martes, 28 de diciembre de 2010

ANDRÉS ALDAO — Sueños en el altillo

 

Sueños en el altillo                                                                                         


Estoy en contra de los términos
                           “fantasía”,  “simbolismo”.

                                                                   Todo nuestro mundo interior es realidad, tal vez más real que el mundo manifiesto.

Mark  Chagall
                                                          

Fue como perder la sensación de realidad. No estaba seguro de nada. Le pareció que trastabillaba, que iba recorriendo el camino inverso. Que éste era una rampa empinada. Una rampa y un camino en los que se duplicaba su personalidad. Así comenzaron las dudas, el desgano, esa compulsión por hallar su identidad. Tuvo miedo. La incertidumbre le provocaba pánico. Sentía que resbalaba en un vacío astral. Que penetraba en una dimensión en la cual rigen otras leyes cósmicas. Un mundo esotérico que linda con la desesperanza. Una visión onírica involucrada en la tragedia humana. Demiurgo de pesadillas que azotan las mentes neuróticas...
Percibía las palpitaciones, semejantes a la vibración del universo. Ensoñaciones eróticas le empapaban el cuerpo con un sudor viscoso. La barba de días le provocaba picazón y notaba las manos pegajosas. Horrorizado, se le ocurrió que la materia de su cuerpo había comenzado a disolverse.
El tipo de delantal blanco era un sádico insoportable que ejecutaba las órdenes de aquella mujer, elegante y atractiva, pero cruel. Igual que una rata de alcantarilla.
Se iniciaba un nuevo día.  Escuchaba a través de la claraboya del altillo las voces de los caminantes: “Es un día radiante”, decía uno; “Apropiado para pasear”, agregaba otro. No entendía. Cerraba los ojos y sacudía la cabeza, el cuerpo temblaba. Bajó del catre: no recordaba haber dormido. Tenía las manos frías; percatándose de que carecía de la noción “antes”. Era una sensación inexplicable, sin saber dónde estuvo –si estuvo- y qué había hecho –si hizo– durante la cuenta regresiva. Por las noches, dichoso, trepaba sobre las tinieblas del sueño. No era fácil, pero le inundaba un gozo inusual, como si flotara en una oquedad sin realidad ni materia. Semejante al placer de un feto –suponía– desplazándose en la cobija del lago materno. El mundo real se desvanecía y él no se inquietaba. Luego, al abrir los ojos, le asombrababa la quietud, la parquedad de los sonidos y el movimiento, atrapado en una secuencia inmutable; el éxtasis de una realidad estática cuya traslación ocurría fuera del espacio de sus sueños. Tal vez en otra esfera del universo. Sus percepciones eran contradictorias. Como si la existencia y la realidad fueran dos dimensiones distintas, y la vida una etapa de los sueños. La vigilia, tal vez, era el sueño; y la realidad sólo una ficción. El sueño, quizás, un eufemismo de la nada, y la realidad un disfraz de esa misma nada. Merodeaba alrededor de una diabólica entelequia que no podía resolver. Un teorema intrincado, abstruso, ilógico.
Caminaba alrededor del altillo, las manos hacia atrás, contemplando el vacío mientras imaginaba que átomos con sus núcleos de protones y neutrones giraban en un vértigo satánico e iban conquistando los espacios del altillo, convirtiéndolos en campos magnéticos..
El tipo de delantal blanco le confesó: “No sé de qué me habla, perdóneme. Le sería más útil aplicar su imaginación creativa a las obras que usted talla en madera. Abandone esas obsesiones de sueño y realidad. ¡Recupere su yo, Berquely: usted es un artista, posee manos prodigiosas!”.
Atravesó el zaguán y se asomó a la puerta de calle. Vio una hilera de sombras irregulares cubriendo los bordes de las veredas. Parecían vigilar las calles en vísperas de un desfile de espectros y trasgos. Y otra vez esas palpitaciones. Como si el corazón, prisionero en una jaula blindada, pugnara por abrirse paso al exterior abandonando su cuerpo. Escuchó los frescos gorjeos de un grupo de adolescentes. Sonaban como el tintineo de cascabeles escoltando una insoportable algarabía. Una vez más se entramó en un vacío despótico.  Cerró los ojos y secó con el dorso de la mano lágrimas que resbalaban con lentitud. Hacía tiempo que vivía confundido. ¿Cuál, qué y cómo es la realidad? Le pareció una pregunta fútil, aviesa incluso. Las carcajadas, ecos que rebotaban en un vacío abovedado, se esparcían como anillas sónicas que giraban en una esfera constelada a la velocidad de la luz, y cuyas explosiones parecían el delirio de un mecanismo de alta precisión.
