Se lava la cara despaciosamente. Se mira en el espejo, se
guiña el ojo y sonríe. El “pibe” Rosendo se peina las ondas de su pelo
renegrido, aspira el aroma de la viruta y el aserrín del taller, le echa una
nueva mirada a la “trucha”, prende un Fontanares y pasa por la oficinita del
trompa. Recibe el sobre con el jornal de la semana, cuenta la plata y firma el
recibo.
-Paco, vamos a tomar un
cafecito -le dice a su amigo.
-Vamos, pero invito yo -le contesta Francisco.
También Paco recibe el sobre de la semana. Después salen
de la carpintería en la que trabajan los dos amigos, toman por Fragata
Sarmiento hasta Gaona. En la esquina está “El Gato Negro”, bar y billares del
barrio de Caballito de los años treinta y cuarenta.
Rosendo y Francisco (Paco para los amigos) se conocen
desde la primaria. En el taller forjaron la amistad: los dos en la treintena de
la vida, casados; Paco ya tiene un crío. Hinchas de Ferro, naturalmente.
Entran en el bar, se sientan al lado de la ventana cerca
de las mesas de billar. El viejo reloj, colgado detrás del mostrador de estaño,
señala las cinco y media. Una ingenua brisa otoñal juega con las hojas caídas
de los árboles, ya medio pelados, que alfombran la vereda del bar. Algunos de
los habituales atorrantes de la vecindad están trenzados en frenéticos combates
de carambola a tres bandas: el “Lecherito” -hijo de un vasco lechero-, Adel el
“Turco”, Luisito el “Pacho”, los hermanos Toker y otros cuyas fachas son
desconocidas.
-Don Julio, traiga dos cafés. uno
cortado -pide el Paco.
-Fíjense como le dan al paño con
los tacos. son unos bestias -vocifera don Julio, uno de los dueños.
Los dos amigos se encogen de hombros y sonríen. Sorben el
café mientras comentan problemas del trabajo. Rosendo es carpintero de muebles,
y Paquito oficial lustrador.
-El domingo, después del partido,
¿no querés que vayamos a comer por ahí? ¿que te parece, Paco?
-Vos sí que te das la buena vida,
Rosendo. Van al bío, los sábados morfan en “El Rancho Grande” o en la “2 de Mayo”: yo tengo un pibe. Pero para que no me digas amarrete, ¡vamos! le
dijo sonriendo.
De una de las mesas de billar llega un barullo descomunal.
el Lecherito le acomoda un tacazo a uno de los Toker. Los dos hermanos se le
van al humo y estalla la gresca. El “gaita” los pianta a todos.
Se hace un silencio que horada los tímpanos. El bar
enmudece, los parroquianos hacen causa común y callan. Inspiran el aire en
cómodas y silenciosas bocanadas. Sólo el “shshshshsh” de la máquina expreso, arrogante
y desdeñosa como una pebeta pintona, se anima a desafiar la cólera de don Julio.
Afuera, las penumbras se despliegan alevosamente. La brisa otoñal se quita la
careta bonachona y pretende jugar al huracán temerario. Pero le faltan agallas.
Aunque siga desprendiendo la hojarasca atornasolada, mustia y quejumbrosa. como
un fuelle tristón que llora por la mina que se rajó del bulín.
“El Gato Negro” recupera los
murmullos, las risotadas. Vuelven a escucharse las toses con variación de los fumadores crónicos. Y los “truco. quiero
retruco” estentóreos hacen danzar a los porotos del puntaje.
Entra un desconocido, se detiene, ojea a los ocupantes de
las mesas con mirada esquiva. Tiene cara de caballo, trompa prominente, y los
dientes de dinosaurio dan pavura. Los orificios de la nariz se abren y cierran
candenciosamente; las orejas, medio paradas y triangulosas en la parte superior.
Sólo los ojos, medio achinados, tienen rasgos humanos. Lleva un par de días sin
rasurarse; viste un traje gris claro, vejete y arrugado.
Se dirige pausadamente hacia la mesa de los dos amigos. los
carpetea de reojo, se para, y mientras se quita el “funyi” les dice con voz
monocorde:
-Discúlpenme, caballeros, tengo
un problema muy serio y tal vez ustedes me pueden ayudar. Rosendo y Paco se
hacen los desentendidos. Pero “cara de caballo” vuelve a la carga.
-No les pido una limosna: soy
poseedor de un billete de lotería premiado pero mi mujer está muy enferma. Yo
vivo en Mendoza; tengo que viajar ahora mismo y no tengo plata ni puedo esperar. -les aclara.
-¿Porqué te voy a comprar el
billete? ¿Cómo puedo saber si lo que me decís es cierto? le dice Rosendo
mientras lo semblantea.
-Tiene mucha razón, caballero, pero
debo viajar y no puedo ir a cobrarlo: la lotería está cerrada y yo necesito el
dinero ya -susurra, imperturbable, el
hombre de la quijada equina y dientes de dinosaurio.
