Tía Julia
Es jodido vivir al día. Nunca sé si mañana morfo o corro la liebre. Desde el año pasado que estamos en mala onda, la malaria nos cagó la vida y mi casa es un despelote.
Mi viejo no labura; y mi vieja dejó de armar camisas. Mejor dicho le fueron achicando lo que cobraba por prenda. Al principio le traían el paquete. Después, ¡¡que se joda! Le pagaban una miseria. ¿Y el viaje, y los hilos, y la vista? No por nada nos decía la vieja: “La vida se me va sobre la máquina de coser”. Y a nosotros se nos partía el alma.
La vieja largó; el viejo se lavó las manos; y nosotros, los hijos queridos, tenemos que andar por ahí buscando algún laburito de ocasión.
Cuando llegó el nuevo presi –mis viejos son radicales– tuvieron esperanzas. Pero no pasó nada. Ese De la Rúa parece un mogólico. Mi viejo fue al comité, lo quisieron arreglar con dos kilos de yerba y uno de azúcar. “¡Métanselo en el culo!” les dijo, rompió la tarjeta radical y los puteó como sabe hacer el viejo.
Yo tengo catorce años, mi hermano Gustavo, diez y seis, y Graciela, once. A veces me la rebusco repartiendo volantes del restorán chino o del Café–Tango de Balcarce. Los lunes vendo diarios en la parada del Chicho. Poca guita, pero algo es algo. Gustavo es más piola. Sube a los colectivos y vende la Guía “T”. Se conoce a casi todos los colectiveros de la 10, la 9 y la 17. Es para ir tirando.
Y está la Tía Julia , hermana del viejo, que trabajaba en el correo y hace seis meses la mandaron a la mierda. La tía no se hace mala sangre. Es una enfermedad de familia porque ella y mi viejo son parecidos: no se calientan nunca.
Tía Julia duerme hasta tarde, se despierta con un bostezo chillón y aparece en el patio con un deshabillé de princesa rusa, se sienta en un sillón con la mirada perdida y después de media hora prepara una pava para mate. Si mi hermano o yo pasamos delante de ella nos dice que le miramos las piernas, que somos unos pajeros. Ahora yo me pregunto:¿Por qué se sienta toda despatarrada, con el deshabillé desabrochado desde la cintura? ¿Se cree que nosotros somos trolos? Mi mamá la reprende pero es inútil. Tía Julia es así.
Todas las tardecitas se pega un baño morboso –tres cuartos de hora por lo menos–, se mete en la bañadera, a veces se afeita las piernas, se da una sesión de cremas por todo el body (cómo sé inglés). Desnuda, se mira un largo rato en el espejo. De frente y de perfil, se toca las tetas y luego se viste.
Sí, me imagino la pregunta: ¿Y vos cómo sabés todo esto? ¿Acaso la ves? ¿La verdad? Sí: cuando puedo la espío, y Gustavo también. Y después ya saben, rajamos al baño o al fondo.
Tía Julia cobra la indemnización del correo en cuotas. Cuando necesita comprarse la ropa ajustada, los zapatos de taco alto, las pinturas con que se escracha la cara, los perfumes franceses y bombachas que parecen hilachas trenzadas, saca plata del banco. Algunos sopes nos larga, pero muy poco. Tampoco le pedimos. A mi hermanita le da monedas para ir a la primera sesión del cine, y a mi vieja le tira unos pesos. “Tomá, para el puchero”, le dice.
Esa mañana apareció con un deshabillé flamante, el habitual bostezo de perrita caniche y con voz rara nos dijo: “Conseguí un nuevo empleo. Se acabó la mishiadura, familia”. Nadie abrió la boca. Graciela no estaba, porque es la única que va a la escuela. Los viejos ni parpadearon. Gustavo la miró como si viera volar a una mosca pegajosa. Haciéndome el interesado le pregunté:
–¿Qué clase de laburo, Tía Julia?
–¡¡Por lo menos alguien se preocupa! Trabajo de moza en un bar, turno noche. Se gana guita con los turistas.
–¿Dónde queda el bar, Tía Julia?
–Por Recoleta, nene. ¿Por qué? ¿Vas a venir a tomar algo y le vas a dejar una propinita a tu tía? –Me callé la boca. Al resto de la familia no se le movió ningún músculo.
