UN LUGAR MARAVILLOSO[1]
Jorge Rendón Vásquez
Piscucha[2] comenzó el descenso
de la cuesta en zigzag, retozando y evitando los guijarros. Se detuvo para
esperar a su hermanito de seis años que trataba de imitarlo con torpes
movimientos.
—¡Despacio, Huguito! —le gritó.
Le tomó la mano y continuó el descenso al ritmo lento de
éste.
A mitad del cerro, contempló el panorama. Un poco más
allá, discurría la carretera al sur con sus tres pistas repletas de vehículos,
corriendo en uno y otro sentido. La cortaba la avenida Benavides, desplazándose
hacia el mar y cubierta a lo lejos por la bruma matinal. Oteó el lado derecho
de esta avenida, y fijó su atención en los dos supermercados.
“Deben de ser lugares donde se puede recoger toda la
comida que uno quiera —se imaginó—, lugares donde se puede comer hasta que el
hambre pase y tirarse al suelo, riendo.”
Piscucha y Huguito habían salido de su casa a las seis
de la mañana, cuando la claridad del día despuntaba más dispuesta y más
temprano sobre el cielo aún gris de fines de diciembre. Su madre les había
preparado el té caliente, que tomaban todas las mañanas con un pan. Sus otros
dos hermanitos dormían sobre el gastado y sucio jergón, compartido por todos
ellos. En algún momento de la mañana, su madre, con su pesado andar por sus
seis o siete meses de embarazo, bajaría al mercadillo a proveerse de
comestibles con los seis soles ochenta que él le había entregado el día
anterior. La había visto de pie, junto a la puerta de la habitación de
ladrillos con techo de esteras, que su padre había construido. Ahora, él
estaría, en alguna parte de la sierra, trabajando tal vez en una mina.
Los niños se instalaron en la avenida Benavides, en el
cruce con la avenida Caminos del Inca. A esa hora, la circulación de
automóviles aumentaba.
Cuando el semáforo cambiaba a rojo, Piscucha, seguido
por Huguito, se colocaba junto a la puerta del conductor del primer vehículo y,
con la seriedad y la responsabilidad impresas de manera natural en su
semblante, le ofrecía limpiarle el parabrisas. Casi todos los conductores,
hombres y mujeres, rechazaban el ofrecimiento, algunos con indiferencia, otros
con desagrado y hasta con malos modales, y los menos con alguna palabra gentil.
Los pocos que aceptaban su servicio le alcanzaban alguna moneda de veinte
centavos, y eran rarísimos los que le daban una de cincuenta, tras verlo
estirarse sobre el parabrisas y fregarlo con energía. Desde el interior de los
automóviles, algunos niños, embutidos en sus uniformes escolares, los
observaban, indiferentes. Algunas veces, Piscucha se preguntaba si él también
podría ir a una escuela.
Concluida la hora de ingreso a los colegios, se abría un
período de cierta calma, que los niños aprovechaban para echarse sobre el
césped del jardín central.
Esa mañana, volvió a mirar desde allí los supermercados,
y su mente retornó a la idea que lo fascinaba hacía días. “Ese es el lugar de
la comida —supuso—. Allí la comida debe de crecer en los pasillos, como las
hojas de los árboles en la avenida”.
Cuando alguna vez se había acercado a la puerta de uno,
el guardián, uniformado como un militar, lo había expulsado de mala manera.
Sólo había podido ver los pasillos iluminados con una luz como la del día, la
fila de cajeras jóvenes ante sus máquinas, y la gente empujando unos carritos
con las cosas que tomaban de los estantes.
Entre las diez y las doce del día, el rendimiento de su
trabajo se mantuvo en su promedio diario. Al mediodía, contó las monedas
recibidas y verificó que tenía ya cuatro soles y veinte centavos.
—Piscucha, tengo hambre —le dijo Huguito.
—Espera un momento. Voy a comprar pan.
El pequeño trabajador de nueve años atravesó la pista y
se dirigió a la panadería de esa cuadra. Pidió cuatro panes franceses y pagó
por ellos a la cajera sesenta centavos.
“Cada día están más caros” —pensó, y salió.
