1. Los censores de la UdeEF
En realidad, uno no sabe qué pensar de
la gente. Si son idiotas en serio, o si se toman
a pecho la burda comedia que representan en todas
las horas de sus días y sus noches.
Arlt, Los Lanzallamas
Había terminado las correcciones esa mañana, abroché las hojas, metí el manuscrito en una bolsa de plástico y se lo llevé al Bermúdez ése. Me lo recomendó un periodista del semanario Visión Borgiana.
Dejé la copia del libro sobre el escritorio y le pregunté cuándo tendría una respuesta
−Déjelo nomás, Aspis, y deme su número de teléfono− dijo.
−No tengo teléfono, Bermúdez, no utilizo ese aparato− respondí.
−Pero ché, usted se quedó en la vitrola: ¿cómo es que no usa teléfono?
−Me fastidia, suena a la hora de la siesta, a las tres de la madrugada, me pone de punta, me saca de quicio. ¡No quiero teléfono! Dígame, ¿lo vengo a ver dentro de una semana?
−Como quiera, Aspis, no sé si voy a tener tiempo de leerlo.
Me despedí del editor. Bajé en el ascensor (de la época de las invasiones inglesas) y seguí caminando por Tucumán hacia Maipú.
Había puesto mi nombre con letras grandecitas en la tapa: Alejandro Aspis. Aunque los amigos, mi ex mujer, los alumnos de la secundaria donde enseñaba castellano y todos mis conocidos me llaman Ale. Y en la mitad de la página el título: DoReMiFaSoLa — Ar pe gio (Arlt—Perón—Giovani Papini).
Antes solía escribir cuentos y relatos bastante ingeniosos. Llevé algunos a Página13, el diario de los progrezurdos, se los mostré al secretario de la sección Antena y Antena libros, quien les echó una mirada y se quedó con dos para leerlos... Al mes lo llamé por teléfono: No, le juro que no le recuerdo −me dijo−... ¿Los cuentos? Mire, perdóneme, no sé dónde los dejé. Ahí terminó la conversación. Y la validez del teléfono como medio de comunicación. Desde ese punto comenzó la bronca: contra el golfo pituco de Página13. Contra la literatura y sus regentes. Una bronca que se iba propagando en mi sistema nervioso como una peste virósica.
Los cuentos que había concebido los reuní en forma de libro y se los di al editor. En el último año cambié de estilo y me consagré a escribir notas de historia, literatura y política... Puro sarcasmo, tirria.
Nadie las leía fuera de los amigos. Y mis alumnos, que debían soportarlas. Me comentaban que les causaba un enorme placer... No les creía a esos descomunales chupamedias.
Envié los escritos a una agencia de revistas y, oh sorpresa, en una de ellas me publicaron un par de notas dedicadas a mancillar la carrera de letras, a los profesores, al posmodernismo y a los académicos. Un famoso artículo de Arlt, en el que pregonaba la riqueza del idioma porteño y ridiculizaba el estilo finolis y elitista del gramático Monner Sanz (cuyos escritos ni la familia leía, o sólo la familia), despejaron mi mente. Luego continué con la tirada de Arlt contra los críticos literarios −tomé frases del prólogo a Los Lanzallamas− caricaturizando sus ínfulas de escritores porque −decía− son incompetentes, torpes y frustrados.
Otro de mis dardos preferidos era contrastar las palabras con los hechos de toda la ristra de políticos contemporáneos, desde el inefable Alfonsín hasta el somnoliento y trasnochado De La Rua pasando por el saltimbanqui Menem… y la sombra del Viejo cubriendo a toda esa mersa con un manto de misericordia y chanza. A partir de las primeras colaboraciones la revista subió sus ventas y me exigieron nuevas notas. Cuanto más cáusticas mejor, Aspis, rogaban cada vez que iba a la Agencia.
Me causaba un enorme deleite martirizar a los mediocres, crucificar a los corruptos, descubrir las anemias de los grandes nombres, fueren políticos, historiadores o literatos.
Incluso comencé a recibir amenazas al estilo de las que emitían en su tiempo (y cumplían) los tenebrosos de la Triple A en 1974/75. Me mudé: me fui a la provincia... aire puro, un huertito modesto con radicheta y tomates, nada de aglomeraciones ni embotellamientos.
