por Andrés Aldao
Albures del destino, casualidades de la historia, maquinaciones del Zodíaco. La noche en que moría el viejo Juan Domingo, el primero de julio de 1974, nacía, triunfal y vociferante, Juan Domingo Baltasar Abdala con cuatro kilitos, pelambre enroscada y morocha, piel tono yerba mate. La madre de Baltasar era boliviana. Y el padre, hijo de sirios tenderos chupadores de mate y caña, la llamaba, con simulacro de cariño, coya rafañosa.
El Juan Domingo se fue quedando en el camino, y ya desde pequeño lo conocían como Baltasar, el Turquito. Lindo nombre para verdulero o mafioso, ¿no? Y apropiado, como se comprobó luego, para la época tenebrosa que se abría en el país.
A los seis años ya exhibía sus garfios premonitorios en las calles de Balvanera y San Cristóbal.. Rápido para las piñas, el petit turco no dejó pibe de la barriada sin expropiarle las chirolas, los juguetes, la bici, las golosinas. Y, además. romperles los dientes.
Un día, la madre lo fue a buscar a la escuela, Baltasar la vio y disparó para el lado contrario. Ya en la pieza–letrina donde vivían, tendido en la pringosa otomana digna de un príncipe rufián, al ver llegar a la madre le advirtió: ¡No te aparezcas nunca más por la escuela o te rompo la jeta de un palazo! Seis años, y la procacidad desdentada en su máximo esplendor.
La escuela lo aburría y frustraba. Y la mañana aquella, en que por haberle pegado a un compañero la señorita Ruiz lo puso en el rincón, al volver al aula luego del recreo encontraron un largo y pestilente reguero de orín. La maestra lo mandó a la dirección, y el Turquito se mandó a mudar. Para siempre.
La calle terminó por confiscarle la personalidad y modelarlo para una vida inquieta, preñada de aventuras y retos. Horas y horas vagabundeaba el Turquito por los alrededores del Once, prendido en pequeñas chorrerías junto a otras lumbreras del achaque pedestre y oportunista. En la octava ya lo tenían fichado como mano larga y sprinter de primera. El turco padre estaba arreglado con un oficialito amante de la cometa liviana, quien le abría la jaulita y el angelito volaba. No al cielo, precisamente.
Al llegar a la edad púber, el Turquito Baltasar encontró una ocupación marginal no exenta de riesgos: apretar en zaguanes tenebrosos del Once a las pobres minas que ejercían una noble y veterana profesión, birlándoles parte de las entradas. No siempre con final exitoso, pues las más cancheras lo biababan a carterazos. Lo que rastrillaba de las carteritas le alcanzaba para los fasos, el café con leche y tres medialunas de grasa con las que iniciaba la mañana, y otros vicios semejantes incluida la entrada al cine y otras joditas menos cándidas.
Todo marchaba como sobre un riel aceitado. Pero una noche algo ventosa, en un oscuro paraje de la calle Catamarca lo frenó, inculto y descortés, un tipo bajito y morrudo, pinta de orangután, con traje de sarga y olor a loción baratieri, quien lo agarró de la chomba, lo alzó como una bolsa de viruta, le pegó un mamporro en la napia y, sin bajarlo, le dio un gancho en la oreja que lo dejó sordelli.
–La prósima vez que le chaqués guita a las chicas –le profetizó el mono mientras lo sacudía– te hago un barbijo que ni tu vieja te va a reconocer. ¿Me entendiste, guacho?
Aunque era pibe, y la biaba fue seria, el turquito no soltó una lágrima, pero asintió con el morro. En la lona, pero no nockaut, se consoló. El tipo lo dejó caer, refregó sus manos en el pantalón, se dio media vuelta y enfiló para Rivadavia no sin advertirle que la próxima lo estrangularía: Como a una gallina bataraza, che hijo e’puta.
Cuando cumplió los quince, otro Turco fue elegido presidente de la nación. Papá Abdala, fiel a sus orígenes, se incorporó a la unidad básica del barrio y entró en la política como matón de un puntero de Balvanera.
El Turquito hijo, a su vez, se fue transformando en el Turco Baltasar (lindo nombre para verdulero o mafioso, ¿no?). Era buen mozo y vivía apoltronado y protegido en bulines de hetairas de pedigrí. Aunque ganas no le faltaban, no se atrevía a irlas de cafishio. Tenía frescas las piñas que le abasteció, alevoso, el orangután trajeado de la calle Catamarca.
