sábado, 25 de febrero de 2012

AMELIA ARELLANO



EL CUARTO COLOR SEPIA

Corrían los años 50 y dos acontecimientos sacaron al pueblo de su letargo habitual.
El primero, cuando llegaron unos hombres en una furgoneta, de noche y sacaron a doña Romilda muda por la sorpresa, medio dormida  y la llevaron con ellos hasta el altillo de la iglesia -para ver si había armas- contó la mujer que dijeron los hombres. Por supuesto lo único que encontraron fueron telarañas, algunas sillas rotas y el vuelo ciego de los despavoridos murciélagos. Cuando le contó a doña Ursula sus ojos tenían un tinte violentamente violeta.
El segundo fue cuando  un hombre llegó al  pueblo en el colectivo local. Allí no llegaba nadie y los que se iban, debían ascender el camino del borde que conducía al cementerio. Llegó con una pequeña valija de cartón color marrón, sobre la que se observaba una cruz de madera.
 Una barba de pocos días oscurecía el claro color de su tez. Era relativamente joven. Se paró al lado del colectivo mirando para todos lados -esto lo dijo  Pascual – parecía perdido como perro en cancha de bochas.
 Caminó hacia la plazoleta cercana, al pasar por la iglesia se persignó, y se sentó un largo rato en un banco descascarado pintado de verde descolorido. Miró el cielo y se entretuvo un rato observado las nubes: una mujer,  unos cerros o pechos,  unos ojos enormes, un árbol. Sintió un leve mareo y  el cielo era algo pesado que se le venía encima. El lamido en sus pies de un perro vagabundo lo sacó de su abstracción. Levantando su alto y delgado cuerpo levemente desgarbado, cruzó la calle e ingresó al único bar del pueblo que a su vez servía de eventual comedor. Se sentó en una silla de latón frente a una mesa también de metal pero cubierta por un hule de color indefinido. Pidió un  té. Hubo un gesto de sorpresa en el que resultó ser  el dueño del local, que hacía de mozo, de cocinero y no pocas veces de parroquiano. Preparó un té de hojas que luego filtró  en un colador de rejilla. La falta de costumbre hizo que saliera tan oscuro que parecía café. Allí nadie pedía otra cosa que un vino, una ginebra, un anís, y eventualmente, para un niño una bolita (bebida espirituosa a base de jugos de naranjas).
Cuando Pascual –el dueño del bar –le sirvió el té, en el rostro del hombre hubo un indicio de sorpresa. No dijo nada y bebió el áspero potaje sin colocarle azúcar.
Pascual, era locuaz, dicharachero y hablaba con voz de tono alto, acompañado con ademanes ampulosos. Era de risa fácil y cuando reía se movía su abultado abdomen. Se sentó al frente de parroquiano y hablaron del tema obligado de personas que recién se conocen: del tiempo.
 Cuando Juan contó que había decidido pasar  unos días  en la Hostería del pueblo, Pascual no pudo dejar de reír, a la vez sintió una sensación de vergüenza, como si el pueblo hubiera estafado al visitante, dado que lo primero que se veía cuando el colectivo entraba al pueblo  era un gran cartel que en letras de madera rezaba: Hostería. El edificio situado en lo alto de una loma, de Hostería solo tenía el nombre. En tiempos de elecciones el candidato a gobernador había hecho construir  lo que sería la Hostería del pueblo. Los pobladores se preguntaban para qué, si nunca un alma llegaba al pueblo. Pero el proyecto se inició aunque no se le colocaron las puertas y las ventanas ni terminaron los revoques o el techo, de este modo el proyecto de Hostería devino en refugio improvisado de animales o amantes furtivos.
El problema era que el colectivo pasaba cada dos días.
Le indicó que a dos cuadras estaba la pensión de doña Ursula que alguna vez alojó a las maestras que trabajaban en la Escuela cercana. Con la generosidad de los habitantes de los pueblos chicos le ofreció, que si no conseguía alojamiento, de alguna forma se arreglarían en su casa.
Caminó dos cuadras y por la descripción de Pascual fue fácil ubicar la casa. Era una casa tipo chorizo. Parecía una colmena con sus ocho habitaciones cuadradas y  alineadas una al lado de otra,  un  pequeño ventanuco  daba hacia la vereda de tierra.
La primera habitación tenía puerta hacia la calle y la cubría una tela metálica. En la pared pintada con cal en letras rojas desprolijas se leía “carnisería y  embutidos”. La mujer quedó con el cuchillo en la mano cuando vio al hombre. Le causó extrañeza su vestimenta, tenía zapatos de cuero negro muy brillantes, se cubría con un largo sobretodo negro, también negro era su sombrero de fieltro y negra la angustia. Gracias a los golpes de la vida, Ursula había aprendido a decodificar el color de las miradas en los hombres. Negro tristeza/ rojo pasión/ verde mentira/ azul indefensión/ amarillo crueldad/ violeta miedo/ rosa ternura /sepia amor /celeste esperanza.
Cuando le pidió si podía alojarlo, en sus ojos azules percibió casi un ruego. Le dijo que no tenían comodidades y ofreció mostrarle el cuarto. Caminaba delante del hombre. Era una mujer bajita, un poco sorda por lo que hablaba a los gritos. De cabello cano. Con  anchas caderas y grandes glúteos. Sus pechos prominentes  le llegaban a la cintura Caminaba lento y rengueando levemente. Tendría setenta años cortos. La mujer percibió en el hombre una mirada rosa: pensaba en las amplias caderas de su abuela. Se trasladaron bajo la sombra de un enorme parral. Había un pequeño patio con diversas flores y al fondo un rústico galpón. El recién llegado aspiró el olor de las flores, en el aire flotaba un olor a madre que dolía hasta los huesos.
