ALEJO URDANETA
Este pensamiento tiene un secreto
El calor se lo robó la piedra y la mano fue palideciendo vuelta hacía el fondo del valle, como si quisiera llamar la vida. Con los colores y aromas debieron fundirse mis pensamientos, y mi vida asentó su sorpresa desde aquella atalaya de perfumes donde la invención de las flores del nuevo tiempo y las granadas de rojos fogonazos se mezclaron para aturdirme. Y de pronto mis ojos volvieron a la imagen venerada —como fetichismo de adolescente— para posarse en detenido análisis: la mano había trazado una fatal elipse para dejar su perfume sobre la hierba.
Ese era el recuerdo que fijaba en toda la extensión del paisaje; y era el fulgor del arco iris lejano, temeroso de precisar sus contornos, el mismo que tuvo su rostro sorprendido. (Era su «arc en ciel" de limpia pronunciación el que veía extinguirse en sus mejillas). La mano reposaba en mi regazo, no ya para sembrar en mis tensos nervios los anhelos del instinto, ni para despertar las vibraciones pasionales del violonchelo, sino para decirme en su liviandad todo lo que las palabras y sus ojos de asombro no supieron expresar. Y la mano volvía sin cesar a presentarse ante mi; ¡Recuerdos, pensamientos! La meditación ocupó su lugar en el escenario del crepúsculo.
Cuando el arco del violonchelo bailaba en sus manos, nacía Bach en su plenitud barroca; o se hacía lánguido el arpegio para sonar «Goyescas». Pero eran sus manos las que creaban los anhelos que después se convertían en reproches injustificados: el constante juego de la incertidumbre que hacía surcos en mi piel. Pintar sobre la hierba de nuestro solar imágenes que sólo podíamos comprender ante el sortilegio de la tarde; decir palabras que no adquirían sentido sino después de descubrir el misterio de la saciedad. Gritos y música: extraña conjunción. Los rictus que adornaban nuestros rostros eran sublimes a conciencia, y crecían las máscaras de la tragedia cuando dejábamos que sobre el muro se fijasen las huellas de la locura. Y el viento. En la hora crepuscular venía a sentarse a nuestro atrio para acompañar el pulso del arco naciendo en Bach. El mismo viento mece sin entusiasmo su cabello entre mis manos, y la vaga presencia del entorno me confunde en este recuento sin propósito, como si desde una barca anclada en el río vislumbrase los últimos fulgores que perfuma la lluvia, en contraste con la tempestuosa sombra que se difumina debajo del arco iris. Su boca es fina y parece que aún hablara con la misma entonación: «1'arc en ciel, c'est la tempéte de 1'ame».
Amaba con locura la lengua francesa y me daba un poco de esa locura en los quejidos que arrancaba al violonchelo, para confundir con el aliento profundo que brotaba del arco sus lamentos guturales que yo escuchaba aún después, en el descanso de la saciedad.
Todos los paisajes de la melancolía vienen a sonar sin llamarlos cantos funerarios, llantos de aves. Imagino su tristeza cuando sus manos se tendieron inquietas para preguntar: ¿Por qué?; un gesto de incertidumbre igual que el de la tarde con sus tintes indecisos. Mi respuesta atolondrada dejó en el aire sólo silencio. «No fue mi intención». Ya no hay vibraciones que reciban mi aturdimiento, y tampoco los pájaros que todavía no han ido hacia la noche pueden acompañarme en una explicación.
Con el tono rojizo que toma el aire se hacen más profundas las piedras del solar. Como imagen de cuerpos vivos, algunos rostros burlones que hablan por sus entresijos, dicen: ¡venganza! ¿Pero de qué? ¿Cómo puede haber venganza en la comunicación sublime que propicia la música? ¿Y si fuera tal vez ese mismo estado de ánimo que nace de la sublimilidad el que despierta la locura? Son mis pensamientos en el vacio de la tarde ya declinante, con su mano tendida entre mis manos y los cabellos teñidos del rojo del crepúsculo o quizás del tinte de las granadas perezosas. Y el escenario hueco de sombras por un lado, fluorescente de otro, presagia la llegada de la noche y el silencio del violonchelo. Ya no volverán a sonar las notas a la pulsación de sus volátiles manos que se tienden complacientes; y de todos los elementos del paisaje, los dibujos de la melancolía me presentan mi única explicación: el cervatillo que perseguí entre la fronda pudo escapar, y entonces amé al cervatillo. Ese pensamiento pudo ser verdadero pero tenía la inseguridad que me había dominado hasta este momento. ¿Por qué cuando el cervatillo vino a mis pies renegué de su libertad de escogencia? ¿Por qué lo sacrifiqué luego? Sí; la vida y la felicidad son sólo anhelos.
La piedra está ahora inmóvil, como su mano que he dejado hace poco sobre la hierba. "No fue mi intención», quise decirle el último momento. Después del silencio del violonchelo y de la huida apacible de las aves, tomé su mano con cuidado para fundirla con la piel de la tierra y para que dejase en ella el calor que aún no había robado la piedra.
Ésta que ahora es mi asiento y que trazó en el aire una veloz figura de muerte. ■
Es siempre un placer encontrarme con tus letras, estimado Alejo. Una vez más me deleito con la suavidad y la elegancia de tu saber-decir.
ResponderEliminarUn saludo cordial y un abrazo amigo.
Tania Alegria
Apasionado e intenso como tu padre querido...Besos y bendi
ResponderEliminarMari