ISABEL ALI
Plaga De Amor
Franqueé la puerta del supermercado con cierta incomodidad, gambeteando a otras personas que entraban o salían llevando decenas de bolsas.
En medio del tumulto de uno de los pasillos entre las góndolas, traté de orientarme leyendo los carteles informativos que pendían del techo: los lácteos y las frutas al fondo del local, los artículos de tocador a la derecha.
Me apropié de un carrito vacío que encontré en un rincón y avancé hacia la derecha. Detuve el carro y mis pasos frente a los champuses. Nunca entendí por qué termina siendo tan complicado comprar un producto para lavarse el cabello. No tengo rizos rebeldes ni lacio con frizz, tampoco padezco caspa o debilidad del bulbo, no sé si mi pelo necesita hidratación, humectación o nutrición. Me basta cualquier cosa que haga espuma cuando se mezcla con el agua. Como excentricidad de mi parte, solo pretendo que no huela a hormonas de tapir o a esperma de ballena. Así que suelo elegir un envase al azar, sin poder eliminar definitivamente el temor de que, al día siguiente de haberlo utilizado, mis manos amanezcan peludas porque las froté con un champú que fomenta el crecimiento del pelo. Por si acaso no leo las etiquetas, tienen influencia sobre mi subconsciente y el exceso de información me lleva a somatizar.
Metí la botella en el carro y emprendí la ruta hacia los lácteos.
Alguien venía detrás de mí. Eso no debió asombrarme. En un supermercado todo mundo va detrás de alguien haciendo su compra. Pero lo que me llamó la atención no fue el sonido extraño de su carro, que chirriaba como suplicando unas gotas de aceite en los ejes de las ruedas, sino algo fuerte que parecía tocarme la nuca en oleadas como un vientecillo cálido y espeso. Di la vuelta para ver de qué se trataba y me encontré con él.
Me miró con dos mariposas saliendo de sus pupilas. Aleteaban levemente, soltando en el aire un polvillo brillante que se desprendía de sus alas fabricando diminutas luces de colores que venían hacia mí.
Incómoda ante su desfachatez, carraspeé intentando poner coto a la situación y de mi boca cayó un alacrán que se encaminó hacia él pero no llegó a destino: una señora cargada con paquetes de pañales descartables lo pisó en el camino. Él me observó con mayor intensidad. Su mirada descendió hasta mis pies y trepó lentamente por mis piernas y mi falda hasta enroscarse en mis caderas. Suspiró y soltó una araña que comenzó a tejer con velocidad alrededor de mí. ¡Era demasiado! Molesta por la tela que empezaba a picarme en las narinas, estornudé y le lancé un sapo que se comió a su detestable araña y huyó a los saltitos hacia el sector de los detergentes.
No se dio por vencido. Sus ojos se fijaron en mí con mayor ímpetu ascendiendo hasta mi escote. Tuvo tiempo de elaborar un cumplido y de silabearlo con voz ramplona a la par que rodaban desde sus labios, entre sílaba y sílaba, un ejército de hormigas coloradas. Como atraídas por el olor de un alimento, vinieron hacia mí formando cuatro columnas que apuntaban a mis zapatos. Me dio miedo. Quise defenderme y soplé sin pensarlo: apenas articulé un murciélago que, cegado por las luces fluorescentes del supermercado, culminó su vuelo golpeándose contra un exhibidor de sopas deshidratadas. Puse un poco más de empeño en violentarme y volví a soplar para enviarle lo peor de mí: me salió un manojo de abejas que me ensordecieron con sus zumbidos y, luego del primer momento de confusión, se abalanzaron hacia la góndola del azúcar. Las hormigas ya estaban escalando mis pantorrillas descaradamente. Desesperada, hice un intento de poner máxima concentración en mi soplido. No sirvió de mucho: una libélula partió de entre mis dientes y se dirigió directamente a la salida.
No tenía escapatoria. Él sonreía ufano mientras sus hormigas se metían por dentro de mi ropa. Cuando llegaron a mi pecho y empezaron a morderme, el dolor me obligó a emitir un pequeño grito que pareció no llamar la atención de nadie más. Caí a sus pies.
Se acercó, tendió su mano hacia mí y me ayudó a ponerme en pie. Yo no podía dejar de mirarlo con los ojos llenos de luciérnagas que me estorbaban la visión. Dio un respingo para recuperar a sus hormigas y se marchó sin decir más.
Desde entonces, uso lentes oscuros para encubrir las luces que lo buscan. Aunque aún no encontré con qué disimular el agujero del pecho, ese pozo carcomido por cientos de mandíbulas rojas y pequeñas que alguna vez habitó mi corazón.
Bravo, Isabel!!! Metáforas convertidas en realidad!!! Imaginación, agudez y humor...Buenísimo, Ester Mann
ResponderEliminar¡Qué bueno, muy romántico! ¿Porqué no hiciste que se quedaran juntos? Te felicito muy ingenioso, divertido,metafórico y placentero.Un abrazo Neli ♣
ResponderEliminarUn comienzo cotidiano por una ida al supermercado, Isabel, logras transformar este cuento en una obra original, fantástica, donde el amor se describe a través de inverosímiles imágenes.
ResponderEliminarMARITA RAGOZZA
Muy buen relato con puntos culminantes que se atropellan y consiguen velocidad evadiendo singulares metáforas que encienden lámparas que conectan las oscuridades que el subconciente expone.
ResponderEliminarIsabel felicitaciones por el o los premios que te mereces.
Celmiro koryto