Leonora Carrington nació en Inglaterra, en el seno de una familia rica, como ''la única mujer y la segunda de cuatro hijos". Opositora a los convencionalismos, recuerda sonriendo que desde niña rechazó la formación religiosa, impuesta por su madre Mairi, una católica irlandesa, además de un destino como dama y esposa de alta sociedad para dedicarse a estudiar arte en Florencia y Londres.
El pintor alemán Max Ernst (1891-1976) llevó a una apenas adulta Leonora al surrealismo. Asentados en Francia tuvieron durante tres años una profunda relación amorosa. La invasión nazi los apartó en 1939.
Buscando refugio en la Europa dividida, la frágil joven sufrió una crisis nerviosa que la llevó de España a Portugal, donde contrajo nupcias con el escritor mexicano Renato Leduc (1898-1986), de quien se separó poco después de llegar a América.
Por eso ''no me gusta la violencia" afirmó. ''No soy política, pero es un hecho que uno no puede estar de acuerdo con las guerras. El arte es la única manera que yo conozco de expresarlo".
En junio de 2006 donó un grabado para una subasta destinada a apoyar la campaña del candidato presidencial Andrés Manuel López Obrador. En 2004 firmó una carta de repudio ante la inminente invasión estadunidense a Irak.
''La novia del viento'' como la llamaba Ernst, también es feminista, pues ''las mujeres no deben aceptar la dominación", afirmó.
En los años 40, una bella Leonora de negros cabellos y tez nívea se ganó el respeto y la admiración de Salvador Dalí, Pablo Picasso, André Breton y Luis Buñuel, entre otros. Compartió con ellos cenas en su casa y una amistad entrañable, pero jamás sus técnicas.
''Siempre hablábamos de otras cosas. Los pintores no hablan sobre lo que hacen'', manifestó sentada en la cocina de su casa, donde le gusta conversar y compartir el té.
En México conoció y se casó con el fotógrafo húngaro Imre Weisz, padre de sus dos hijos. Hizo amistad, entre otros, con el escritor Octavio Paz y Remedios Varo, quien la llamó ''mi alma gemela en el arte".
Escribió cuentos, poesías siempre en un estilo muy interesante. El cuento que publicamos da la pauta de su originalidad y talento. La artista mexicana de origen inglés falleció en el DF el 25 de mayo de 2011; tenía 94 años de edad.
La debutante
En la época que fui debutante, solía ir a menudo al parque zoológico. Iba tan a menudo que conocía más a los animales que a las chicas de mi edad. Era porque quería huir del mundo, por lo que me hallaba a diario en el zoológico. El animal que mejor llegué a conocer fue una hiena joven. Ella me conocía a mí también. Era muy inteligente. Le enseñé a hablar francés y a cambio ella me enseñó su lenguaje. Así pasamos muchas horas agradables.
Mi madre había organizado un baile en mi honor para el primero de mayo.
¡Lo qué sufrí durante noches enteras! Siempre he aborrecido los bailes; sobre todo los que se daban en mi honor.
La mañana del uno de mayo de 1934, fui muy temprano a visitar a la hiena.
—¡Qué asco! —le dije—. Esta noche me toca asistir a mi baile.
—Tienes suerte —dijo ella—; a mí me encantaría ir. No sé bailar, pero en cambio sabría mantener una conversación.
—Habrá muchas cosas de comer —dije—. He visto llegar a casa carros repletos de comida.
—Y aún te quejas —replicó la hiena con desaliento—. Mírame a mí: yo sólo como una vez al día, y me tienen jeringada con tanta bazofia.
Se me ocurrió una idea audaz; estuve a punto de echarme a reír.
—No tienes más que ir en mi lugar.
—No nos parecemos lo bastante; si no, con gusto iría —dijo la hiena un poco triste—.
—Escucha —dije—, con las luces de la noche no se ve muy bien. Con que te disfraces un poco, nadie se fijará en ti en medio de la multitud. Además, tenemos casi la misma estatura. Eres mi única amiga; anda, hazlo por mí. Por favor.
Se puso a pensar en esta posibilidad. Comprendí que estaba deseosa de aceptar.
—De acuerdo —dijo de repente.
Mi madre había organizado un baile en mi honor para el primero de mayo.
¡Lo qué sufrí durante noches enteras! Siempre he aborrecido los bailes; sobre todo los que se daban en mi honor.
La mañana del uno de mayo de 1934, fui muy temprano a visitar a la hiena.
—¡Qué asco! —le dije—. Esta noche me toca asistir a mi baile.
—Tienes suerte —dijo ella—; a mí me encantaría ir. No sé bailar, pero en cambio sabría mantener una conversación.
—Habrá muchas cosas de comer —dije—. He visto llegar a casa carros repletos de comida.
—Y aún te quejas —replicó la hiena con desaliento—. Mírame a mí: yo sólo como una vez al día, y me tienen jeringada con tanta bazofia.
Se me ocurrió una idea audaz; estuve a punto de echarme a reír.
