DIENTES EQUINOS (El Tío del Cuento – postal de los años cuarenta)
LAS DIEZ ESQUINAS y EL CID CAMPEADOR |
Barrio de calles empedradas; casitas de paredes bajas. Como para no molestar ¿saben? Antiguos corralones convertidos en conventillos ”de medianera”, alineados como soldaditos de plomo; ajados como bomboneras anticuadas. Escenario de la pobreza de los proles; modernos “Sísifos” que trepaban con su cruz y se desmoronaban antes de llegar a destino. Como gibas de lodo en la tormenta. Caballito norte, que baja desde Rivadavia hacia Paternal, cortada al medio por Gaona y se intersecciona con la avenida San Martín en la estatua del Cid Campeador y las “diez esquinas”. Barrio de trabajadores y clase media, serpenteado por arboledas y adoquines. Gaona tajeada por los rieles del tranvía. Figueroa, Paisandú, Espinosa, Planes, Arengreen, Luis Viale, Pujol, Canalejas, la vieja cancha de Ferro en Avellaneda y Martín de Gainza. Caballito al norte, historia antigua.
I. Se lava la cara con vigor. Se mira en el espejo, se guiña un ojo y sonríe. El pibe Rosendo se peina las ondas del pelo renegrido, aspira el aroma de la viruta y el aserrín del taller, le echa una nueva mirada a la trucha, prende un Fontanares y pasa por la oficinita del trompa. Recibe el sobre con el jornal de la semana, cuenta la plata y firma el recibo.
−Paco, vamos a tomar un cafecito −le dice a su amigo.
−Vamos, pero invito yo −le contesta Francisco.
También Paco recibe el sobre de la semana. Después salen de la carpintería en la que trabajan los dos amigos, toman por Fragata Sarmiento hasta Gaona. En la esquina está El Gato Negro, bar y billares del barrio de Caballito de los años treinta y cuarenta.
Rosendo y Francisco (Paco para los amigos) se conocen desde la primaria. En el taller forjaron la amistad: los dos en la treintena de la vida y casados; Paco ya tiene un crío. Hinchas de Ferro, por supuesto.
Entran al bar, se sientan al lado de la ventana cerca de las mesas de billar. El viejo reloj de péndulo, colgado detrás del mostrador de estaño, señala las cinco y media. Una brisa otoñal juega con las hojas caídas de los árboles que alfombran las veredas. Algunos de los habituales atorrantes de la vecindad están trenzados en frenéticos partidos de carambola a tres bandas: el Lecherito −hijo de un vasco lechero−, Adel el Turco, Luisito el Naricita (naso colosal y robusto), los hermanos Toker y otros cuyas fachas son desconocidas.
−Don Julián, traiga dos cafés, uno cortado −pide Paco.
−Fíjense como le dan al paño con los tacos, son unos bestias −vocifera don Julián, uno de los dueños.
Los dos amigos se encogen de hombros y sonríen. Sorben el café mientras comentan problemas del trabajo. Rosendo es enchapador de muebles, y Paco oficial lustrador... Oficios hoy difuntos,
−El domingo, después del partido, ¿no querés que vayamos a comer por ahí? ¿que te parece, Paquito?
−Vos sí que te das la buena vida. Ustedes van al bío, los sábados morfan en El Rancho Grande o en la 2 de Mayo*: yo no la tengo fácil con mi pibe. Pero para que no me digas amarrete, ¡vamos! aceptó sonriendo.
De una de las mesas de billar llegaba un gran barullo. El Lecherito le acomoda un tacazo a uno de los Toker. Los dos hermanos se le van al humo y estalla la riña. El trompa los pianta a todos: ¡fuera, salvajes!
Se hace un silencio que acribilla los tímpanos. El bar enmudece, los parroquianos hacen causa común y callan. Respiran aire en silenciosas bocanadas. No tosen, no murmuran. Sólo el “shshshshsh” de la máquina expreso, arrogante como una pebeta pintona, se anima a desafiar la cólera de don Julián.
