SUCESOS ARGENTINOS
Después: Había terminado de entregar el sobre en un piso quince
de un edificio en Puerto Madero. Estaba cansado. Cansado bajo el calor de un
cielo mezquino de enero. Cansado por la edad. Cansado por el tiempo
transcurrido en mis juegos en las ligas menores de la vida. La propina había
sido generosa por lo que supuse que el sobre era importante para el
destinatario.
Entré en uno de esos restaurantes exclusivos de la zona. El aire
acondicionado justificó el saco que llevaba puesto. Un mozo se acercó hacia mí
y me sugirió dónde ubicarme. En la mirada reconocí el resentimiento del lacayo
obligado a atender a un par.
Un tiempo atrás: Lo inesperado suele
presentarse en distintas formas. En mi caso adoptó la forma, primero de un
patovica inflado con anabólicos que se
aproximó de manera distraída hacia mí. Ejercí la atávica intuición e intenté
regresar sobre la sombra de mis huellas. Una segunda forma inesperada, igual a
la primera, se interpuso en mi regreso como un muro salido de la nada. De
pronto estuve entre los dos gigantes que, con educación, debo reconocerlo, me
persuadieron en aceptar su compañía. Supe que estaba en el horno.
Un tiempo más atrás: Mi idea es intentar
describir los efectos de los hechos más que estos pero para ello es necesario
un talento que no poseo.
Conocí a Ismael cuando era un pillo de cuarta. Así y todo era más pillo
que yo que había perdido el tiempo en pertenecer,
a qué, al sistema devorador de singularidades. Ínfulas de clase media,
estudiar, trabajar, ascender, casarse, tener hijos y transmitirles las ínfulas.
Así se podría acceder a la felicidad que el sistema nos tiene asignada, sexo
aburrido pero seguro, vacaciones, un auto, tal vez un crédito hipotecario, un
perro de raza y la rueda del samsara
capitalista en giro permanente. Una especie de Moebius que en mi caso se hizo
asintótico al eje de las y. En ello
tuvo que ver Ismael y su hermano Isaías torturado y asesinado por la dictadura
cívico-militar. No por temas políticos sino por mandarlos al carajo cuando cartoneaba
en la zona de Munro con un Rastrojero desvencijado.
Me encantaban los métodos de Ismael para hacer dinero. Mezclaba naranjas
amargas con las comestibles y las vendía en la ruta a Luján. Retiraba tomates
maduros del mercado de Béccar antes que los destruyeran con agua a presión y
los vendía por los barrios suburbanos para que las mujeres hicieran salsa. De
igual manera coreaba huevos pasados en oferta. Hasta que comenzó con las
apuestas. Allí entré yo en mi constante búsqueda de un atajo. La diferencia
entre él y yo fue que él siempre supo que se dirigía a la cima. En tanto yo,
solo esperaba pertenecer. En pocas
palabras escolacié mi oportunidad.
Tanto lo hice que pasé de socio a empleado de Ismael. También destruí el ideal
de la familia tipo y los componentes me dejaron solo hasta el perro debí
resignar como si fuera el protagonista de un tango.
En el medio entre el atrás y el más atrás: La habilidad de Ismael para percibir los matices del mundo me convenció
para seguir mi descenso en otro sitio. Un sitio chino con chinos que ríen,
fuman, beben, apuestan igual pero en chino. Enseguida observé que son
valientes, a diferencia de nosotros no le tienen miedo a lo distinto. Mi tarea
consistió en hacer relaciones públicas, no con los chinos sino con los
occidentales que se acercaban en búsqueda de mujeres exóticas y juegos nuevos.
Me resultó sencillo hacer una moneda extra con el choque de culturas. Claro que sucedió lo previsible cuando se
dieron cuenta alargaron más sus ojos, se colgaron sus sonrisas milenarias y me
pidieron un diezmo. En poco tiempo les pasé a deber una suma interesante que se
resolvió a doble o nada en un enfrentamiento de póker abierto con el crédito
del lugar, un nervudo joven entrenado en las grandes ligas del mano a mano. No
sé si amerita narrar los detalles de la partida pactada a la mejor de cinco.
