lunes, 5 de julio de 2010

SILVIA PLAGER

Pensando Pintura Técnica Óleo de Argentina

Diente de oro  

“Un pez, ni muy grande ni muy chico, quedó coleteando
y brillando contra el cielo de la noche que ya empezaba”.
Isidoro Blaisten




Hunde la cabeza en la almohada cuando su madre le ordena apagar la luz. Esa noche no le importa cerrar el libro- novela de amor que Julieta vive como algo propio- que cae al piso empujado por el encuentro de mañana. Será grato dormirse con la imagen del que la siguió a la salida de la escuela y que cuando ella dijo que recién había cumplido quince, él le preguntó si la asustaba salir con uno de más de veinte.
Julieta no puede creer que él la descubriera mujer debajo del guardapolvo tableado, hasta el punto de decirle, mejor dicho susurrarle: “Qué cuerpo de artista de cine”. Y se acuna en la cita para el día siguiente: “¿Así que tu nombre es Julieta? Si es para morirse, mis viejos me pusieron Romeo.”
La esperará en la confitería la Perla, el sábado a las seis de la tarde. Y mañana es sábado y octubre parece pleno verano y ella podrá ponerse el vestido rosa y las sandalias y capaz que van al cine a ver una de Ingrid Bergman o cualquiera que la haga llorar porque seguro que entonces él le prestará el pañuelo y le hará cosquillas en la oreja preguntándole: “¿Me querés? Y aunque ella no le responda él sabrá que sí. Y aunque todavía no se lo cuente a las amigas tendrá novio, y las carpetas del colegio y las compañeras y los profesores y la familia estarán como detrás de una puerta que ella mantendrá cerrada cuanto le plazca. Y tendrá lo que los grandes llaman vida privada.  
Julieta sale a la calle con los ojos de la madre estudiándole la mentira. Ha dicho que va al cine Majestic con Mariela. Mariela es la vecina cómplice que la pasó a buscar y la acompañará hasta La Perla.
Romeo, trajeado como el padre de Julieta, fuma. Está apoyado en la pared próxima a la entrada de la confitería. Mariela lo mira desde  lejos y comenta:
“No está mal. Pero para mí que tiene como veinticinco o treinta. Cuidáte”.
Después de ciertas vacilaciones se acerca. El saludo la lanza a un hecho inédito en el que Julieta se siente incitada a ser otra. 
En el tranvía, la pierna de Romeo se acerca a la de ella. El acompasado frotar de la tela áspera del pantalón contra su piel la eriza debajo del piqué rosa. Él habla del calor inusual, y alaba el color claro de sus ojos, sus  curvas de diosa…Ella, bañada en la melaza de los piropos, intenta conservar una expresión indiferente hasta que él le indica la próxima parada.
Al poner los pies en el empedrado, a Julieta sólo le quedan dos certezas: le ha mentido a su madre; y él le ha mentido a ella.       
Algunos bañistas quiebran la monotonía marrón del río. Esa visión, y el olor a pescado, la marean.
Los pescadores, pendientes de sus líneas, son como las columnas y las balaustradas, una pausa concreta. Contempla el ilusorio horizonte del atardecer que desea perpetuo. Pero la temida noche se aproxima.
Romeo la ha tomado por la cintura. La vergüenza y el deseo son una trenza apretada que duele en el cuero cabelludo y en el estómago. Entonces su imaginación escapa al patio donde jugaba con sus primas a las escondidas: “punto y coma, el que no se escondió, se embroma”. ¿Pero cómo esconderse de las propias ganas?
Caminan. La mano de él comienza a tirar; hay algo de la emoción del pescador en el brazo tenso que la lleva a cruzar la avenida e internarse en la zona donde los árboles se agrupan. La música lejana de una calesita a Julieta le resulta una burla. Por último, sólo el sonido de los pasos en la tierra. Cuando él la apoya contra el árbol, ella se libera en esa boca honda, sin miedos. Pero al recibir el eléctrico desafío debajo de la falda, las recomendaciones de su madre y la evidencia de que debe detenerlo la impulsa a gritar.
Romeo le cubre la boca: “¡No es para tanto!” Reprime una nueva arremetida y dice suavizando el tono: “Hace calor, nena, ¿vamos a tomar algo fresco?” Piensa que le  dará trabajo la mocosa pero que, a la larga, caerá, igual que las otras.        