—No tienes más que ir en mi lugar.
—No nos parecemos lo bastante; si no, con gusto iría —dijo la hiena un poco triste—.
—Escucha —dije—, con las luces de la noche no se ve muy bien. Con que te disfraces un poco, nadie se fijará en ti en medio de la multitud. Además, tenemos casi la misma estatura. Eres mi única amiga; anda, hazlo por mí. Por favor.
Se puso a pensar en esta posibilidad. Comprendí que estaba deseosa de aceptar.
—De acuerdo —dijo de repente.
No había muchos guardianes cerca, dado lo temprano de la hora. Abrí rápidamente la jaula, y en un instante estuvimos en la calle. Llamé un taxi.
En casa, todo el mundo estaba aún en la cama. Una vez en mi cuarto, saqué el vestido que debía ponerme por la noche. Era un poco largo, y la hiena andaba con dificultad con mis zapatos de tacón alto. Encontré unos guantes con que ocultarle las manos, demasiado peludas para parecerse a las mías. Cuando el sol iluminó mi habitación, la hiena dio varias vueltas alrededor, andando más o menos derecha. Estábamos tan ocupadas que mi madre, que entró a darme los buenos días, estuvo a punto de abrir la puerta antes de que la hiena se escondiera debajo de la cama.
—Esta habitación huele mal —dijo mi madre, abriendo la ventana—; antes de esta noche date un baño con mis nuevas sales.
—Por supuesto —le dije.
No se entretuvo mucho. Creo que el olor era demasiado fuerte para ella.
—No te retrases para el desayuno —dijo al irse.
Lo más difícil fue encontrar un disfraz para la cara de la hiena. Estuvimos buscando horas y horas: rechazaba todas mis sugerencias. Por fin dijo:
—Creo que he encontrado la solución. ¿Tenéis criada?
—Sí —dije, perpleja.
—Pues verás: vas a llamar a la criada; cuanto entre, nos lanzamos sobre ella y le arrancamos la cara; llevaré su cara esta noche en lugar de la mía.
—No lo veo muy práctico —dije yo—. Probablemente se morirá en cuanto pierda la cara: alguien encontrará su cadáver, y nos meterán en la cárcel.
—Tengo la suficiente hambre como para comérmela —replicó la hiena.
—¿Y los huesos?
—También —dijo—. ¿Te parece bien?
—Sólo si me prometes matarla antes de arrancarle la cara. Si no, le va a doler demasiado.
—Bueno, eso me da igual.
Llamé a Marie, la criada, no sin cierto nerviosismo. Desde luego, no lo habría hecho si no odiara tanto los bailes. Cuando entró Marie, me volví de cara a la pared para no verlo. Debo reconocer que no tardó nada. Un breve grito, y se acabó. Mientras la hiena comía, estuve mirando por la ventana. Unos minutos después, dijo:
—Ya no puedo más; aún me quedan los pies, pero si tienes una bolsa, me los comeré más tarde, a lo largo del día.
—En el armario encontrarás una bolsa bordada con flores de lis. Saca los pañuelos que tiene y quédatela.
Hizo lo que le había indicado. A continuación, dijo:
—Date la vuelta ahora y mira qué guapa estoy.
Delante del espejo, la hiena se admiraba con el rostro de Marie. Se lo había comido todo cuidadosamente hasta el borde de la cara, de forma que quedaba justo lo que le hacía falta.
—Es verdad —dije—; lo has hecho muy bien.
Hacia el atardecer, cuando la hiena estuvo completamente vestida, declaró:
—Me siento en plena forma. Me da la impresión de que voy a tener un gran éxito esta noche.
Después de oír un rato la música de abajo, le dije:
—Ve ahora, y recuerda que no debes ponerte junto a mi madre: seguramente se daría cuenta de que no soy yo. Aparte de ella, no conozco a nadie. Buena suerte —le di un beso para despedirla, aunque exhalaba un olor muy fuerte.
Se había hecho de noche. Cansada por las emociones del día, cogí un libro y me senté junto a la ventana, entregándome a al paz y el descanso. Recuerdo que estaba leyendo Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift. Al cabo de una hora, quizá, surgió el primer signo de inquietud. Un murciélago entró por la ventana profiriendo grititos. Los murciélagos me dan un miedo espantoso. Me escondí detrás de una silla, castañeteándome los dientes. Apenas me había arrodillado, cuando un gran ruido procedente de la puerta sofocó el batir de alas. Entró mi madre, pálida de furia.
—Acabábamos de sentarnos a la mesa —dijo—, cuando el ser ese que ha ocupado tu sitio se ha levantado gritando: “Con que mi olor es un poco fuerte, ¿eh? Pues no como pasteles”. A continuación se ha arrancado la cara y se la ha comido. Después ha dado un gran salto y ha desaparecido por la ventana. ■
En casa, todo el mundo estaba aún en la cama. Una vez en mi cuarto, saqué el vestido que debía ponerme por la noche. Era un poco largo, y la hiena andaba con dificultad con mis zapatos de tacón alto. Encontré unos guantes con que ocultarle las manos, demasiado peludas para parecerse a las mías. Cuando el sol iluminó mi habitación, la hiena dio varias vueltas alrededor, andando más o menos derecha. Estábamos tan ocupadas que mi madre, que entró a darme los buenos días, estuvo a punto de abrir la puerta antes de que la hiena se escondiera debajo de la cama.