Devoraron los panes muy rápido, por más que él quiso
hacerlos durar. Se acercaron a un caño, en el otro extremo de la cuadra, y se
saciaron de agua. Después, Piscucha volvió a su tarea.
Entre las dos y las tres de la tarde, el tránsito de vehículos
disminuyó. La fuerza de la costumbre le había enseñado a conocer el ritmo de la
circulación durante todas las horas del día y los momentos en los que podía
obtener algo más por su trabajo. Si llegaba a los siete soles en todo el día,
se consideraba afortunado. A las ocho de la noche, retornaría a su casa, donde
su mamá estaría esperándolos con un plato de frejoles con arroz y, si el día
anterior había tenido suerte, con un montoncito de menudencias de pollo o con
un pedazo de pescado hervido y, a veces, frito. Sólo una vez había recibido
diez soles de una señora de amables ojos azules, que parecía una gringa, por un
servicio solicitado por ella misma. Con ese dinero, su mamá compró un pollo, y
todos en la casa disfrutaron, felices, del festín.
Hacia las cuatro de la tarde, avistó a Kiko merodeando
en la otra cuadra de la avenida Benavides. Piscucha sabía que venía a quitarle
su dinero, como la semana anterior. Esa vez había peleado con la valentía y la
ferocidad de un puma, pero sus delgados brazos habían sido impotentes frente a
ese chico de catorce años o más que, como un despiadado depredador, le
arrebataba el dinero con el que debían vivir un día más su madre, sus hermanos
y él mismo.
Piscucha se acercó al bordillo del jardín, cogió una
piedra que le cabía en la palma de la mano y volvió a su puesto. Kiko llegó
poco después, se le aproximó y lo arrastró de la ropa hasta el centro del
jardín central.
—¡Dame la plata, rápido! —le ordenó.
—¿Qué plata? ¡No he hecho nada, todavía! —le respondió
Piscucha, mirándolo, colérico.
—¡Dame la plata, serrano conche'tu madre!
—¡No tengo ninguna plata!
Entonces, Piscucha le asestó un golpe en la sien con la
piedra. Kiko se agarró la cabeza trastabillando. Piscucha volvió a golpear con
toda su fuerza en el cuello de su enemigo, quien dio unos pasos y cayó al
suelo, gritando. En seguida, Piscucha se arrojó sobre él y le abatanó las
piernas con la piedra, en silencio y con furia. Ninguno de los automovilistas,
que se detuvieron por la luz roja, advirtió ese minúsculo episodio de una lucha
feroz por la vida de dos niños que parecían estar jugando, y de otro más
pequeño que los observaba, dándose cuenta apenas del drama. Sin saber por qué,
Piscucha comprendió que debía parar. Guardó la piedra en un bolsillo del pantalón
y volvió a su puesto en la esquina, mirando receloso a Kiko. Éste se levantó,
con el rostro anegado de lágrimas, y se alejó de allí, cojeando.
La necesidad de continuar con su labor le hizo olvidar a
Piscucha este enojoso incidente.
Alrededor de las siete de la noche, Piscucha contó su
dinero. Tenía siete soles con setenta centavos, una buena cantidad. Calculó que
ya no le sería posible aumentarla. Y, de repente, se le ocurrió que debía ir a
uno de los supermercados.
—¡Ven! —le dijo a su hermanito.
Observó el primero de esos establecimientos y sus
escaparates. Numerosas personas entraban y salían. Algunos empleados,
uniformados de rojo, empujaban los carritos repletos de bolsas, siguiendo a los
clientes, hasta los automóviles estacionados en una calle transversal. De
inmediato, Piscucha supo que allí no lo dejarían acercarse a la única puerta
sobre la esquina, y continuó hasta el otro supermercado.
Tomaron por una calle transversal, donde había un gran
restaurante de pizas y otro de sándwiches, y se internaron por un pasaje. Más
allá de éste, el guardián se desplazaba, de tiempo en tiempo, hasta la
explanada de los vehículos. Piscucha le indicó a su hermanito:
—No te muevas de aquí. Ya vuelvo.