En sus colores chillones agoniza el ajado paisaje de cartón. Dos bailarinas se sacuden, ajenas al ritmo, en la música estridente. Las gorduras asoman de los escotes y de las mínimas polleras.
Julieta descubre en el ávido mirar de Romeo y en la palma que acaricia su hombro, una sordidez que lo asemeja a las mujeres pintarrajeadas. Quizás en el contacto placentero que le provoca la mano de él esté el amor, y no en sus miedos de niña boba, razona.  
Cuando los besitos tirados al público y los desganados aplausos ponen fin al espectáculo de las hermanas Taylor, estrellas internacionales que la confitería El Balneario viene contratando en exclusividad desde hace diez años, y Romeo le pregunta si se divierte, Julieta se muerde el labio inferior, gesto que anuncia las lágrimas.
“¿Te comieron la lengua los ratones? Vamos, nena, una sonrisita…, que vinimos a divertirnos”.
Los papeles grasientos en el piso, las mesas y sillas de lata, las burdas figuras de los parroquianos, los mozos tan viejos como sus uniformes, ahogan las palabras de Romeo. Y Julieta sacude la cabeza a los lados, sin saber si está asintiendo o negando. Le llega la voz de su madre: “El que calla otorga”. Entonces se disculpa: “La naranjada está helada y me duele la garganta”.
“Pobrecita”, dice burlón, pasándole el dedo índice por el cuello.
Hace su aparición, anunciado por un redoble de tambor, Popoff, el único: traje a cuadros, sombrero de paja, moño a lunares, zapatones amarillos. El payaso acompaña sus chistes con sonidos groseros. La concurrencia festeja la imitación y un borracho interviene, inclinándose hacia delante, para que no queden dudas de que el ruido provocado por él es auténtico. Un camarero amenaza con su bandeja al borracho, que regresa a su asiento abucheado por los de las mesas próximas que apantallan el aire ostentosamente.
Julieta, horrorizada, descubre en la boca de Romeo que no cesa de reír, un diente de oro. No puede creer que esa risa y ese brillo dorado pertenezcan al galán que imaginara la noche anterior, antes de caer en un sueño feliz. Recuerda a la gitana en plaza Miserere, de similar dentadura, que ofrecía leer la suerte, y el alborozo de sus compañeras de clase, preguntándole cuánto pedía. Todas deseaban saber cómo sería el hombre destinado y cuántos hijos iban a tener.
Julieta aprovecha que Romeo está entretenido con la aparición de las coristas y los comentarios obscenos de Popoff, para susurrar: “Voy al baño”. Romeo hace un ademán de darse por enterado mientras observa la mano del animador que, como ventosa, se apoya en el trasero de una corista y se dice que durante el camino de regreso buscará la complicidad de algún galpón y no habrá grito ni forcejeos que lo detengan.
Julieta corre. Ahogada por la agitación se detiene. Cree ver en las aguas oscuras un remolino de centellantes dientes de oro.
Las lámparas de los pescadores son ojos que la acosan aún más que las palabras roncas que surgen a su paso. Su casa, su dormitorio, su cama, le resulta un paraíso inaccesible donde la aguarda un libro en el que los enamorados son tal como desea imaginarlos.
Corre. El aire fresco le arranca los últimos besos, las últimas caricias. El viento seca las lágrimas y el desengaño.
Las luces del balneario son una nave engalanada que se aleja en medio de la noche.
Oye en el andar monocorde del tranvía lo que le repetirá a su madre: “Fui al cine con Mariela”.
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1 comentario:

  1. Un magnífico relato de una cuentista poco conocida y un tema cercano a la memoria y remoto en el tiempo: el "Balneario Municipal" de los años 30 y 40, en una Buenos Aires que sólo es una desvanecida tarjeta de colores desvaídos. Es como un brochazo ocultado por la avenida Madero.
    Despierta mi nostalgia personal, el recuerdo de mis viejos y escenas que fueron parte de muchas infancias.
    Andrés

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