadáveres y un herido grave. El camión siguió
corriendo rumbo al sur, y otros patrulleros fueron lanzados en su persecución.
Dos coches policiales lograron alcanzar el camión en fuga y abrieron fuego con
pistolas y metralletas. Se produjeron cuatro muertos (entre los transeúntes),
pero protegido por su estructura de acero el camión prosiguió su carrera. Se
extendió entonces el rumor que por razones políticas y sindicales había orden
de detener o balear a todos los basureros. Inmediatamente la noticia fue
divulgada por una radio uruguaya y todos los camiones recolectores de basura
que se encontraban en las calles de Buenos Aires se dirigieron apresuradamente
hacia los basurales del sur. Veinte, cincuenta, trescientos camiones basureros
llegaron de toda la ciudad. Llenando el ancho de la avenida Alcorta se hicieron
fuertes en el estadio del Club Huracán, en los basurales vecinos y alrededor
del gasómetro que eleva su mole sombría en el barrio Patricios. Ya los
patrulleros no se animaron a acercarse a los camioneros, que se mantenían en
formación de combate, con los motores en marcha y dispuestos a embestir con sus
poderosos blindajes, mientras una reunión de delegados obreros de la Dirección General
de Limpieza declaraba que el gremio fue injustamente baleado, primero por un
oligarca y después por la policía, resolviendo en consecuencia la huelga por
tiempo indeterminado. Reunidas a su vez las autoridades municipales, se escuchó
al Intendente. Guiñando el ojo en dirección a los representantes de la prensa
aseguró que lo más inteligente es dejar pasar estos días de fiesta y mientras
tanto “que se pudra la huelga”.
Transcurrieron
los días de año nuevo, que como es sabido en Buenos Aires se festejan comiendo
a rajacincha. En todas las esquinas se levantaron montículos con las sobras de
las fiestas. Se ordenó encenderles fuego, pero resultaron fogatas fallidas, que
en vez de arder arrojaron un espeso humo rastrero que apestó peor que los
residuos. Revelose así la calidad indestructible de la basura de Buenos Aires,
como también su curiosa propiedad de aumentar en proporción geométrica.
Entonces las alarmadas autoridades municipales corrieron a consultar a las
Fuerzas Armadas. El ejército se negó a recoger la basura por estimar que eso
era labor exclusiva de los civiles. Además, era del conocimiento público que se
preparaba un golpe militar para los próximos meses: no era pues el momento
indicado para adelantarse a sacar las tropas a la calle y menos en una tarea
tan fatigosa como denigrante. Invitado a bombardear el reducto de basureros
facciosos, el Comandante de las Fuerzas Aéreas hizo saber que la espesa
humareda que cubría la ciudad imposibilitaba cualquier acción por el aire. En cuanto
a los señores oficiales de la
Marina de Guerra se encontraban de vacaciones en distintos
balnearios y estancias del país.
A
falta de fuerzas, las autoridades se vieron obligadas a recurrir a las leyes.
Un decreto prohibió arrojar la basura en la puerta de calle, bajo pena de
cárcel no redimible por multa. Pocas ocasiones hubo de aplicar esa ley, pues
nadie arrojaba la basura frente a su casa, prefiriéndose siempre la puerta del
vecino. La promulgación de medidas más rigurosas apenas si provocó una insólita
consecuencia comercial: en pocos días se agotaron en los negocios los papeles
floreados y las cintas de colores y demás artículos que sirven para envolver
regalos. Todo el mundo salía de sus casas con cara de fiesta, cargando paquetes
coquetos y canastillos primorosos. Invariablemente el contenido era el mismo:
basura (enviada anónimamente o con nombres supuestos a amigos o familiares). En
verdad nadie se quedaba con su propia basura, en cambio todos chapaleaban en la
basura ajena. Ocurrió pues al revés de lo calculado por el Intendente: no fue
la huelga sino la ciudad entera la que comenzó a podrirse. Resolviose entonces
enviar a un funcionario a parlamentar con los basureros en huelga. A su vuelta
aportó noticias nada tranquilizadoras. Los basureros ya no se consideraban
tales. La zona ocupada por los huelguistas relucía de pura limpieza. En vez de
ser como antes un basural en medio de la ciudad era una zona aséptica en medio
del inmenso basural. Eran tantos los peones de limpieza congregados en ese sector,
que la consciente aplicación de su profesión apenas les demandaba una hora al
día. El resto del tiempo lo ocupaban en reflexionar.