Y partió hacia la puerta del supermercado cuando el
guardián se trasladaba al estacionamiento. Pasó con otros compradores la
cancela batiente de la entrada, y se encontró en un pasillo formado por anaqueles
con productos de higiene personal y cosméticos. Era un ambiente deslumbrante y
con una música muy bonita. Absorto, por este paseo más fabuloso que si soñara,
terminó de recorrer el pasillo y retornó por el otro, donde se exhibían bebidas
gaseosas y latas de alimentos de todos los tamaños. En el siguiente pasaje
estaban las galletas y los chocolates. Más allá, al fondo, vio una larga
vitrina con quesos y embutidos y, junto a ella, las mesas refrigeradas con
carnes diversas, presentadas en paquetes transparentes. Arrobado, Piscucha
contemplaba este espectáculo de exuberancia.
“¡Cuánta comida hay aquí!” —se dijo. Y tuvo la seguridad
de no haberse equivocado desde que, días antes, comenzó a perseguirlo la
obsesión de ingresar a uno de esos supermercados, donde la comida renacía en
los estantes y vitrinas tras ser retirada sin cesar y colocada en los carritos.
De pronto, le surgió la penosa certidumbre de que ni su
madre ni él tendrían jamás con qué comprar en ese lugar de luz y abundancia.
Acechó al guardián, recordando que allí él era un
intruso. Coligió que ya debía irse, ahora que había colmado su vehemente deseo
de conocer un supermercado.
Se dirigió a la salida. Su pequeño cuerpo, magro y
diminuto, vestido con ropas viejas y sucias, se deslizó al lado de una de las
filas de compradores que esperaban ser atendidos por una cajera. Una señora
gorda masculló algo entre dientes al verlo. Pero él siguió de largo.
No advirtió la presencia del guardián y se quedó junto a
la puerta. Allí, frente a un puesto de loterías, un hombre, alto y de pelo
castaño, discutía con la empleada, gesticulando. Sus bolsas esperaban en el
suelo.
Piscucha se entretuvo aún, dejando vagar la vista por el
interior del supermercado. Luego, divisó al hombre, abriendo la puerta de su
automóvil. Y, entonces, se fijó en la bolsa olvidada en el suelo. A Piscucha se
le iluminó la mente, como la ladera donde había vivido en la sierra cuando
estallaba un relámpago. Levantó la bolsa con esfuerzo y corrió hacia el auto en
retroceso, gritando:
—¡Señor, señor!
Pero, el hombre, al percatarse de su presencia, hizo un
gesto de desagrado y aceleró hacia la salida. Estupefacto, Piscucha vio al
automóvil alejarse. Sin comprender la actitud del hombre, se acercó adonde
Huguito lo aguardaba y le dijo:
—¡Vamos!
Ambos marcharon en la penumbra, él, ausente del
estridente trajín vehicular, silbando una tonada de su tierra, como la égloga
de un hombre que termina su jornada. Continuaron hasta la calle que corría al
pie del cerro y comenzaron el ascenso.
La bolsa pesaba mucho, pero Piscucha la llevaba con la
responsabilidad de quien debe cumplir indefectiblemente una misión, colocándola
de trecho en trecho en el suelo.
Al llegar a la cúspide, Piscucha y su hermanito se
sentaron. Sólo entonces buscó en la bolsa, a la tenue luz de la luna suspendida
sobre los inestables jirones de nubes. Había tres paquetes de fideos, cinco
latas de atún, dos paquetes de galletas, un molde de queso, dos latas de leche,
una barra de chocolate de hervir y un frasco de mayonesa. “¡Es una fortuna!
—pensó Piscucha—: Esto debe de valer como cinco o más días de trabajo”. Abrió
un paquete de galletas, le dio una a su hermanito y él comenzó a comer otra,
mientras su simple fantasía planeaba sobre el resplandor de las luces,
extendido hasta desaparecer en la oscura lejanía.
Escudriñó la gran avenida alumbrada por dos hileras de
intensas luces, y su mirada se posó en el supermercado donde él había estado.
“¡Sí! —se dijo— ¡Allí hay comida, mucha comida. Es un lugar maravilloso!”
Conmovedor, realista, con un toque de magia. Hermoso relato de una vida que va creciendo en la presunta sociedad de la abundancia. Pero abundancia ¿para quién?
ResponderEliminarLa impiadosa realidad del capitalismo salvaje que se ensaña con los más débiles narrado sin golpes bajos. C.A.T.
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