Largué el tubo, fuera los teléfonos, minga (la RAE no la acepta) de móviles, y le oculté mi dirección a todo el mundo. Inclusé publiqué un aviso con mi nombre pidiendo datos sobre un conocido escritor (aclaro: él dice que es un gran personaje), al que los chupatintas de las gacetillas le hacen coro; algo así como un retintín de sus frases célebres. Di una dirección existente (no la mía) y un teléfono inexistente. Unos días después leí en el matutino Trombón que en una antigua casona del barrio de San Telmo estalló un artefacto de escaso poder explosivo haciendo moco (la RAE no la acepta) la ventana. Sí sí, es lo que imaginan...
Felizmente para mi osamenta, no estaban enterados de que daba clases de castellano en un par de escuelas secundarias. Hasta que en un programa de televisión, ante millares de televidentes, un tal Jorge Luis Borgia, escritor y visitante asiduo de las ferias de los libros, me estigmatizó con una descarga grosera de odio y aversión. Me tildó de analfabeto, de escribir desicion... y desconocer las reglas de acentuación.
Al día siguiente, ni bien entré al aula, mi alumno Sergio Zinoviev, biznieto de un bolchevique al que Stalin le achicó la estatura, comentó en voz alta − estentórea, diría más bien−, lo que había sucedido en el programa televisivo de Jorge Lanata durante el reportaje a Borgia.
Toda la clase me contempló con sorna, como si fuese un rumiante con terno gris y corbata roja. Ya no podría ser secreta mi actividad pedagógica... Fui a hablar con el director y le pedí una semana de licencia a expensas de mis vacaciones anuales. Me preguntó la razón y le expuse un pretexto. No me las dio.
Al día siguiente llegué a la escuela con un brazo metido en yeso, un certificado expedido por mi amigo Saulo (cardiólogo de categoría) en el que explicaba, con minuciosos detalles, que a raíz de una caída en la bañera me había roto el brazo, desde el codo hasta la muñeca. En lugar de la semana me concedieron un mes... Y desaparecí.
Volví a mudarme... De Ituzaingó fui a parar a Villa Ballester, a vivir entre ex−nazis, hijos de nazis, y nietos degenerados de nazis, chupadores de chopes y comilones de salchichas con chucrut. Allí pasaba desapercibido. Y cada vez que iba a la estación a tomar el tren entraba a la plataforma y levantaba el brazo al estilo hitleriano ante la mirada tierna y complaciente de los neonazis de la ciudad. En ese mes recopilé mis notas, les dí forma de libro y decidí que había llegado el momento de ser famoso con causa, dejar el anonimato y convertirme en un héroe, un titán literario. Así fue como llegué a la editorial de Bermúdez.
Se había cumplido una semana exacta desde el día en que estuve en su oficina. No le advertí que iría a verlo. Fui. Subí en el ascensor (antiquísimo remanente de las invasiones inglesas) hasta el cuarto piso.
Al entrar a la oficina su cara cambió a verde, o gris; parecía un cadáver destripado. Me hizo sentar, me convidó con un habano cubano y me dispuse a escucharlo:
−Aspis — dijo en un murmullo —la UdeEF no acepta que edite su libro.
−De qué carajo me está hablando, Bermúdez, ¿es el partido de la Julita?
−No, hombre, es la Unión de Escritores Famosos, UdeEF.
Luego me explicó la perversa actividad que se esconde tras esa sigla esotérica. No podía creer lo que escuchaba. Le exigí la dirección de esa Unión de atorrantes.
La logia de censores literarios − la pandilla masónica − tenía su guarida en la calle Corrientes y San Martín, donde funcionó en una época la ALN de Kelly y Queraltó (el matrimonio transexual del nacionalismo criollo).
Subí en el ascensor sónico hasta el piso cuarto (es mi destino estrellado: todo lo malo me ocurre en cuartos pisos). Vi la placa cobriza de UdeEF. Golpeé con discreción: el silencio más estridente fue la respuesta. Ningún sonido. Menos que nada. Decidí entrar y me encontré en una sala de espera. Escuchaba el farfulleo de voces engoladas, risas, a la salud de mis queridos colegas, grititos y otras sandeces por el estilo
Sobre la puerta de la que provenían las voces distinguí la mirilla y entonces los pude ver: estaban casi todos los grandes nombres de las letras, desde Jorge Luis Borgia, Mirta Lagrande, Jorgito Atchís (el que robó flores en los jardines de Quilmes) hasta la distinguida poetisa Susanita Giménez de Alcorta, incluidos otros relevantes personajes del mundillo literario, jugando con serpentinas, pomos de carnaval, matracas, pitos, con una escalofriante curda y exiguas ropas, brincando patéticos y delirantes en la singular parafernalia de la UdeEF.
