Ventanas
La casa se mantenía de pie, cuatro muros de ladrillo rojo
pelado. No había techo, ni piso. Tampoco ventanas. La casa - o mejor dicho el
proyecto de lo que debería haber sido una casa - se mantenía erguida cual
monumento a los sueños irrealizados.
Los espacios rectangulares, que deberían haber sido
llenados con ventanas en algún futuro que nunca llegó a ser pasado, estaban
cubiertos de telarañas. Las paredes desnudas, ruinas anticipadas de algo que
nunca fue. Entre aquellos muros, un niño jugaba, cavando en la tierra canales
con túneles que luego llenaría con agua y pondría a navegar sus barquitos de
papel. Un gato pelirrojo seguía con su mirada el movimiento de las arañas sobre
aquellos huecos que hubiesen podido ser ventanas.
En ese sitio se concentraban todos los sueños frustrados,
los bellos proyectos que nunca lograron concretarse. El niño vivía en una
pequeña cabaña construida frugalmente como hogar provisorio, esperando que
aquel castillo de arena fuera acabado. De la ventanita de la choza podía ver
día y noche las ruinas prematuras, como un recordatorio permanente del fracaso,
como un sádico guiño del destino – “ahí lo tienes, casi al alcance de tu mano,
pero nunca será tuyo”. Aquel estado de sala de espera que devino un hilo
conductor para él.
En el medio de lo que debió haber sido el salón, el niño
cavó un pozo, colocó ladrillos en sus paredes de tierra y una tabla de madera
que hacía de techo. La tabla fue cubierta con tierra y en ese escondite secreto
colocó sus juguetes. Ahí estaban seguros. Seguros de lo efímero que era el
resto. De los aviones ingleses que según había contado la maestra podrían algún
día bombardear Buenos Aires. El sabía que de nada servía esconderse debajo de
una mesa, lejos de las ventanas. Los profesores seguramente lo decían para
combatir la impotencia.
Los juguetes quedaron ahí. En el pozo. Cuando el niño
tuvo que dejar aquella cabaña y las ruinas de lo que nunca fue su casa, no pudo
hallar el escondite. La lluvia y el barro se habían llevado la ramita que
servía para marcar el lugar. Le anunciaron que dejarían todo atrás para buscar
un mejor futuro. El imaginó un lugar con el cielo de color naranja. Su aparato
fonador se acostumbró rápidamente a reproducir nuevas combinaciones y la vida
fue otra. Pero en algún lugar aquellas cuatro paredes, aquellos juguetes
olvidados, siempre siguieron con él. Y el cielo que no fue naranja sino azul,
igualito a aquel que había dejado atrás.
Todos tenemos juguetes escondidos en algún lugar, se trata solo de buscar con paciencia hasta encontrarlos para devolverlos a quién pertenecen, a ese niño del pasado, a ese nene que fuimos.
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