Todas mis tácticas fracasaron. Un chino jugador solo puede ser derrotado con
una extraordinaria liga caso contrario, a igualdad de condiciones azarosas, uno
está condenado.
Una vez más Ismael fue el padre del fracaso. Saldó mi deuda. Los chinos
contentos me obsequiaron una mujer que por cortesía acepté con el desgano o
depresión de la esquiva victoria.
Volví con Ismael. Él, atado a sus códigos, guardaba por mí la lealtad y
el agradecimiento por el recuerdo de aquellos tiempos en que yo era una promesa
y le había hecho favores y ayudado con algún vuelto. Prefirió no arriesgar y me
asignó tareas menores, supervisar los televisores siempre encendidos, asistir a
los jóvenes especialistas en el manejo de las computadoras y por sobre todo
alertó que no me aceptaran apuestas. Comencé entonces a gestar el un tiempo atrás, contacté a un conocido
que trabajaba con un competidor de Ismael y derivé mis apuestas hacia allí.
Aquí las cosas eran distintas, las apuestas se cruzaban con negocios más
vastos, usura, empeño, autos mellizos, frula, mujeres. El dueño, Manolito
Sepúlveda, tenía bien ganada la fama de viejo garca. Como era de prever, en poco tiempo quedé pegado.
De nuevo un tiempo atrás: Una apuesta
en los bordes de lo imposible propició la visita de los pecetos escoltados por el propio Manolito en persona.
Subimos en el ascensor. Mi posición entre los dos grandotes era la de una
sardina colocada en el medio de la lata. Al menos todavía conservaba la cabeza.
Manolito me daba la espalda y portaba un maletín. Descendimos en el piso
séptimo en donde moraba desde mi separación. Un departamento, cuando no,
prestado por Ismael, dios pagano por el que había sido abandonado por mi propia
decisión.
El viejo Manolito Sepúlveda argumentó que viviríamos juntos mi última
apuesta con el énfasis puesto en la palabra última.
Yo le respondí que, por el contrario, podía ser el principio de algo
importante. Seguro debe haber sonreído porque observe el temblor en sus hombros
y sostuvo que, andando el carro se
acomodan los melones.
En el departamento y como si fueran los anfitriones, me invitaron a
sentar en el sillón de dos cuerpos en medio de los gorilas. Manolito lo hizo en
una silla frente a nosotros. En el medio el televisor donde se proyectaría mi
futuro. Incierto como todo futuro reconocía dos variantes inmediatas, una,
ganar la apuesta, dos, volar desde el balcón del séptimo piso a la eternidad,
Eso sí, para que el vuelo tuviera más poética Manolito tuvo la delicadeza de
abrir el maletín que lo acompañaba y colocar sobre la mesa una botella de
Johnny el caminador (etiqueta roja, la común, eso le restó puntos para un
último vuelo).
La pantalla del televisor
proyectaría mi destino. Los destinos son azarosos y el mío más.
Los equipos salieron a la cancha. Lo hicieron juntos al estilo europeo
de una final. Messi caminaba paralelo a Di María y parecían chancear entre
ellos. Ronaldo, afectado como siempre, se parecía mucho al muñeco de la Play Station 3. Manolito no veía las
imágenes. Le sugerí abrir la botella y él le hizo un gesto a uno de los patovas para que lo haga y le arrojó una
bolsa con las píldoras que harían de mi vuelo un viaje en sí mismo. Me atreví a
decirle que no gastara a cuenta y me dio la razón con una risa franca de
ballena austral.
La apuesta era la siguiente: doble contra la deuda a que el primer
tiempo concluía cero a cero, empatado en cero, todo lo que daba a que el Barsa
ganaba el segundo tiempo tres a cero. Sucede que no se puede ser mezquino con
los sueños o, lo que en el romancero de las apuestas se llama guita o mierda.
Comenzó el partido. Me resultó simpático que los grandotes manifestaran
su adrenalina en gotas de sudor que pegoteaban mis brazos comprimidos entre los
de ellos. Cada vez que sugería beber
acercaban la botella a mis labios y unos tragos desparejos quemaban mi
garganta. Manolito despreocupado hojeaba una revista porno de la que solo
alzaba la vista cuando el relator hacia lo propio con la voz.