Dudé un par de minutos y, siguiendo mis impulsos, recordé una de las famosas frases de Don José de San Martín... Entré a la sala de debates en pelotas, como los indios, y les pregunté en medio del jolgorio: ¿Están jugando al carnaval? Permítanme participar, y sin darles tiempo a nada caché un par de sifones y, a sifonazos limpios, les empapé la jeta de censores literarios vociferando ¿Censores a mí? ¡Vamos, hombre!.
No fue una pesadilla... Esto ocurrió, aunque no recuerdo cuándo. Los médicos me tratan muy bien pero me quitan los cuadernos y lápiceras, y no me permiten escribir porque −aducen− tengo fea letra y horribles faltas de ortografía.
Arlt tuvo mucha suerte ·
UN PLACER
ResponderEliminarOLGA AJMA
Muy poca gente conoce mis publicaciones. Vivo fuera de mi país, la Argentina. Llegué con mi familia en octubre de 1975. Estamos exiliados y no pudimos volver: no tuve oportunidad de presentar mis libros y la novela, fuera de un público reducido. Hay nuevos lectores y deseo que conozcan mis escritos. Este es el motivo por el que vuelvo a publicarlos. Agregaré el enlace por si alguien quiere aventurarse en los laberintos de la novela.
ResponderEliminarCada capítulo tiene indpendencia propia- como una serie - y luego de leer algunos, uno extraña al personaje, y quiere saber más de sus andanzas.
ResponderEliminarComo el cine en episodios que veía los domingos a la matinée cuando era chica.
Volver a releer es re- encontrarme con el querible Ale Aspis.
MARITA RAGOZZA
Es que Aspis no envejece y como tomarse un vino es bueno releerlo cada tanto, saludos, Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarEstoy dispuesta a aventurarme en los laberintos de la novela. Colocá el enlace que allá voy.
ResponderEliminarGracias
Cristina
HOLA ANDRÉS, ME ENCANTÓ. NO HABÍA LEIDO NADA ANTES SOBRE ALE APIS, Y TAMBIÉN QUIERO EL ENLACE PARA VER COMO SIGUE ESTA HISTORIA. MUY BUENO. TE MANDO MI AFECTO. MARTA COMELLI
ResponderEliminarParece que tomo el mundo quiere el enlace, me sumo al pedido ,TROESMA. Me encanto . Un abrazo.
ResponderEliminaramelia
En este primer capítulo queda caracterizado, toma cuerpo el personaje Ale Aspis.El capítulo funciona como una introducción. Es por eso que el lector,(en este caso yo)) lo quiere y está dispuesto a acompañarlo en sus aventuras, desde el comienzo.
ResponderEliminarCoincido con Marita en que cada capítulo es un cuento en sí y, a la vez, forma parte de un corpus: Las Aventuras de Ale Aspis.
(Corro con ventaja porque ya leí la novela)
Gracias Andrés
Ofelia
Muchas Gracias por los comentarios, y aquí pongo el enlace con el libro (es una versión que no tiene correcciones)En caso que no acceda, copiar y pegar el enlace.
ResponderEliminarhttp://www.alltogather.com/w/abel/AVENTURAS%20Y%20DESVENTURAS%20de%20ALE%20ASPIS.pdf
Andrés
¿Quién no ha querido, alguna vez o todos los días, darle con un palo a los que se creen dueños del mundo? Pueden ser escritores o cajeros de un banco, no importa. Ale Aspis, un poco el alter ego
ResponderEliminarde todos. Ester
02:30 de la mañana. La Chavez despierta y estoy segura que Ale Aspis duerme con el editor de esta revista que nunca duerme....ja ja
ResponderEliminarTengo la suerte de tener el libro, que cada tanto mis ojos repasan, como queriendo adueñarse de esa narrativa, de esas historias que solo su autor puede llevar en alto por tanto tiempo sin que decline. Entonces, cada vez que Andrés decide subir algo suyo, uno sonrie, lo he dicho mil veces, ya no quedan quienes escriban con la memoria tan intacta.
Y obviamente, coincido con Ester.
Un abrazo y felicitaciones con brotes.
Lily Chavez