miércoles, 8 de febrero de 2012

Marcelo Nasra





Marcelo Nasra es un escritor argentino nacido en Buenos Aires en 1968. Luego de graduarse como licenciado en educación, se dedica principalmente a escribir. Publicó la novela El espejo (2010) y la colección de cuentos Historias del barrio (2011). En el 2010 fue finalista del Premio Caños Dorados (España), Ecoloquia 2010 (Argentina) y recibió una mención de honor en el certamen de poesía de Salac Frías (Argentina). En 2011, obtuvo mención de honor en el concurso internacional de poesía Destacados 2011 (Argentina). Varios de sus relatos y poemas se encuentran publicados en antologías como Todos tenemos algo que contar (Argentina), Hijos de la pólvora (Estados Unidos), Poetas y narradores contemporáneos  2011(Argentina) y Destacados 2011(Argentina). Parte de su obra también se la puede encontrar en varios medios literarios como Letralia (Venezuela), Cañasanta (Canadá), OcioZero (España), Revista NM (Argentina), Vintén Editor (Uruguay), Remolinos (Perú), Revista Nóumeno (Argentina), Bajo los Hielos (Chile), Revista Epigramas (Venezuela), Rincón del Tango (España), El Cuervo (Argentina), Molino de Letras (México), Revista Poe + (España), Prosófagos (Argentina), Crear para leer (Italia), Revista NGC 3660 (España), Barriada (Argentina) y Revista Cultural Caños Dorados (España), entre otros.