Retornó al altillo. Allí podría seguir barruntando sus dudas, desplazarse morbosamente en derredor de los hechos -o tal vez los sueños– de su vida. Y admitir que el sueño era la vida, la realidad, las vivencias que lo conducían al pasado, o profecías que lo transportarían al mañana. Los otros suponen que los sueños son las horas del reposo. Una especie de pausa ingrávida para reponer fuerzas o, acaso, para levitar pensamientos. Entonces vociferaba colérico: “¡Imbéciles! ¡imbéciles!”. Pero dudaba, fondeado en el escepticismo. Respiraba con dificultad mientras los cuadros que colgaban de las paredes –máscaras inanimadas– lo contemplaban con tal petulancia provocativa que lo irritaba. Huía del trato con los otros. Eremita y misántropo, no quería escuchar delirios estúpidos de estúpidos delirantes, lugares comunes de gente común. Tenía una certeza casi mística: Los otros conspiraban contra él sonriéndose, clavándole sus miradas, atisbando en su intimidad como gusanos que le invadían el cuerpo dispuestos al placer de una danza macabra. Humillándolo como a Cristo clavado en la cruz: debía resolver su ecuación existencial. Sin falta.
¿La realidad es una fantasía? ¿Los sueños son lo que definen la vida? ¿Él es único e indivisible? ¿O se ha duplicado y vive en dos dimensiones? Los sueños y la vigilia, pensaba, eran dos planos superpuestos. O el anverso y reverso de una fantasía imbricada en las emociones. Hacía tiempo que vivía en una paradoja críptica. Consideraba la realidad como una sensación de los sentidos que los otros no advertían o juzgaban de modo distinto. Pero esos otros: ¿tenían vida y percepción fuera de su conciencia? Dedujo que esa era una incógnita compleja. Tan maldita e intrincada, que ningún teólogo, filósofo o sacerdote podría resolver. Las criaturas humanas que se desplazaban en su imaginación, ¿pueden decidir qué y cuál es la realidad, qué y cuáles son las sensaciones, los pensamientos, la materia sólida y la evanescencia espiritual? Juzgó que las definiciones semánticas son mezquinas. Como los sermones apocalípticos pero huecos que declaman hasta el hartazgo los presbíteros de aldea.
Abrió los ojos, confundido, sin recordar cuándo había penetrado en el espacio de la inconsciencia. Se acercó a la ventana. Contempló las sombras que proyectaban los árboles dentro del área de su visión. Vio en la calle a una mujer enjuta, estática, algo encorvada y vestida con una prenda barata, flexionando las piernas como si caminara pero sin avanzar... Como un maniquí accionado a cuerda, mientras los frondosos árboles, la calle, los edificios y la mujer se desplazaban en una curiosa progresión generada por un mecanismo fantástico. Parecía la puesta en escena de una obra de teatro vanguardista. La acompañaba un niño de cara ajada y piel tirante, como si un torniquete invisible fuera aprisionándole la cabeza hasta dejársela convertida en una estructura descarnada. La piel rígida daba a esa cara una cobertura piadosa. Parecía una horrible muestra de artesanía jíbara. Se conmovió. Permanecía perplejo con los sentimientos degradados. Dudó: no podía concebir esas escenas como elementos de la realidad. Temblaba, colérico y atemorizado.
“Soy portador de un mensaje divino”, dijo ese día. “El mundo se desploma, no hay sentimientos, se ha perdido la sensibilidad. Al principio fueron las tinieblas”, gritó, “Volvemos a la oscuridad anterior a la creación”. Y el tipo del delantal blanco, que no prestaba atención a sus palabras, contemplaba aburrido el revoloteo absurdo de una mosca tsetsé.
Estaba convencido de que era un ser justo y piadoso, y el universo una imagen que existía sólo en su mente. Que amor, odio, celos, envidia, concupiscencia, avaricia, gula, corrupción, pecado o egoísmo, eran reflejos de su pensamiento. Una herencia de sentimientos que lo habían atormentado en el pasado, adjetivadas ahora en otras criaturas del género humano, y fruto de ideas transformadas en imágenes físicas.