Esa semana el Chicho me ofreció trabajar todos los días, y Gustavo vendía en los colectivos herramientas a cinco pesos. Compraron un montón. Habíamos cazado la buena onda. Al terminar la semana Gustavo me dijo:
–Vení, Flaco, vamos de joda. Esta semana nos fue requetebién. Tenemos que divertirnos, vamos a ir al cine, después comemos pizza y tomamos cerveza. Te tengo una sorpresa.
–¿Qué sorpresa, Gustavo? ¡Contame.¡Contame, no seas turro. ¡¡Dale!
–Tranquilo, pibe, ya te vas a enterar.
–Turrazo. ¿Por qué no me contás?
–Está bien: después de comer vamos a lo de una puta. Me la recomendó el mayorista. ¿Fuiste alguna vez?
Quedé callado. Me daba vergüenza decirle que no. Gustavo se avivó y me dio ánimos.
–Quedate tranquilo, hermanito, que todo va a andar bien. Es una mina de clase, ya vas a ver.
Ese fin de semana no me quedé tranquilo. Tenía dolor de estómago. Sí, tenía un cagazo de primera. Aunque confiaba en mi hermano.
Llegó la noche del domingo. Fuimos a Lavalle, vimos un bodrio y después comimos pizza en Las Cuartetas. Gustavo me apuraba. Tenía la pizza en la garganta. Mi hermano pagó.
–Rosana nos espera a las nueve, tomemos el colectivo. Tiene el bulín en Carlos Calvo. Vos entrá primero. Yo te voy a esperar en un barcito que hay en la esquina
Bajamos en Chacabuco y caminamos. Mis pies parecían metidos en mocasines de plomo. La calle estaba vacía, a oscuras. Llegamos a la puerta de madera. Una casa antigua. Pensé que allí podría haber estado la jabonería de Vieytes. Del cagazo imaginaba cualquier cosa.
–Andá, te espero en ese barcito de mierda.¡¡¡Dale, boludo!
Subí las escaleras angustiado. De las habitaciones venían olores rancios de coliflor y pescado frito. Una cumbia a todo volumen aturdía. Golpeé con tal delicadeza que tuve que hacer bis. Y casi pis.
–Entrá –dijo la voz. El pomo de la puerta se me antojaba enjabonado: resbalaba y me costó hacerlo girar. Entré. La habitación en penumbras. La tipa tarareaba bajito un tango, la voz era suave y dulce. Me pareció conocida. Y eso me tranquilizó.
–Sacate la ropa y vení a la cama –susurró–. ¡¡Qué jovencito que sos!
Estaba tiritando. Quería rajar, tomármelas a cien por hora. La remera y la muscolosa se me enroscaban en los brazos. La cosa fue con los pantalones. Intenté bajármelos sin sacarme las adidas. Se produjo un embotellamiento en las rodillas; transpiraba sudor y miedo. Fue cuando la escuché decirme con voz canchera:
–Vení aquí, nene, vení con tía Rosana. –El espanto invadió mi cuerpo. Levanté los pantalones, agarré la remera y le dije que me iba. Cuando estaba por disparar ella me atajó en la puerta y me miró… ¡¡Mi dios!
–¿Adónde vas, pibe?
Estaba pintarrajeada, el cuarto olía a porro. Me hizo sentar a su lado, puso la mano sobre mi cabeza y abrazándome me rogó:
–No me digas nada, pibe, ¡por favor! –Dábamos lástima los dos.
–Mi hermano me está esperando –le dije preocupado.
–Andáte. Qué esperás. ¡Tomátela!
Salí con muchas ganas de llorar. Era como si hubiese crecido de golpe. Aunque por otro lado, ¡qué alegría, qué alivio, mi dios! No era la Tía Julia ·
Un cuento que nos mantiene en vilo, mucha astucia del autor que nos insinúa un camino y toa por otro .
ResponderEliminarMuy bueno Andrés querido .
amelia
Un relato sin tiempo pero tan porteño como la humedad de un Buenos Aires, que mata de a poquito y vive en la piel del exilio, irremediblemente.
ResponderEliminarAbrazo Andrés, Ester y un soplo con arena los traiga, de nuevo, para que se haga corpóreo.