Pensamientos nimios se agolparon en mi cerebro. Ocultos en el recuerdo
me ayudaban a evadirme. Los zapatos heredados de mi primo Alberto y las
ampollas que condecoraron mis pies. Las plumas de tinta marca Iridinois
incrustadas en los mangos de madera con las que escribía en la escuela
primaria. El engaño de Ginebra con Lancelot que ornamentó la testa de Arturo.
Las églogas de Virgilio. La mala suerte de Ratzo Rizzo. Margarita Porete quemada
por beguina…y llegó el fin del primer tiempo ¡empatados en cero! Manolito en
otra muestra de delicadeza me aplaudió y los gorilas me sonrieron y tuve ánimo
para decir con un cuarto de caminador en sangre, aguarden, lo mejor está por venir.
Utilicé el entre tiempo para posicionarme. El hombre de mi derecha tenía
un arete en la oreja izquierda. Si se lo arrancaba en un arrebato podría
hacerme con la botella y partírsela en la cabeza al otro. Con la botella rota
podría cortarle el pescuezo al del arito y después, sería fácil hacerle comer
los mocos al viejo Manolito. Entonces sí, con todo solucionado pediría una
pequeña ayuda a Ismael. Un plan desesperado antes de volar desde el séptimo
piso con el único destino de reventar contra el piso pero comenzó el segundo
tiempo.
A los dos minutos, minuto 47 de juego para la televisión española,
Iniesta coronó una asistencia de Messi después de una jugada en la que
participaron varios jugadores. Los guardianes gritaron el gol, Manolito no se
inmuto entretenido en colocar la revista en diferentes posiciones ante su
vista. El Barcelona lejos de pararse de contra siguió yendo como si perdiera el
partido. El Real dependía en un todo o nada en la lucidez y velocidad de
Ronaldo. Tuve la sensación de que iba a sobrevivir y dejé de pedir tragos.
Ronaldo estrelló un disparo en el
travesaño y el gorila del arete me ofreció beber. Negué con la cabeza. A los 75
minutos una gran jugada de Messi que desde fuera del área grande cambió por
gol. Me hallaba a un paso de la hazaña. A quince minutos de aprender a volar o
a seguir caminando por la vida. Hasta Manolito abandonó la revista y se integró
a la hinchada. En el minuto 91
mi suerte estaba echada y mi vuelo tenía hora de
despegue. En el minuto 93 penal para el Barsa. El árbitro señaló que luego de
la ejecución terminaba el partido. Messi se paró frente a la pelota, no podría
tomar el rebote, pateaba y concluía el partido. Los gorilas se inclinaron hacia
delante, yo quedé pegado en el respaldo del sillón. Manolito se incorporó de la
silla que había mudado frente al televisor. El Mesías no tomó carrera, no me
gustó que se parara de manera anunciada para disparar con su pierna izquierda.
La quiso picar, darle efecto, no tenía nada que perder. El arquero tampoco, no
se movió, apenas dio un rebote corto pero el partido había terminado, el Barsa
festejaba como si el penal no hubiera existido. Los jugadores del Real se
juntaron en el centro del campo con los brazos en jarra y las miradas acuosas.
Manolito se adelantó y apagó el televisor. Mis custodios volvieron a su
posición. El del aro me ofreció la botella, acepté, mis planes violentos
quedaron en el olvido. Atiné a pedir un paracaídas. Manolito me señaló la bolsa
con píldoras. Negué con la cabeza.. Los patovas
me alzaron de los brazos. Salimos al balcón. La claridad del día se agrisaba
entre los muros de los edificios lindantes. La pista de aterrizaje yacía más
oscura allí abajo. Cerré los ojos. Sonó un celular. Interpreté que todo estaba
en orden para despegar.
Sí está a punto de volar, diría que carreteando (silencio) ¿Te
parece? Y yo, qué gano (silencio más prolongado) Entre nosotros no hace falta firmar nada (silencio). Quedate tranquilo yo le explico, saludos a
la familia, un abrazo, chau.