Afuera, las penumbras se despliegan con pachorra. La brisa otoñal se quita la careta bonachona y juega al huracán temerario. Pero le faltan agallas. Sigue desprendiendo una hojarasca atornasolada y quejumbrosa como un fuelle tristón que llora por la mina que se rajó del bulín.
El Gato Negro recupera los murmullos y las risotadas. Vuelven a escucharse las toses con variación de los fumadores crónicos. Y los “truco. quiero retruco” estentóreos hacen zapatear los porotos del puntaje.
II.Entra un desconocido, se detiene, ojea a los ocupantes de las mesas con mirada esquiva. Tiene cara de caballo, trompa prominente y los dientes de yacaré dan pavura. Los orificios de la nariz se abren y cierran con cadencia de milonga; las orejas, medio paradas, tienen forma de triángulo isósceles. Sólo los ojos, medio achinados, tienen rasgos humanos. Lleva un par de días sin rasurarse; viste un traje gris vejete y arrugado y un funyi opaco que conoció días de esplendor.
Se dirige trotando hacia la mesa de los dos amigos; se para, los carpetea de reojo y mientras se quita el funyi susurra con voz apática, casi un rebuzno
−Discúlpenme, caballeros, tengo un problema muy serio y tal vez ustedes me pueden ayudar. -Rosendo y Paco se hacen los desentendidos, miran el paño verde o volar a las moscas... Pero cara de caballo vuelve a la carga.
−No les pido una limosna: soy poseedor de un billete de lotería premiado pero mi mujer está muy enferma. Yo vivo en Mendoza; tengo que viajar ahora mismo, estoy desesperado y no tengo plata −explica.
−¿Y por qué te voy a comprar el billete? ¿Cómo puedo saber si lo que me decís es cierto? le dice Rosendo mientras lo juna serio, temeroso.
−Tiene mucha razón, caballero, pero debo viajar hoy y no puedo ir a cobrarlo, la lotería está cerrada y necesito el dinero ya −farfulla, imperturbable, el hombre de la quijada equina y dientes de reptil fósil.
Paco le murmura a su amigo: Compraseló, ganás guita. Con seductora humildad el hombre extrae de su bolsillo el mentado billete y se lo ofrece a Rosendo. Éste lo toma, lo observa del derecho y del revés, lee el número (24234) y el copete: “Lotería Nacional − sorteo ordinario − se juega el 23 de abril de 1946” . Era la jugada del día anterior.
Rosendo, medio intrigado, le propone que vayan juntos hasta el quiosco para verificar si ese billete realmente salió premiado.
El quiosquero lo revisa con parsimonia, mira la lista de la lotería y le confirma a Rosendo: El 24234 salió premiado con mil quinientos pesos. Regresan. A pesar de la fresca brisa Rosendo transpira, duda. La cabeza le da vueltas como una calesita. Hace sumas y restas. Finalmente, sopesa en silencio: “Por el billete cobro $1500, yo le doy a este otario los $150 que cobré en el laburo y el resto es mi ganancia. mmm... me van a quedar $1350 limpitos”
Entran al bar. Paco mira a Rosendo y éste le hace un seña mientras se sientan. No lo piensa más. Aunque un gargajo lo asfixia, la codicia lo marea y el recelo acelera los latidos, saca el sobre, extrae los billetes, los cuenta sin prisa y se los da a cara de caballo. Éste se lo agradece con mueca equina exhibiendo sus dientes de percherón. Luego se va trotando lentamente hacia la entrada del bar.
−Qué tarro que tenés, Rosendo, mirá que comprar un billete premiado por chirolas. –le dice Paco mientras la envidia le enmohece las tripas. Salen del bar y se abrochan las camperas.