Prendió la lámpara del lavatorio y contempló al individuo deforme proyectado en el espejo. “Esta no es una imagen ni una ilusión refractada”, pensó: “Soy yo, estoy ahí, dentro de un mundo paralelo en el que me deslicé por descuido, penetrando en ese cosmos ignoto a través de un insterticio invisible”. Había cruzado los límites físicos y espirituales de su espacio extraviándose en otra dimensión, en un universo convexo y cóncavo. De allí, discurrió, la imagen grotesca que le devuelve el espejo: barbudo, esmirriado y envejecido; pero era él. Cerró los ojos con suavidad. Sintió náuseas y el cuerpo tiritaba. Parpadeó. Una bruma alteraba la nitidez de la figura proyectada. Fijó la vista en las sombras que titilaban alrededor de la imagen: se le antojaron efigies humanas, testaferros de visiones pretéritas. El gesto de rechazo alejaba a los seres extraños que danzaban entre las láminas de fuego de la mente. Lagrimeaba mientras pretendía ahuyentarlas con las palmas de las manos. Y seguía decepcionado porque él permanecía fuera de esa constelación en la que sueños, ficción y realidad eran planos superpuestos que desafiaban su cordura. Escuchaba ronroneos, como cánticos a capella de monjes en un monasterio. Otras veces estallaban bramidos que parecían astillarle los tímpanos. Obturaba los oídos con los dedos y sacudía la cabeza con furiosos vaivenes. Luego se echaba a reír, neurótico y exhausto. La visión perdió nitidez y desapareció, como el efecto de una lente zoom que acerca el objeto y luego lo difumina fuera de foco. Había logrado retornar al otro mundo, al planeta paralelo, replegarse, recuperar su vida. Desplazándose sin rumbo en ese laberinto, halló la rendija que le había confundido.
A tientas va llegando al altillo. Encandilado, libera el largo espejo que pende de la pared y lo apoya sobre el alféizar de la ventana. Desea que la luz matinal que traspasa la claraboya le ilumine. Retrocede unos pasos, distiende los párpados y reconoce en ese ser refractado el yo duplicado. Ríe a carcajadas. Es un acto de alucinación. O reencarnación, −masculla−. Se vuelve, contempla el altillo deforme, las paredes retraídas, el piso invisible cubierto de hojas repletas de cálculos, parábolas y sentencias. Nadie puede impedir que retorne a su mundo. Desea resolver el enigma de su alter ego, del yo duplicado, de la doble personalidad que enmaraña su filiación. Va a conocer, por fin, su verdadera identidad; pondrá a prueba su fortaleza espiritual y la relación con el Todopoderoso. Y dentro de ese mundo −ahora lo sabe_, no hay lugar para un ser dividido en dos. Tendrá una alternativa hacia la inmortalidad, la eternidad, el infinito. Con los labios crispados, tiritando, murmura: «Alea jacta est» (La suerte está echada)                                                 
. Se acerca al alter ego reflejado en el espejo y sonríe. Apunta hacia el corazón mientras el dedo índice va presionando con calculada suavidad el gatillo, y entonces...


5 comentarios:

  1. Un planteo viejo como el mundo, particularmente pienso que los sueños son una maerialidad. Magistral relato con un final abierto , para el autor, yo, lo salvo, pobre hombre, quizas pueda encontrase.
    Un abrazo Andrés.
    amelia

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  2. Un relato fuera del estilo al que Andrés nos tiene acostumbrados escrito con fluidez y manejo del idioma en un juego de mezcla de realidad y ficción donde el personaje es llevado con maestría por el autor (¿año nuevo estilo nuevo?) un abrazo, Carlos Arturo Trinelli

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  3. Los sueños son una parte de nosotros mismos. Por eso creo que el personaje al desdoblarse se desconoce, situación que lo lleva a la angustia y a su . . . ¿destrucción?
    Me he quedado prendida con lo que se llama el nudo de la historia, en donde están todas las preguntas y conjeturas que me resultaron de una importante consistencia, especiales para mis dudas existenciales.
    ¡Bravo, Andrés !
    MARITA RAGOZZA

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  4. Andrés, estoy deslumbrada por su capacidad para caracterizar personajes y describir sus mundos. Siento que subyace en este texto un problema existencial de la condición humana: ¿a quién vemos cuando miramos en el espejo? ¿la identidad es una y para siempre?
    Felicitaciones
    Ofelia

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  5. Volví a leer el cuento de Andres es un ejemplo para todos .La forma que maneja los personajes,el ambiente físico y psicológico que nos lleva a una solución dolorosa ,real y a la vez llena de fantasía, Nora

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