Paco le murmura quedamente a su amigo: “Compraseló, ganás
guita”. Con seductora humildad y parsimonia el hombre extrae de su bolsillo el
mentado billete y se lo ofrece a Rosendo. Éste lo toma, lo observa del derecho
y del revés, lee el número (24234) y el copete: “Lotería Nacional - sorteo
ordinario - se juega el 23 de abril de 1946”: era la jugada del día anterior.
Rosendo, medio intrigado, le propone que vayan juntos
hasta el quiosco para verificar si ese billete realmente salió premiado el día
anterior.
El quiosquero revisa el billete con parquedad y le
confirma a Rosendo que el 24234 salió premiado con quinientos pesos. Regresan. A
pesar de la fresca brisa, Rosendo transpira, duda. la cabeza le da vueltas como
una calesita. Hace sumas y restas. Finalmente, sopesa en silencio: “Por el
billete cobro $500, yo le doy a este otario los $250 que cobré en el laburo y
el resto es mi ganancia. mmm. me van a quedar $250 limpitos!”.
Entran en el bar. Paco mira a Rosendo y éste le hace un
guiño mientras se sienta. Saca el sobre, extrae los billetes, los cuenta sin
prisa y se los da a “cara de caballo”. Éste se lo agradece con sonrisa equina, exhibiendo
sus terroríficos dientes de percherón. Y se va trotando lentamente.
-Qué tarro que tenés, Rosendo. mirá
que comprar un billete premiado por la mitad. –le dice Paco mientras salen del
bar.
Se abrochan las camperas. Las lucecitas de Gaona
parpadean alegremente en la noche otoñal. Rosendo compra “La Crítica ” quinta, le echa
una ojeada a los titulares mientras Cacho, el canillita, cuenta el vuelto. Caminan
por Gaona hacia Espinosa; los dos amigos
comentan los incidentes del bar y el gran negocio que hizo Rosendo con la
adquisición del billete.
-¿No te dió pena aprovecharte del
pobre infeliz? le dice Paco mientras se
ríe a carcajadas.
Llegan hasta la vidriera del espiedo de los hermanos
Dagraddi, frente a la iglesia. Paco decide comprar allí algunas vituallas y
ambos amigos se despiden.
Rosendo cruza Gaona. El tranvía 99 pasa como un soplo y
la luz que fisura el vaho de las ventanillas le dibuja raras figuras en la cara.
El viento gorgorea trinos y el frío le pone un copo carmín en la punta de la
nariz. Pasa delante de la seccional 13ª. Una lucecita roja destella fugazmente
y desaparece en la penumbra: es el cana de la puerta que pita con sigilo.
Dobla en Planes; su casa está un poco antes de Pujol. Allí
vive con su mujer, Esthercita. Alquila una pieza con cocina, en una de esas
casonas antiguas de varias habitaciones, cada una con su cocina y el baño
compartido. Mira la hora: las siete en punto. Rosendo piensa: “Y ahora chau, ya
me palpito la bronca”.
Abre la puerta del bulín, entra haciéndose el
despreocupado y se acerca a Esther para darle un besucón. Ella está enfadada. se
le nota en la trompa, levantada como un embudo invertido.
-¿Adónde te metiste, eh? lo
interroga con voz de cabo primero.
-Calmate, Negrita, que voy a
contarte algo que te va a poner chocha; y preparate unos ricos amargos con
espumita. andá, Negra -le dice Rosendo con esa cara de pibe bueno.
El viento se torna húmedo, algo borrascoso. En el cielo
navegan nubarrones mal entrazados. Esther y Rosendo salen de la pieza rumbo a
la cocina. Mientras ella prepara el mate, el muchacho le narra la historia del
billete de lotería. La mujer lo mira con cara contrariada.
Discuten, se arma la tremolina pero Rosendo consigue
aplacarla. Finalmente hacen las paces y luego de la cena escuchan la radio, hojean
el diario, charlan, se van a la pieza, juegan al amor, y luego, satisfechos y
cumplidos, se duermen como dos cachorros.
La arrogante sirena de la ambulancia se mofa del silencio
pastoral que envuelve a la barriada. Se dirige al hospital Durand; cruza Parral,
entra en Díaz Vélez y llega con su carga a la sala de guardia. Es cerca de la
medianoche.
Algunos vecinos curiosos, que desafían el viento y hacen
caso omiso de la fina garúa que los fastidia,
comentan las peripecias de lo ocurrido en el barrio y la llegada de la
ambulancia.
(Ese viernes Rosendo dejó el
trabajo al mediodía y viajó al centro de Buenos Aires. Fue a cobrar el premio
de su billete. Entró en el edificio de la Lotería Nacional ,
se acercó a una ventanilla y mientras saludaba a los empleados le pasó el
billete a uno de ellos. Al que le vió cara de simpático.
En contados minutos el empleado regresó con otra persona,
que encaró a Rosendo diciéndole:
-Dígame, señor, ¿dónde compró
este billete?.