Las lucecitas de Gaona parpadean con júbilo sumándose al regocijo de Rosendo, que compra La Crítica quinta, le echa una ojeada a los titulares mientras Cacho el canillita cuenta el vuelto. Caminan por Gaona hacia Espinosa; los dos amigos comentan los incidentes del bar y el gran negocio que hizo Rosendo con la adquisición del billete. Emociones dispares entre los dos amigos...
−¿No te dió pena aprovecharte del pobre infeliz? le dice Paco mientras se ríe a carcajadas.
Llegan hasta la vidriera del espiedo de los hermanos Dagraddi, frente a la iglesia. Paco decide comprar allí algunas vituallas y ambos amigos se despiden.
II. Rosendo cruza Gaona. El tranvía 99 pasa como un hálito y la luz que fisura el vaho de las ventanillas le bosqueja fantásticas viñetas en la cara. El viento no cede y el frío le pone un copo carmín a la punta de la nariz. Pasa delante de la seccional 13ª. Una lucecita roja fugaz destella y desaparece en la penumbra: es el cana de la puerta que pita con sigilo.
Dobla en Planes; su casa está un poco antes de Pujol. Allí vive con su mujer, Esthercita. Alquila una pieza con cocina en una de esos caserones vetustos de varias habitaciones, cada una con su cocinita pigmea y el baño compartido. Mira la hora: las siete en punto. Rosendo piensa: Ahora chau, me palpito la bronca.
Abre la puerta del bulín, entra haciéndose el despreocupado y se acerca a Esther para darle un beso. Ella, enfadada, la trompa alzada como un embudo invertido, da vuelta la cara.
−¿Adónde te metiste, eh? —lo indaga ella con voz de cabo primero.
−Calmate, Negrita, que voy a contarte algo que te va a poner chocha; y preparate unos ricos amargos con espumita. andá, Negra −le dice Rosendo con esa cara de pibe bueno.
Esther y Rosendo salen de la pieza rumbo a la cocina. Mientras ella prepara el mate, el muchacho le narra la historia del billete de lotería. La mujer lo mira consternada...
Discuten, se arma la tremolina pero Rosendo consigue aplacarla. Finalmente hacen las paces y luego de la cena escuchan radio, hojean el diario, charlan, se van a la pieza, juegan al amor y ya satisfechos y cumplidos, se duermen como dos cachorritos.
IV. Ese viernes Rosendo dejó el trabajo al mediodía y viajó al centro de Buenos Aires. Fue a cobrar el premio de su billete. Entró en el edificio de la Lotería Nacional , se acercó a una ventanilla y mientras saludaba a los empleados le pasó el billete a uno de ellos. Al que le vio cara de simpático.
En contados minutos el empleado regresó con otra persona, que encaró a Rosendo:
Dígame, señor, ¿dónde compró este billete? Rosendo le explicó, al que parecía el encargado, lo ocurrido el día anterior en El gato negro sin hacer referencia a los detalles. Preocupado, le interrogó sobre el motivo de la pregunta. Este billete tiene un número adulterado: buen trabajo, pero le hicieron el cuento del tío, señor.
Rosendo comenzó a tiritar. Lagrimones gruesos como lentejas le humedecían las mejillas de pibe bueno. Se sintió estúpido, humillado: ni la plata del billete premiado ni el salario de la semana.
Regresó a Caballito; entró en la casa, fue a la cocina para no ver a su mujer, pero ella estaba allí. Intuyendo algo, le preguntó: ¿Qué pasó Rosendo? El pibe se echó a llorar y abrazándola le dijo: Nos jodieron, Esthercita, nos dejaron sin un mango. A vos te jodieron, replicó la mujer, y yo la tengo que sufrir. Te pasó por bueno e infeliz, ¡qué pajuarano que sos, mi madre!
Estaba deprimido; no tenía ganas de comer. La mujer no lo regañó más; quería consolarlo pero no sabía cómo. Se acostaron a dormir.