La puerta

En los días de verano el sol hierve el asfalto pero inevitablemente hay trabajos que alguien tiene que hacer. Se podría decir que ese era el caso de Lautaro, el dependiente de la farmacia que entregaba pedidos a domicilio. Una tarde de febrero, la sombra de su bicicleta apenas se percibía y cada vez que se detenía en una esquina, daba la impresión que el sol iba a fundir las ruedas con el pavimento. Hubiera preferido tomar por las calles de empedrado para ir a lo de Doña Porota, pero Roberto, el farmacéutico; le recomendó explícitamente que no lo hiciera porque el medicamento que llevaba iba en un frasquito de vidrio demasiado frágil.
Cuando llegó a la esquina de la clienta, se bajó de la bicicleta porque la calle era de adoquines y la antigua vereda tenía una altura irregular. Los plátanos frondosos mecían sus copas lentamente, precediendo la siesta. No había un alma, excepto en una ventana de la vereda de enfrente, desde donde una anciana inmóvil observaba el mundo exterior.
Como era la primera entrega que le hacía, Lautaro no conocía el domicilio de Doña Porota. Aparentemente, la puerta no tenía numeración, ya que las dos puertas a ambos lados tenían cifras que la precedían y la sucedían respectivamente. Apoyó la bicicleta en la pared y tocó timbre. Nadie salió. Volvió a tocar y se empezó a impacientar porque el calor apretaba. El reloj sonó en su muñeca indicando las dos en punto. Se apoyó en la puerta para enjugarse el pañuelo con el sudor de la frente, cuando se dio cuenta de que estaba entreabierta. A continuación, aplaudió brevemente y con fuerza, para ver si alguno salía a recibirlo. Tocó timbre por última vez, y como no quería regresar con el encargo, juzgó que alguien estaría en casa.
Tímidamente, traspuso la puerta ingresando al zaguán. De repente, la calle a sus espaldas se tornó más bulliciosa, pero Lautaro no pensaba cerrar la puerta, porque si la casa estaba vacía, tal vez no podría salir. El sonido de un motor desconocido le llamó la atención y se detuvo para ver qué sucedía en la calle. Volvió sobre sus pasos impelido por la curiosidad, y cuando salió a la puerta, quedó pasmado. La calle angosta de Doña Porota se había ensanchado enormemente y los rieles del tranvía surcaban el reluciente empedrado. Caminó por la vereda y vio a un policía vestido como antaño, dirigiendo el tránsito; luego le tocaría silbato a un automovilista desprevenido, que casi se llevaba por delante a un carrero que estaba maniobrando peligrosamente con un alazán un poco arisco.
Se sorprendió al ver mucamas con delantales blancos, llevando a chicos de la mano vestidos de trajes de marinerito, con pantalones a la altura de las rodillas. Dos hombres elegantes con sombreros rancho pasaron junto a él, y otros menos pretenciosos con bombines, charlaban con un verdulero cocoliche. De otro lado de la calle, transitaba un grupito de obreros llevando humildes gorras de visera.
La puerta de Doña Porota estaba a metros de una esquina. Cuando llegó allí notó con enorme dificultad, que era la esquina de Suárez y Montes de Oca. La avenida tenía edificios mucho más bajos que los que él recordaba, y los que en su memoria eran antiguos y derruidos, ahora los contemplaba en buen estado de conservación.
Cruzó ante la mirada del agente de tránsito, que dirigía encaramado a una garita techada de forma circular. Llegó a La Banderita y vio sobre una de las mesas vacías en la vereda, un diario solitario; cuando lo tuvo en sus manos lo abrió, y se enteró que el Quinto Ejército alemán continuaba bombardeando a las tropas francesas en la localidad de Verdún. Todavía confundido, decidió volver caminando serenamente hasta la puerta que alguna vez había sido de Doña Porota, para no levantar sospechas. Cuando llegó ya no estaba, era sólo pared.
De un modo infantil, trató de tomar su teléfono celular para llamar a cualquiera que lo rescatara de esa situación. No lo encontró. En el bolsillo del pantalón tenía un reloj de cadena. Lo abrió y las agujas le indicaron que eran las dos y cinco; sólo que estaba en mil novecientos dieciséis. Desesperado, intentó correr a ningún lugar y  justo se topó con ella; era la chica más cautivante que había visto. Tenía unos hermosos ojos color esmeralda que brillaban diáfanos bajo el sol de la tarde. Sus cabellos largos y ensortijados, que llevaba recogidos en lo alto de su cabeza, se escondían tímidamente debajo de su sombrero ceñido.  Era alta, su figura era resaltada por un corsé, y una larga falda la cubría hasta los tobillos.
Por acto reflejo se llevó su mano a la cabeza y notó que él también tenía sombrero. Se lo quitó, saludándola con cortesía, y observó el fino sombrero de paja con la elegante cinta negra alrededor del ala. Se sonrió y lo mismo hizo la chica, aunque ruborizándose. Luego se enteraría de que se llamaba Ofelia.  Desde ese instante se verían todos los días. Lautaro se enamoró perdidamente y se sintió feliz como nunca antes. Tanto es así que se comprometieron a los pocos meses y decidieron casarse antes de Navidad.
Fue durante una nublada mañana de jueves, cuando yendo hacía el centro, Lautaro observó que la puerta de Doña Porota había reaparecido. El motorman de la línea diecisiete se detuvo en la siguiente esquina y Lautaro descendió. 
Se quedó contemplando la puerta, dubitativo. Por un lado, él no pertenecía a aquella época y extrañaba a su familia y amigos; pero por otro, amaba Ofelia apasionadamente. Rogó que no pudiera trasponer la puerta para no tener que tomar tan difícil decisión, pero una ráfaga de viento primaveral le reveló que la puerta estaba abierta, haciendo sonar las bisagras al entornarla.
Parado sobre el umbral, respiró hondo y con determinación levantó un pie, adentrándose a un destino que impaciente lo aguardaba desde el otro lado. Cuando el otro pie estuvo junto al primero, se encontraba en la vereda junto a la bicicleta. Miró su reloj de pulsera: eran las dos y diez. Notó que la anciana curiosa lo miraba desde enfrente; después sus labios ajados por los años esbozaron una sutil sonrisa que Lautaro correspondió.
Mientras la bicicleta comenzaba a rodar nuevamente, la nonagenaria la seguía con la mirada desde la ventana de su dormitorio; apoyando su brazo en la cómoda adornada con entrañables cuadros familiares. En uno de ellos, había una apagada imagen color sepia donde estaba ella; se la habían tomado a los pocos meses de nacer, en los brazos protectores de sus padres: Lautaro y Ofelia.  ■

3 comentarios:

  1. Muy logrado el juego entre los tiempos. Es un tema que atrapa la imaginación y que fue tratado por muchos escritores y también en el cine. Volver al pasado pero, sin embargo seguir en el aquí y ahora.

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  2. Cuando la mente y la historia se comporta como una máquina de tiempo, los resortes simbólicos catapultan las ideas y nos entregan un relato
    ameno, pleno para evadirse.

    Celmiro Koryto

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  3. Magníficas transposiciones temporales, con sus consecuentes desajustes, algunos para bien y otros de gran extrañeza. Un logro en la narración. El final supera toda expectativa.
    MARITA RAGOZZA

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