Rosendo le explicó, al que parecía el encargado, lo
ocurrido el día anterior en “El gato negro”. Preocupado, le interrogó sobre el
motivo de la pregunta.
-Este billete tiene un número
adulterado: buen trabajo, pero le hicieron el cuento del tío, señor.
Rosendo comenzó a tiritar. Lagrimones, como muecas
sarcásticas, le humedecían las mejillas de pibe bueno Se sintió estúpido, humillado:
ni la plata del billete “premiado” ni el salario de la quincena.
Regresó a Caballito; entró en la casa, fue a la cocina
para no ver a su mujer, pero ella estaba allí. Esther, presintiendo algo, le
preguntó: “¿Qué pasó, Rosendo?”. El “pibe” se echó a llorar y abrazándola le
dijo: ”Me jodieron, Esthercita, nos dejaron sin un mango”.
Estaba deprimido; no tenía ganas de comer. La mujer no lo
regañó; quería consolarlo pero no sabía cómo. Se acostaron a dormir.
A las once y pico Rosendo se despertó. Pálido, bañado en
un frío sudor, sentía una opresión intensa en el pecho. La mujer se levantó
atemorizada y le pidió a un vecino que telefonee a la Asistencia Pública.
La ambulancia, alborotando con su sirena letífica, llegó en breves minutos. El
practicante, mientras lo auscultaba, profetizó: “Esto puede ser un ataque
cardíaco. tenemos que llevarlo a la sala de guardia sin perder tiempo, es
urgente”.
El hombre de la cara de caballo, fichado en la yuta como
“Hansen el falsificador”, prueba su suerte con un nuevo candidato en el bar de
Medrano y Díaz Vélez, no muy lejos del hospital Durand. En una de sus salas, mientras
tanto, Rosendo recupera la salud, pero en cuanto a la platita, “pelito pa’ la
vieja”•
He logrado entrar por fin a esta Página. Asombro y alegría ante lo que encontré. Qué buenos textos y autores.
ResponderEliminarFelicitaciones! Estaremos ahora más cerca. Cecilia Glanzmann (Trelew)
Andrés: MUY BUENO !!!, amigo. Como siempre el barrio, el bar con sus clientes "especiales" y la viveza a la orden del día. Me encantó. Mi abrazo,
ResponderEliminarMuy bueno, Andrés!!!!!
ResponderEliminarEl famoso cuento del tío recreado magistralmente por la pluma de Andrés que como siempre ha logrado pintar un cuadro de costumbre pleno de imágenes, muy bueno, saludos, Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarPlanteado en un otro tiempo diferente al actual y muy igual en algunos temas, llamémosle argentinismos, la burla, la mentira, siguen vigentes solo que ahora se utiliza a ancianos y desprevenidos. Rescato el lenguaje que se mantiene siempre en sus cuentos Andrés y las descripciones de lugares, como si se fueran visualizando a medida que se avanza en la lectura. Costumbrista y muy bien relatado. Afectuosamente. marta comelli.
ResponderEliminarComo siempre tengo el regocijo que me brinda la escritura perfecta, el flash de un corto esperado, porque su escritura, cuando quiere y como quiere, deslumbra. Se huelen la viruta y el café y se siente la opresión en el pecho.
ResponderEliminarGraicias, Profe, por siempre. Un abrazo.
Sonia Figueras
Pibito...me encantó...adhiero en un todo a las palabras de Trinelli. ABRAZO!!
ResponderEliminarMe detuve en la primera parte que está escrita en letra cursiva. Es una postal poética de una parte de la urbe porteña. Me encantó.
ResponderEliminarLuego, al introducirme en el cuento, creo que el autor ha explicitado el género picaresco", pero argentino, y no académico, sino de su propio don natural, donde la narración tiene la maestría de atrapar, especialmente a través del lenguaje, y en a historia experimenté sentimientos distintos, porque además de aquello llamado "viveza criolla", encuentro también un poco de la dureza de la vida y cierta inocencia en los personajes.
Bravo, Andrés. El título en su reverso es muy bueno.
Felicitaciones y un gran abrazo.
MARITA RAGOZZA
Una vez más quedo fascinada con estos viajes por el pasado y por las calles que el narrador va eligiendo. La pintura de los personajes está siempre fresca y con colores nítidos. Gracias
ResponderEliminarCristina Pailos
El cuento realza su carácter y cobra dimensión a través de la jerga porteña. Y así es, los "vivillos" fueron el símbolo emblemático de esta "húmeda, atroz e irrepetible" urbe. Ahora Buenos Aires es otra, y el apelativo de El Gato Negro lo ostenta una cafetín situado en Corrientes al 1600, donde hace unos años tuve el gusto de compartir un cafecito con el Aldao.
ResponderEliminarDa gusto leer estas costumbres de época, el lenguaje apropiado para los personajes, el vivillo de todos los tiempos, la imagen del canillita y estos lagrimones que se quieren escapar durante la lectura.
ResponderEliminarGracias por compartirlo, querido amigo, un abrazo
Betty