El hombre casi ni miró el cuarto, no preguntó el precio y dijo que tomaba la habitación.
Tenía piso de tierra, pulcramente barrido, paredes pintadas a la cal y techo de varas de jarilla. El único mobiliario era una cama de hierro, una mesa pequeña, una silla de paja y una palangana enlozada. Al lado, un balde de latón con agua. El único adorno de la habitación era un cuadrito amarillento qué decía: “la fortuna es pasajera como filo de tijera”.
Pasaron los días y el hombre no se iba. Empezó a almorzar en el comedor de Pascual y por él se supo que su nombre  era Juan Paccí, los lugareños le llamaban don Juan o don Pachi. Los primeros días lo único que hacía era ir a dePascual, estar en su cuarto o sentarse en un banco de la Plaza con un pequeño libro de tapas negras.
Al lado de doña Ursula vivía un hombre que tenía sus facultades levemente afectadas que no le impedían dedicarse a su oficio de zapatero. El taller de zapatería también era su vivienda. Se llamaba  Ramón era muy morocho, corpulento y de pelo motoso. Era parco al hablar y tenía movimientos muy lentos.
Allí llegó un día Juan con sus zapatos con un hueco en la suela. En la habitación había un agradable olor a cuero. Ambos hombres, pese que ninguno era muy locuaz, desde el primer momento establecieron un vinculo de amistad y respeto.
 Juan dejó de tomar té y acompañaba a Ramón en el mate, que  este le enseñó a cebar. Ramón  no solo era zapatero sino trabajador del cuero  y a instancias  de Juan amplió su rubro. Comenzó a arreglar aperos, riendas, a hacer cintos y a forrar porongos con tientos de cuero trenzado. Juan también aprendió a trabajar el cuero, a sobarlo, a trenzarlo y luego a forrar los mates que el Nico vendía a los pasajeros del colectivo que se detenía en el negocio de ramos generales. El Nico era un chico que vivía con su abuelita, siempre le faltaba abrigo y le sobraban mocos… y pobreza.
Con el tiempo  Ursula también entró en el negocio, cultivaba las calabazas, productos de una planta trepadora que se enredaban en el parral y cuyos frutos de distintos tamaños daban al parral un aspecto singular. Cuando el fruto estaba maduro, Juan era encargado de seleccionarlos, de ahuecarlos, colocarlos al sol y entrarlos a la  tarde para que el rocío de la noche no los arruinara con moho.
Juan se acostumbró al pueblo y el pueblo se acostumbró a él. Se dejó una larga barba oscura que resaltaba el azul de sus ojos azules. Ursula miraba pero no preguntaba.
Entre los cuatro, Juan, Ramón, Ursula y el Nico se creó un  lazo de afecto tan intenso  que el cuarto parecía una vieja y hermosa foto color sepia...  Nico era el más cuidado. Ramón le dio unos zapatos, que nunca retiraron, dos talles más grandes por lo que hubo que ponerle en la punta un pequeño vellón de lana. Ursula le dio y adecuó a su talla, ropa del finado hijo de puta,  como ella  llamaba a su marido, muerto a balazos en un caso de polleras. Esto al principio provocaba hilaridad porque Ursula era muy cuidadosa al hablar, excepto en esa ocasión. Eran sus ojos un relámpago verde, con un tinte sangre Así su marido fue nuevamente bautizado y se naturalizó “el finado hijo de puta”.
 Juan se dedicó a la instrucción y formación del Nico; como eso circuló en el pueblo empezaron a venir niños, por lo que Ursula les hizo un lugar en el galpón donde solía guardar sus herramientas el finado hijo de puta. A la nochecita se reunían, primero se sumó Ursula y luego Ramón. En estas tertulias no solo se aprendían los conceptos básicos sino que como “postre” Juan les leía un poema o contaba un cuento, una leyenda etc. Luego al “postre” se sumó Ursula con adivinanzas, cuentos de aparecidos etc. que había aprendido de sus padres. Ramón escuchaba con atención y festejaba con fuertes carajadas los cuentos, aunque en su mayoría no los entendiera.
A veces Juan interrumpía su discurso o se distraía. El cuarto se teñía de azul. Ursula, con la sabiduría que dan los años y la templanza que dan los dolores y una niñez con carencias, solo lo observaba.
Un día llegó al pueblo una delegación de la Policía Federal. Primero llegaron al bar de Pascual y preguntaron si no había llegado de la ciudad  una persona que describieron como alto, delgado, de ojos claros y algo desgarbado. Su nombre era José Tosí, dijeron. Pascual les dijo que la única persona nueva, no tenía ese nombre y  era un hombre anciano que había venido del campo porque hachando había perdido un ojo, que era petizo, morocho, pelado y pariente de doña Ursula, que  lo dejo vivir en su casa  cuando salió del hospital, en calidad de acompañante dado que la viuda estaba sola.
Cuando Ursula los vio bajarse de móvil  la  mirada amarilla la alertó. En el acto los asoció con Juan que en ese momento estaba en el galpón ahuecando calabazas. Temió que los hombres se dieran cuenta de su mirada verde parra violeta.