A las once y pico Rosendo se despertó. Pálido, bañado en un frío sudor, sentía una opresión en el pecho. La mujer se levantó atemorizada y le pidió a un vecino que telefonee a la Asistencia Pública. La ambulancia alborotando con la sirena llegó en breves minutos. El practicante, mientras lo auscultaba, anunció: Esto puede ser un ataque cardíaco. tenemos que llevarlo a la sala de guardia sin perder tiempo. La sirena de la ambulancia, altanera, se mofa del silencio que envuelve a la barriada. Se dirige al hospital Durand; cruza Parral, entra en Díaz Vélez y llega con su carga a la sala de guardia.
Es cerca de la medianoche. Algunos vecinos curiosos, que desafían el viento y hacen caso omiso de la garúa que los fastidia, comentan las peripecias de lo ocurrido en el barrio y la llegada de la ambulancia...
: : :
El hombre de la cara de caballo, fichado en la yuta como Hansen el falsificador, estaba probando sus dotes con un nuevo candidato en el bar de Medrano y Díaz Vélez, no muy lejos del hospital Durand. En una de sus salas, mientras tanto, Rosendo recupera la salud, pero en cuanto a la platita, ‘pelito pa’ la vieja’, como solían decir en esos años ■
Me encantan los textos al más puro estilo realista. pasan a ser una crónica ,un testimonio de la historia que nos tocó vivir.
ResponderEliminarHay un Adán buenosayres , aquí hay una Andrés rioplatense.Se lo saluda capitán de mil barcos.
abrazo.
amelia
Se lee de un tiro, se engulle como un bocado de recuerdos y el estilo es firma en la palabra. Es parte de una página amarillenta de Crítica o La razón de la tarde. Muchos recibos del pasado fresco expuestos sobre el mostrador de la mirada.
ResponderEliminarAndrés, todavía hay mucha tinta para extender en las hojas.
Muy bueno
Celmiro Koryto
La trama es inquietante y me llevó a leerlo muy rápido, aún sabiendo que no estaba prestando debida atención a la paleta costumbrista del entorno de la historia.
ResponderEliminarLa literatura aldoaina tiene su clave en el lenguaje colorido. En el autor los diálogos son recursos admirables, al estilo de Hemingway.
Felicitaciones, Andrés , y un abrazo.
MARITA RAGOZZA
Disculpas pido, quise escribir literatura" aldaoiana".
ResponderEliminarMARITA RAGOZZA
Muy bueno como todos los cuentos "aldaoianos" (me gustó la palabra de Marita y la quise probar). Que reconstrucciones de época se pueden hacer desde estos personajes, sus astucias, sus chistes, sus viviendas, sus oficios. Me encantó.
ResponderEliminarCristina
El estilo Aldao retrata con precisión lugares y personajes de ese Buenos Aires de antaño, las metáforas y descripciones son todo un hallazgo literario, no importa que sepamos del engaño y tampoco importa conocer el fin se disfruta del placer de la lectura como si uno estuviera allí entre los personajes, un abrazo, Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarMe ha gustado mucho este cuento de Andrés Aldao. Tiene la natural expresión del criollo, sin caer en la oscuridad que surge del habla de una época y un lugar.
ResponderEliminarEs el cuento universal que llega a cada rincón de nuestra América. Borges, Abelardo Castillo, Rufino Blanco Fombona, Marechal: todos están en el cuento.
Un episodio de esperanza en el trabajador y su fragilidad ofendida.
Un saludo, amigo mío.
Me ha gustado mucho este cuento de Andrés Aldao. Tiene la natural expresión del criollo, sin caer en la oscuridad que surge del habla de una época y un lugar.
ResponderEliminarEs el cuento universal que llega a cada rincón de nuestra América. Borges, Abelardo Castillo, Rufino Blanco Fombona, Marechal: todos están en el cuento.
Un episodio de esperanza en el trabajador y su fragilidad ofendida.
Un saludo, amigo mío.