—Esta habitación huele mal —dijo mi madre, abriendo la ventana—; antes de esta noche date un baño con mis nuevas sales.
—Por supuesto —le dije.
No se entretuvo mucho. Creo que el olor era demasiado fuerte para ella.
—No te retrases para el desayuno —dijo al irse.
Lo más difícil fue encontrar un disfraz para la cara de la hiena. Estuvimos buscando horas y horas: rechazaba todas mis sugerencias. Por fin dijo:
—Creo que he encontrado la solución. ¿Tenéis criada?
—Sí —dije, perpleja.
—Pues verás: vas a llamar a la criada; cuanto entre, nos lanzamos sobre ella y le arrancamos la cara; llevaré su cara esta noche en lugar de la mía.
—No lo veo muy práctico —dije yo—. Probablemente se morirá en cuanto pierda la cara: alguien encontrará su cadáver, y nos meterán en la cárcel.
—Tengo la suficiente hambre como para comérmela —replicó la hiena.
—¿Y los huesos?
—También —dijo—. ¿Te parece bien?
—Sólo si me prometes matarla antes de arrancarle la cara. Si no, le va a doler demasiado.
—Bueno, eso me da igual.
Llamé a Marie, la criada, no sin cierto nerviosismo. Desde luego, no lo habría hecho si no odiara tanto los bailes. Cuando entró Marie, me volví de cara a la pared para no verlo. Debo reconocer que no tardó nada. Un breve grito, y se acabó. Mientras la hiena comía, estuve mirando por la ventana. Unos minutos después, dijo:
—Ya no puedo más; aún me quedan los pies, pero si tienes una bolsa, me los comeré más tarde, a lo largo del día.
—En el armario encontrarás una bolsa bordada con flores de lis. Saca los pañuelos que tiene y quédatela.
Hizo lo que le había indicado. A continuación, dijo:
—Date la vuelta ahora y mira qué guapa estoy.
Delante del espejo, la hiena se admiraba con el rostro de Marie. Se lo había comido todo cuidadosamente hasta el borde de la cara, de forma que quedaba justo lo que le hacía falta.
—Es verdad —dije—; lo has hecho muy bien.
Hacia el atardecer, cuando la hiena estuvo completamente vestida, declaró:
—Me siento en plena forma. Me da la impresión de que voy a tener un gran éxito esta noche.
Después de oír un rato la música de abajo, le dije:
—Ve ahora, y recuerda que no debes ponerte junto a mi madre: seguramente se daría cuenta de que no soy yo. Aparte de ella, no conozco a nadie. Buena suerte —le di un beso para despedirla, aunque exhalaba un olor muy fuerte.
Se había hecho de noche. Cansada por las emociones del día, cogí un libro y me senté junto a la ventana, entregándome a al paz y el descanso. Recuerdo que estaba leyendo Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift. Al cabo de una hora, quizá, surgió el primer signo de inquietud. Un murciélago entró por la ventana profiriendo grititos. Los murciélagos me dan un miedo espantoso. Me escondí detrás de una silla, castañeteándome los dientes. Apenas me había arrodillado, cuando un gran ruido procedente de la puerta sofocó el batir de alas. Entró mi madre, pálida de furia.
—Acabábamos de sentarnos a la mesa —dijo—, cuando el ser ese que ha ocupado tu sitio se ha levantado gritando: “Con que mi olor es un poco fuerte, ¿eh? Pues no como pasteles”. A continuación se ha arrancado la cara y se la ha comido. Después ha dado un gran salto y ha desaparecido por la ventana. ■
Sí, mucha originalidad. Provoca ir anticipando finales que enseguida se derrumban, porque la autora como si una nueva inspiración, te va derrumbando las ideas, hasta soreprender con un colorin colorado que se abra de golpe como la puerta del cuarto, pero salió por la ventana luego de quitarse la máscara.
ResponderEliminarNo la conocía y, dados los datos del inicio, me atrevo conque: Y no "huyó del mundo"...se fue con la edad. ElsaJaná.
Si, parece que Leonora sabía que el dicho "al mal tiempo buena cara"no ayuda en absoluto.
ResponderEliminarMezcla de humor negro . Me recuerda los cuentos infantiles ( no para niños precisamente9)Ya que no tengo una hiena intentaré hablar con el gato de la vecina.
ResponderEliminarMuchas gracias!!!
Amelia
Las hienas tienen sentido del humor para derrochar en fiestas, la autora consigue que el lector se identifique con la angustia de la protagonista dispuesta a cualquier evasión con tal de no participar en las convenciones, Carlos Arturo Trinelli
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