–¿Quiere
decir que ya se encuentran camino del arrepentimiento? –se ilusionó el
intendente.
–No
lo parecen –respondió apenado el delegado.
–¿Informó
a los huelguistas sobre el estado de la ciudad?
–Se
mostraron poco sorprendidos. Dicen que ya habían observado en su trabajo que
cada día la basura producía más basura, demasiada basura, y solamente basura.
Ahora se niegan a recogerla. Dicen que ya es demasiado tarde.
–Nous
soummees foutues –exclamó el Secretario de Cultura, y luego de adjudicarse el
Gran Premio de Poesía desapareció del Palacio, sumando a tantos males el
desamparo espiritual de la comuna.
Después
de tanta acumulación las montañas de residuos comenzaron a desmoronarse.
Avanzaron por las calles como un aluvión, convirtiendo en basura todo aquello
que atrapaban en su marcha, así fuese monumento, semáforo, transeúnte,
inspector o cualquier otro objeto municipal. Los pobladores de Buenos Aires
prefirieron no salir de sus casas, y si bien esto mereció largas y laudatorias
editoriales sobre la recuperación de las sanas tradiciones hogareñas, la verdad
es que desde entonces la basura comenzó a crecer tanto en los interiores como
en las calles. Ambas corrientes se unían en puertas y ventanas con un siniestro
sonido de deglución. Este beso de la basura anticipaba nuevos y crecientes
ciclos de reproducción. Se prohibió la impresión de diarios y revistas, por
entenderse que el papel impreso constituye siempre la parte más abultada de la
basura, sin contar que como ya hemos visto servía de envoltorio y disimulo para
el contrabando de residuos. Esta restricción a la libertad de prensa produjo
una conmoción internacional y los telegramas de protestas del S.I.P.
significaron toneladas de papeles que casi cubrieron el Palacio Municipal.
Fue
cuando apareció ese viejo apenas cubierto con una sábana andrajosa. El
vagabundo o profeta se empinó en lo alto de esa humeante montaña de basura y
señaló hacia el oeste. Nunca se supo lo que dijo (en caso de haber dicho algo),
pero entonces se formó una larga fila de retirantes que abandonaban la ciudad.
Los encumbrados funcionarios que en señal de protesta se quemaron vivos (a la
usanza de los bonzos vietnamitas) no lograron otra cosa que enriquecer con sus
cadáveres la variedad de residuos y hedores, pero sin lograr detener con tales
gestos el éxodo de los contribuyentes municipales.
Cuando
en las afueras de la ciudad la caravana desfilaba frente a las torres
radiotelefónicas, escucharon la última información oficial: “En plena etapa de
recuperación económica, la población de la capital se ha lanzado alegremente en
viaje de merecidas vacaciones...” –La voz del locutor se quebró y finalmente se
produjo un penoso silencio en el instante que la basura cubrió totalmente las
torres de transmisión. Mareas viscosas confluían para volver a unirse en la
vuelta redonda de la serpiente que se devora a sí misma. Sin comienzo ni fin
brotaba la materia fundamental de la galaxia y el colibrí: trémula fuerza
fosforescente sin pesantez engulló a la caravana de fugitivos y fue borrando el
recuerdo de la ciudad. Y una llanura pura y desolada –tal como la soñaron los
basureros en huelga– quedó a la espera de una nueva fundación de Buenos Aires.
Este cuento lo encuentra en: Cuentos
Regionales Argentinos - Ediciones
Calihue
Me hicieron reír a carcajadas la ironía, el humor y el desenlace, no por desenfrenado menos posible, que tendrían las ciudades en nuestro siglo XXI.
ResponderEliminarBuenísimo y siempre actual!!!
Un cuento que no estaba publicado: talento, humor, gran creación de Bernardo Kordon para disfrutar al máximo...
ResponderEliminarTalento, humor y anticipación escrito con la maestría de un conocedor de la fauna porteña, Carlos Arturo Trinelli
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