Nunca se supo cual fue la causa que coincidieran en la descripción del hombre: petizo morocho, pelado. Les dijo que lo había mandado a un campo cercano a buscar una clueca que seguramente estaba “echada “entre las pajas.
Fueron al lado a tomar declaración a Ramón. Ursula, palideció y se persignó.
 A Ramón le faltaba coeficiente intelectual, pero le sobraba viveza y oído. Dijo lo mismo que doña Ursula. El Nico se ofreció a acompañarlos pero- les dijo - tendría que ponerse botas porque en el pajonal había muchas víboras.
Los policías volvieron al bar de Pascual. Tomaron un vaso de vino que el dueño no cobró, además, ni hicieron el intento de pagar.
Estamos de servicio pero un vasito de vino no viene mal.
  Pascual les hizo un guiño cómplice y los acompañó hasta la vereda. Cuando el auto se alejó, se limpió la transpiración de la frente con el repasador  que tenía en la mano, la mancha violeta que quedó en el repasador la atribuyó al vino.
No comentaron nada entre ellos. En un acuerdo tácito Ursula fue al galpón y muy seria  y en voz baja, que no era la habitual  le dio la noticia. Juan la miró con acuosos ojos azules, su mirada oscureció la luz del cuarto hasta dejarlo en penumbras. Cuando la mujer le puso la mano en el hombro, Juan, sentado la abrazó fuerte y apoyado en los grandes pechos lloró como un niño. Tampoco esta vez Ursula preguntó y cuando se alejó se pasó la mano por las manchas azules que humedecían  su blusa celeste.
No se habló más del tema y pasaron varios años. La relación entre el hombre y la gente del pueblo se fue consolidando. Juan no comía más en el comedor de Pascual sino que comían los cuatro en casa de Ursula. Como la abuelita del Nico falleció, se quedó a vivir con la mujer. Casi siempre cocinaba Juan y eventualmente Ursula, que amasaba fideos.
Llegó la fecha que hubo que festejar las bodas de oro del pueblo. Se organizó una festividad que incluía una misa y luego una cena y baile. El párroco que visitaba la iglesia dos veces por año, era un cura viejito que hacia 20 años que vivía en el pueblo cercano. El obispo se compadeció de él cuando tuvo un accidente y lo dejó en el pueblo. Cuentan los lugareños que venía de la casa de una novia y cayó en un zanjón quedando rengo. El padre Ovidio estaba habitualmente borracho. No obstante eso, la gente lo quería y respetaba.  En esta oportunidad el obispo designó un sacerdote recién venido de Buenos Aires.
Se decidió que se haría una procesión con la Virgen, antes de la misa, por lo que todo el pueblo se congregó a esperar al padre Ovidio frente de la Iglesia; grande fue la sorpresa cuando en vez del viejo ford del cura apareció un moderno auto. Venía el chofer y al lado un sacerdote, hombre con rostro serio y ojos risueños. Después de las explicaciones vinieron los saludos. Ursula y Juan venían retrasados porque estaban preparando la carne para el asado. Cuando el grupo les hizo espacio para saludarlos una vecina los presentó. Ursula sintió que Juan la tomaba del brazo y lo miró preocupada porque el hombre se puso muy pálido y el violeta de su mirada tiñó la alegría de la tarde.  Ambos hombres quedaron mirándose por un momento. Ursula percibió el temblor de Juan.  El Sacerdote con rostro inexpresivo  le dio la mano y dijo mucho gusto. Juan contestó con un balbuceo.
Ursula no se separó del lado de Juan, fueron a la procesión, luego a misa. El sacerdote no podía quedarse a la cena por tener otros compromiso, pero antes de irse llamó a Juan hacia la iglesia, para entregarle una estampitas y unos catecismos, dijo. La expresión del rostro de Juan no sorprendió a Ursula, la alivió. Ambos hombres se abrazaron en un fuerte y prolongado abrazo y el auto partió raudo, llevando al padre José. Doña Ursula lo observó atentamente, la mirada del cura  era una rosa verde pálido.
La mujer descruzó los brazos cuando Juan con un gesto la invitó ir a la casa. Allí se repitió una escena anterior, Juan llorando sobre sus pechos, ella parada y él sentado en la cama. Ursula no preguntó nada pero esta vez, Juan  habló. Le narró una larga historia que a la mujer le pareció conocida, dolorosamente familiar. Casi sin respirar le contó de cómo habían sido compañeros de Seminario con el padre José se enamora deja los hábitos se viene al interior la encuentra en el lecho con otro hombre toma el revolver de su padre tira sobre el pecho  la mujer  cae en un grotesco salto  las piernas dobladas hacia atrás.
Lo demás ella lo conoce, la huida y la instalación en ese pequeño pueblo. Creí que Dios me había castigado por abandonar los hábitos, le dice.
 El padre José le contó como lo habían buscado y lo más importante, que Isabel, la supuesta víctima, estaba feliz viviendo  con otro hombre.
Como Juan sigue llorando, le dice con mirada sepia que  se lave la cara mientras ella se cambia. La blusa verde agua tenia grandes manchas verde oscuro y se había arrugado.
Abre el ropero y se coloca una blusa colorada que nunca se había puesto porque se la regaló el difunto hijo de puta.
Juan la espera en el patio, ambos miran el cielo, las primeras estrellas están apareciendo. La anciana se toma de brazo del hombre y caminan lento. Una lluvia de glicinas celeste iluminan los negros nubarrones de la tarde. El rosa  duele hasta vivir. ■