Era Dios, abortó el vuelo, dijo Manolito. Los hombres me soltaron y volvimos a
entrar. Traete unos vasos y hielo,
ordenó Manolito. Fui y volví, Manolito sirvió cuatro raciones generosas que
acabaron con Johny y sus caminatas del día. A continuación firmamos un contrato
oral que implicaba mi cambio de iglesia. Ismael pagaría mi deuda en un año, en
ese año trabajaría con un salario mínimo para Manolito, vencido el año sería
libre pero debía abandonar el departamento. En ese año el vuelo estaría
siempre vigente y se activaría con el
más mínimo intento de mi parte en acercarme a Ismael. Por supuesto que acepté
todas las condiciones incluso la de presentarme al día siguiente en la oficina
de Manolito listo para comenzar el servicio de entrega a domicilio de lo que
fuera. Una nueva vida alumbraba mi destino sin alas. Se fueron, nos dimos la
mano y el del arete se animó a abrazarme. Junté los restos de sus vasos en el
mío y me puse a hojear la revista que había olvidado mi nuevo patrón.
De nuevo después: La mujer estaba
sentada frente a mí y también, como yo, estaba sola. Algo en ella me atrajo de
inmediato. Era una mujer madura vestida de modo casual. Un pañuelo de seda
sobre la frente sostenía la nuca con un nudo y dejaba entrever los cabellos de
un rubio ceniciento. La nariz recta y prolongada confería a su rostro cierta
distinción. La miré sin disimulo y supe entonces de quién se trataba. Me
incorporé de mi silla y me acerqué hasta estar frente a ella. Alzó la vista del
menú y fijó en mí sus ojos acerados de panzer
al decir de Silvia Plath, and, dijo
con la ironía de su adquirida flema
inglesa. Mrs.Ilyena, can I sit with you?
Quedó entre sorprendida y halagada de que conociera su verdadero nombre,
yes, of course.
Me senté y ella agregó, please,
speak in Spanish I want to learn. Ilyena
Vasilievna Mironova, me enamoré de usted en la década del setenta cuando la
conocí en esa foto en blanco y negro. ¿Cuál foto? Preguntó con una
sonrisa y alargando las o que sonaron
casi como una u. Una en la que usted mira la cámara con los brazos cruzados sobre los
senos (tits) y las manos aferradas a los hombros (shoulders). Was I nacked? ¿Desnuda?
Agregó en castellano. Sí, con la
mirada algo junta (dije bizca) y un
viento de frente que le hacía flamear el cabello lacio y largo. Sonrió con
la cabeza hacia atrás y dijo, I was
young. Young and beautiful, agregué y seguí en castellano, yo también era joven y quedé enamorado para
siempre reafirmando en cada película mi amor y hasta morí y resucité de amor
con Las chicas del calendario en 2003. Oh, yes de Chris Harper”s film but yo ya
era Helen, concluyó en un dificultoso castellano. Helen Mirrer, mi Helen con la que reí y lloré y amé en el cine.
Continuamos narrando
nuestras vidas hasta el día anterior. Nos fuimos por la puerta que daba al río.
Nos tomamos de la mano y caminamos balanceando los brazos. La cámara comenzó a
alejarse hasta que fuimos una pareja más entre otras.
FUNDIDO A NEGRO Y EL RUIDO DE UN CUERPO QUE SE ESTRELLA CONTRA
EL PAVIMENTO. FIN
Todo esto alcancé a
pensar en los tres segundos y medio (considerando mis 71 kilos., los 33 metros que me
separaban del piso y la resistencia del aire, es decir sin vacío, la gravedad
de 9.8 metros
por segundo y mi caída con los brazos extendidos que demoró mi aterrizaje).
Como siempre el autor nos regocija y sorprende con su relato. Espectacular remate,. Vaya mi abrazo.
ResponderEliminarUn nuevo personaje en la galería de "tipos raros" de Arturo. ¿Silvia ya estaba muerta cuando se encontraron?
ResponderEliminarademás del excelente narrador que sos, con descripciones interesantes, además de atrapar con personajes que están a la vuelta de la esquina, podés jugar a la perfección con los cambios de estructura narrativa y tiempos.me encantó la foto. Susana zazzetti.
ResponderEliminarPara un experto caminante de Johnny y de letras, una vez más el narrador nada en aguas profundas a veces turbias o claras pero acomoda los melones en vaivenes sorpresivos que deleitan con una venta final de remate.
ResponderEliminarUn abrazo
Celmiro