martes, 14 de diciembre de 2010

Oliverio Girondo


[ESPANTAPÁJAROS N°] 11 -

Si hubiera sospechado lo que se oye después de muerto, no me suicido.
Apenas se desvanece la musiquita que nos echó a perder los últimos momentos y cerramos los ojos para dormir la eternidad, empiezan las discusiones y las escenas de familia.
¡Qué desconocimiento de las formas! ¡Qué carencia absoluta de compostura!
¡Qué ignorancia de lo que es bien morir!
Ni un conventillo de calabreses malcasados, en plena catástrofe conyugal, daría una noción aproximada de las bataholas que se producen a cada instante.
Mientras algún vecino patalea dentro de su cajón, los de al lado se insultan como carreros, y al mismo tiempo que resuena un estruendo a mudanza, se oyen las carcajadas de los que habitan en la tumba de enfrente.
Cualquier cadáver se considera con el derecho de manifestar a gritos los deseos que había logrado reprimir durante toda su existencia de ciudadano, y no contento de enterarnos de sus mezquindades, de sus infamias, a los cinco minutos de hallarnos instalados en nuestro nicho, nos interioriza de lo que opinan sobre nosotros todos los habitantes del cementerio.
De nada sirve que nos tapemos las orejas. Los comentarios, las risitas irónicas, los cascotes que caen de no se sabe dónde, nos atormentan en tal forma los minutos del día y del insomnio, que nos dan ganas de suicidarnos nuevamente.
Aunque parezca mentira -esas humillaciones- ese continuo estruendo resulta mil veces preferibles a los momentos de calma y de silencio.
Por lo común, éstos sobrevienen con una brusquedad de síncope. De pronto, sin el menor indicio, caemos en el vacío. Imposible asirse a alguna cosa, encontrar una asperosidad a que aferrarse. La caída no tiene término. El silencio hace sonar su diapasón. La atmósfera se rarifica cada vez más, y el menor ruidito: una uña, un cartílago que se cae, la falange de un dedo que se desprende, retumba, se amplifica, choca y rebota en los obstáculos que encuentra, se amalgama con todos los ecos que persisten; y cuando parece que ya se va a extinguir, y cerramos los ojos despacito para que no se oiga ni el roce de nuestros párpados, resuena un nuevo ruido que nos espanta el sueño para siempre.
¡Ah, si yo hubiera sabido que la muerte es un país donde no se puede vivir...!


Fuente: GIRONDO, OVERIO, Veinte poemas para ser leídos en el tranvía. Calcomanías. Espantapájaros. Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1966 (págs. 88-89)

6 comentarios:

  1. Buenísimo recordatorio: hace rato que no lo leo. Tengo que volver a Oliverio más seguido. Gracias
    Cristina

    ResponderEliminar
  2. A Girondo y a tantos otros es necesario volver. Grandes que revolucionaron la literatura. Cuando era chico, algunos textos de Girondo -vaya a saber la razón -me hacían poner colorado. Lo que pasa que era un transgresor y no siempre bien visto.

    Eugenio

    ResponderEliminar
  3. Creativo e irónico Girondo pasea al lector, lo entromete y uno queda con la sensación que necesita más, excelente rescate del editor, Carlos Arturo Trinelli

    ResponderEliminar
  4. Disfruto a Girondo, busco su lectura cada tanto. Gracias por traerlo.

    Andrea Casas

    ResponderEliminar
  5. Gracias por Girondo. Relatos impecables. Una imaginación bien enervada en la realidad y un final para el aplauso, Siempre mejor los países donde se puede morir, claro. ElsaJaná.

    ResponderEliminar
  6. Este fue mi primer fragmento leido por Girondo , lo disfrute mucho

    ResponderEliminar