6 comentarios:

  1. Es un relato que me encanto. El juego de los colores de las miradas es todo un poema y el desarrollo y la pintura de los personajes en pocas palabras le dan calidad.
    Un relato que sorprende por su buena estructura y con esa parsimonia de campo donde la velocidad es ajena a los personajes.

    Celmiro Koryto

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  2. Prefiero los poemas de la autora, pero esta narración sube mi opinión en el género. Hay gran habilidad, poesía, innovación, juego, ensueño, humanismo. . .
    Una maravilla, Amelia.
    Felicitaciones y saludos.
    MARITA RAGOZZA

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  3. Muy buen escrito Amelia, me encantó!!!Coincido con Marita y con Celmyro.
    Abrazo para una persona que no debe nunca estar gris, sus letras iluminan
    Mercedes

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  4. Una poesía enmascarada de relato pinta de colores la lectura, la trama es una excusa para narrar con cadencia el devenir de los personajes bien logrados, saludos, Carlos Arturo Trinelli

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  5. El relato de Amelia puede ser el compendio de una novela. Es porque propone diversos sucesos que acontecen a los personajes a lo largo de sus vidas. Juan es el protagonista principal, pero es Úrsula la que nos atrae por su capacidad de conocer el carácter de las personas por el color de sus ojos. Aparece a lo largo del relato el color que advierte a la mujer. Es amarillo crueldad o rosa ternura (en Juan), y es este quizá el rasgo clave del texto narrativo.
    Digo que es un compendio de novela por la diversidad de episodios que se proponen sin resolverse todos. En un cuento como ficción narrativa se aborda un solo tema que puede o no resolverse, porque lo que hace al cuento es la situación única en torno a los personajes.
    Está bien escrito y contiene el humor americano de nuestro continente.
    Un abrazo, querida amiga.
    Alejo

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  6. Donde pisaba Atilas no volvía a crecer la hierba. Como antítesis, todo lo que escribe Amelia rebosa creatividad, talento descriptivo y capacidad para delinear personajes. Mis felicitaciones solo te agregan cantidad, por cuanto la calidad esta en tu escritura...

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