Mientras hacía mandados para los lacayos del Patilludo cajetilla de la Rosada , el Turquito pipiolo ampliaba sus faenas. Se arrimó a los prestamistas de guita gris, esmerándose en cobros de insolventes, apretes telefónicos e intimidación a las familias de los deudores.
El destino lo invocaba con sus cantos de sirena: el Turco estaba predestinado para el laburo fácil y la ganancia rápida. Era la época de buenos fatos, plata azucarada, encumbramiento de hampones a los altos destinos de la patria del régimen turquesa.
El Baltasar ese ya cargaba un espléndido prontuario en la Federal. Lesiones leves y graves, intento de violación a una vecina, estupro a la sobrina de la madre, portación de armas y robo de automotor más falsificación de documentos. Los mayordomos de la mafia Rosada le advirtieron: Cuidate, Turquito, no te metás en jodas grandes porque no te las bancamos.
Nueve meses en Devoto completaron el aprendizaje. No más violencia ni riesgos estúpidos, resolvió en un arranque de pecador arrepentido que quiere ascender en la escala del delito. Sólo enganches fáciles y rápidos, se dijo esbozando una sonrisa estúpida.
Empezó a colaborar con un viejo canalla de aspecto respetable, el doctor, que entraba y salía de la Rosada cuando se le cantaba. Desplegó, entonces, su virtuosa tarea de merchant: sobrecitos y pastillas, pildoritas multicolores, cosas livianitas. Y vento, mucho vento.
El turcacho empilchaba de primera; y cada vez que se complicaba, una llamada telefónica desde arriba arreglaba el asuntito. O un abogado de traje cruzado y chaleco resguardando el abdomen bien alimentado, cigarro cubano entre los dientes postizos y reloj de oro en la manito regordeta, cambiaba unas frases con el juez de instrucción, chasqueaba los deditos y, ¡¡segundos afuera!
Una noche rastrera Abdala padre fajó a la mujer abandonándola en el tugurio. Alquiló un departamentito en la calle Jujuy esquina Belgrano. Allí vivieron juntos y dichosos Papá Abdala y el Turco Baltasar. Cada uno en su negocio. Autos nuevos, billetes con la efigie de San Martín, y prolijos paquetes de papel verde made in USA.
El Turco cavilaba, sudaba, meditaba, envidiaba. La codicia lo estragaba con perversa puntualidad. Él, que era tan piola, rápido y pertinaz, ¿por qué debía ser un asalariado, un sirviente, el criado del doctor? preguntábase compungido y envidioso.
Una mañana de agosto, luego de pasar la noche desvelado, tomó la gran decisión de su turca vida: iba a trabajar como autónomo sin tener que dar cuenta de sus pasos. Había llegado el momento de progresar. Comenzó por distraer sobres de falopa de primera que mezclaba con talco y los vendía por su cuenta. El Turco corría de día, hacía negocios fulgurantes, y los billetes se aglomeraban en los bolsillos del twed ojo de perdiz que guardaba sus espaldas de Charles Atlas. Acabó por engrupirse: se sentía el Padrino, Lucky Luciano, Yabrán.
El doctor recibió el aviso de la sucursal del correo y lo mandó a buscar un paquete. El Turquito se apropió de la encomienda, chupándosela él solito. Ganó la plata loca. La encomienda no llegó, le adujo al doctor: burdo, grosero, pendejo. El viejo lo trompeó de bronca, y, mala pata, esto sucedió cuando el Turco grande perdía las elecciones. La conexión turco–siria se desmoronó y al Turco chico le pidieron la doble captura: la cana y los narcos.
Lo fue a buscar la Federal pero desapareció a tiempo. Andaba sin afeitar; las pilas de todos los timbres que apretaba estaban secas; los amigos, que se cotizaron en las buenas, en la mala lo largaron duro. Y el vento volaba como las hojas del calendario, mientras juraba y rejuraba que él no tenía nada que ver con la mejicaneada a la turca.
Al tiempo, el doctor le mandó decir que si le hacía una gran gauchada lo perdonaría y cerraban cuentas. Y todo conmovido, le dio un dato de oro: El Patilla vuelve, Turco. Como Perón. Te necesito, Turquito. Lo citó en Garay y General Urquiza a la medianoche, sobre la ochava, en diagonal al bar. Quiso creerle.