Buen relato. Gracias Andrés
ResponderEliminarOfelia
Un giro inesperado evita el final que el lector anticipa en su cabeza, como siempre, lenguaje, descripciones que producen una rápida identificación y confieren el placer de la lectura, un abrazo, Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarLa pucha Andrés me dio lástima que terminó. Podría seguir leyendo por lo menos diez años más hasta los vinticuatro y ese ambiente donde juventud y época se funden como un chocolate del Vesubio.
ResponderEliminarSos un mago para este tipo de relatos.
Buenísimo
Celmiro
Muy buen relato y mas misericordioso que uno parecido que , me parece, escribió Abelardo Castillo.
ResponderEliminarMe gustó mucho.
Cristina
Una narración que el autor ubica en un período histórico argentino, pero el humanismo se le desborda en la trama y puede ser en cualquier tiempo.
ResponderEliminarLos personajes claman, aman,se sienten estafados, la realidad los aprieta, pierden su trabajo, y los chicos crecen, quizás . . . más pronto.
Me encariñé con los protagonistas.
Felicitaciones, Andrés.
MARITA RAGOZZA
Es un cuento real, de total realidad, ubicado en cualquiera de las épocas de nuestra ciudad, en una boca un poco tan fuete pero no menos actual. Las peripecias de un chiqulín en vías de hacerse "hombre". Cosas de muchacho, que atrapan hasta el final. Con un miedo bárbaro de llegar a ese final. Hermoso cuento, marginal, orillero, presente. Gracias Profe. Sonia con un abrazo.
ResponderEliminarSi Cristina, te referís a La Madre de Ernesto. Es un mismo tema, pero tratado desde otro punto de vista. Allí hay malsana curiosidad por parte de los muchachos y aquí hay piedad, si misericordia y miedo de que la verdad sea cruel con alguien a quien se ama. Muy bueno el cuento y creo que, por desgracia, sigue siendo actual.
ResponderEliminarMe gustó. Creo que refleja una imagen o fantasía interna doble (que esiste en la cabeza del hombre). Aquella de la mujer santa (la santa madrecita)con dignidad en la vida y esa otra que bien pudo ser tia Julia (en la fantasía del protagonista. Me parece que ella, la tal tia J. era algo gatuna y no se alarmaba no se dejaba afectar tanto por la dura reslidad). Muy bueno. Creo que podría haber sido letra de tango, también.Graciela U.
ResponderEliminarComo de hábito, Maestro, te leo en estado de "deslumbrancia" estética. Siempre termino mi ávido recorrido por tus relatos con la sensación de que acabo de tener una aula de narrativa. Entonces leo otra vez, para aprender más.
ResponderEliminarEn "Tía Julia" cumple aplaudir la estructura impecable, el estilo chispeante y esa creatividad privilegiada que hace de tus escritos auténticas obras de arte.
Me inclino en la habitual venia, Maestro.
Y te dejo mi abrazo amigo, con respeto, admiración y afecto.
Han sido muy generosos con los comentarios... Ocurre que cometo el pecado de relatar una situación humana pero no puedo evitar que el 'bobo-corazón' se entrometa y aparezca la 'agachada' sentimental...
ResponderEliminarAndrés
En definitiva señor Editor, no puede evitar ser usted, y por eso los relatos se vuelven humanos pero también rebeldes, y muestran la garra y hace que todo sea una narrativa con muchas puntas que desenredar, El autor no se puede desligar del todo. Si hay relatos que releo uno y otra vez son los de Aldao (por algo sus libros ocupan un lugar privilegiado en mi biblioteca) y me despiertan sed...sed de más.
ResponderEliminarLily Chavez
(aprovecho para decir que estoy enviando estos comentarios desde un ciber, no sé si tenga tiempo para muchos más...tengo mi compu a media máquina)
Esa capacidad, Andrés, para atraer al lector y no dejar que se desprenda del relato, es una historia que vibra por lo real y tu manera de contarla; el final me sorprendió gratamente.
ResponderEliminarEs un gusto saludarte, querido amigo.
Betty Badaui
Agradezco los comentarios que se enhebran desde el alma. Se nota en la cadencia tierna, en el cariño de las palabras: nadie da perlas por un escrito "shomería.gracias, muchas gracias queridos amigod
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