domingo, 27 de abril de 2014

Ester Mann


Las oscuras golondrinas 
                                             
Cuando empecé a llegar todos los días a la vieja Estación Central de Tel Aviv, me llamó la atención la fila de árabes en una de las plazoletas. Casi siempre me paraba enfrente, y mientras me tomaba un café, los observaba. Nunca había visto gente así: resignados, los ojos bajos y las manos caídas, sosteniendo un bolso o un abrigo. A veces llegaba justo cuando los estaban cacheando. Aunque mi familia procede de Marruecos y no tuvo relación con el Holocausto, a mis diecinueve años las asociaciones eran obvias.
En un extremo de la hilera de cuarenta o cincuenta personas siempre veía al mismo muchacho, más o menos de mi edad, tenía ojos claros y después de algunos días comprobé que él tambien me atisbaba. A diferencia de sus compañeros, él observaba todo a su alrededor y así captó mi mirada.
Una vez osé preguntarle al dueño del café quiénes eran y qué hacían esos hombres parados en la calle.
-Ah! Son arabitos! Esperan que los contratistas los vengan a buscar para el trabajo...
-¿Y por qué los cachean?
-¡Pero niña! ¿En qué mundo vivís? Pueden llevar armas o explosivos. Es por nuestra seguridad...
No le respondí. Pagué y continué mi camino hacia la Universidad.

“El mundo es un pañuelo”, dice mi abuela, y a las pocas semanas pude comprobarlo. Entre dos clases, en el recreo, mientras paseaba por los jardines de la Facultad, lo vi. Estaba trabajando en la empresa de jardinería. En forma natural, como si fuéramos viejos amigos me acerqué y empezamos a charlar.
A partir de ese día nuestra amistad se fue haciendo cada vez más profunda. Fuad no tenía nada que ver con la imagen del árabe que yo me había formado en mi casa y en la escuela. Era parecido a los marroquíes de los cuentos de mi abuela: orgulloso, ingenuo y apasionado. Le tomé cariño, como si fuera un pariente cercano. Pero guardé el secreto de nuestra amistad. No quería contaminarla con preguntas capciosas ni discutir con mis padres.
Fuad nunca estuvo en mi casa ni yo en la suya. Pero ese día todo iba a cambiar. Ese día, vestida como siempre, vaqueros y remera de algodón, con un vestido largo en el bolso, viajaba en el colectivo con destino a Ariel. Allí me esperaría Fuad para llevarme a su pueblo.
¿Por qué estaba dando este paso? ¿Qué necesidad tenía de arriesgarme a visitar un pueblo palestino en un territorio ocupado por mis compatriotas? ¿Qué sabía yo del odio que sentían los amigos y parientes de Fuad, y tal vez, Fuad mismo?
No tenía una respuesta clara para esas preguntas. Creo que a la inversa de lo que creyó la gente y de lo que publicaron los diarios, era por orgullo patriótico que me exponía: quería demostrarle a Fuad y a toda su parentela que no todos los israelíes éramos ciegos y sordos. Que no todos éramos sanguinarios y vengativos, como nos consideraban ellos.
Que si los políticos de ambos bandos nos daban una oportunidad, viviríamos en paz  trabajando codo a codo.
¿Cómo podía saber que habría un allanamiento?¿Cómo adivinar que Fuad era jefe de un grupo de lucha clandestino y que encontrarían documentos en su casa? Cómo presentir que el ejército me detendría y me iniciaría un proceso?
Hoy, despues de dos años de cárcel, cuando salí a la calle recibí, una vez más, los escupitajos de la gente y sus insultos. Para la mayoría soy una traidora y merecería un castigo mayor.
Pero hay otros, siempre demasiado pocos, que sí nos atrevemos: somos como golondrinas solitarias perdidas en un largo invierno...
Algún día llegará el verano y la calidez del sol nos rodeará, la brisa nos acunará y cubriremos la tierra y el mar con nuestras alas. Amén.

                                                                                  Ester Mann




3 comentarios:

  1. Un tema que en su irresolución pareciera siempre estar comenzando. El tratamiento en el relato es un canto de esperanza que toma voz en la plegaria final y que así sea, saludos, Carlos Arturo Trinelli

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  2. Ester: la intensidad de tus relatos es directamente proporcional a los huracanes que te tocó afrontar. Todavía me rodean las imágenes de tu "Recuerdo del Penal de Devoto". Huellas bárbaras de la condición humana.

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  3. Nurit: La crudeza del relato no le quita belleza y es un aporte a la memoria colectiva.Abrazo.

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