El Turco Baltasar regresó a su bulín. Se afeitó, sumergió su corpachón hediondo en la bañera impregnada de sales aromáticas, se empilchó con una camisa verde botella, estrenó los timbos nuevos y se perfumó con una loción Aroma del Riachuelo. Llamó por teléfono a Nancy y le dijo que esa noche iría a visitarla, que estuviese preparada para la gran joda.
Llegó a la medianoche en punto. Tomó de un saque dos ginebras con hielo en el bar de la esquina. El calor de febrero lo hizo transpirar y tenía la sensación de que sus testículos se fritaban dentro de una sartén con aceite hirviendo. Esperaba al doctor escudriñando Garay hacia el lado que subía desde el río.
Un auto negro azabache venía por General Urquiza cruzando displicente la avenida. El forense anotó diez y siete orificios de bala dentro de ese corpachón tirado en la ochava, de pelambre enroscada y piel tono yerba mate,.
Un cartel medio ojeroso con la efigie sonriente del Patilla y la consigna: Menem 2003, fue la última imagen terrenal que captaron los ojos abiertos e inmóviles de Baltasar antes de ascender al pódium celestial. Y así terminó sus días, solo y agujereado, el Turquito de esta crónica. Albures del destino, casualidades de la historia, maquinaciones del Zodíaco ■
El Universo narrativo de Andrés, tan ancho como largo y en constante expansión nos regala esta vez un "turquito" con nombre de rey mago y mañas de atorrante porteño sin final feliz, ironía y humor se dan cita para atenuar el drama, vocabulario pulido hace grata la lectura, saltando la mítica valla del estilo no se puede negar que el cuento es un aldao en su estado más puro, un abrazo, Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarProfe, este lunfa que emplea y algunas palabras aprendí por mi marido, hijo de tanos, porteño quien pudo hacer sus cuadernos de primaria, las carpetas del Avellaneda y los apuntes de la UBA sin faltas e ortografía y con sintaxis bien aprendida (producto de su propias ganas de aprender), este lunfa me suena a música y no lo hablo. Pero mis "viejos" eran porteños y mucho tango hubo en casa, con mi mamá que tenía su orquesta frente a De Caro en la calle Lavalle. Este lunfa, me reencuentra con los "turcos", (todos eran turcos, aunque se les decía también a los armenios. árabes , sirios, todos. Todos eran turcos. En este cuento plasmado tan extraordinariamente, me reencuentra con mi vida en Agronomía y Parque Chas tan dueño de ese turcaje, que pareciera vlver a verlo. Gracias. es un perfecto relato. Toda vez, aprendo. Un abrazo.
ResponderEliminarSonia
Personaje,época e ilustres actores de la historia se entreveran con una puntualidad literaria que atrapa al lector y lo apasiona con ese humor irónico que conquista-
ResponderEliminarEl profe tiene un no se qué en su estilo que nos deja siempre con hambre-
UN gustazo leerte.
Celmiro
Me equivoco con frecuencia o me disgusto con muchas cosas que escribo pero cuando escribí sobre Buenos Aires y la literatura no me equivoqué. Elegí a Aldao porque sus relatos son tango, filete, lunfa y retazos humorísticos de historia.
ResponderEliminarCristina
Siempre digo lo mismo, pero no tengo otra forma de expresar lo que me provoca la narrativa de Aldao. Como decía Arturo, ese universo tan largo como ancho que nos muestra, pero es, tal su solvencia que nunca cansa ni se pone denso, por el contrario, uno quiere saber más y frecuenta lenguajes, paisajes de época, conductas y todo con el acierto de lo vivido. Es muy difícil escribir de esta forma si no se estuvo atento a los cambios y él - como buen narrador - no separó nunca su ojo de toda esa época que le fue tan afin. Suerte para nosotros, lectores que podemos disfrutarlo.
ResponderEliminarFelicitaciones Andrés! Grande!
Lily Chavez
El Turquito Baltasar es un personaje que pertenece a una realidad ficcional, que vive al limite, en una historia que no pierde su núcleo sustancial, con un lenguaje vivo y expresivo.
ResponderEliminarEl Turquito cae y se levanta. . . y cae. . . en un final sarcástico.
Felicitaciones, Andrés y saludos.
Sos único Andrés . Eres capaz de despertar en un mismo texto-recurso muy difícil- sensaciones que llegan como un caleidoscoipio de sensaciones, de llorar de risa ...o reír llorando.
ResponderEliminarGracias Amigo querido. Un abrazo , amelia