ALVARO ABÓS |
Al pié de la letra (Fragmento) | |
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Hay un lugar en el que Buenos Aires mezcla sus fulgores y sus tinieblas. Es señorial en el mismo instante en que se torna plebeyo. La cacofonía del estruendo se pacifica, y el paseante, de pronto, no encontrará "sombra más sabia, viento más discreto, ni niebla tan azul" (Baldomero Fernández Moreno). La cercana estación multitudinaria se remansa, la metrópolis se rinde. En ningún otro lugar de la ciudad se hallará, como en la curva majestuosa en la que Santa Fe se convierte en Florida y Florida en Santa Fe, una armonía más sutil.
El barrio se llama Retiro porque hubo allí, en el origen, una casa de oración y recogimiento. Más tarde fue un depósito para los esclavos que importaba de Guinea la próspera South Sea Company. Este destino pavoroso está descripto en el cuento de Manuel Mujica Lainez "La pulsera de cascabeles": Rudyard, un tratante de esclavos ciego, que acostumbraba colocar esa pulsera en el cuerpo de las esclavas para que su sonido lo guiara hacia el placer que él asociaba con el castigo y la humillación, se prenda de la bella esclava Temba; para vengarse, Bembo, hermano de ella, se coloca la pulsera de cascabeles y lleva al negrero hasta el foso donde yacen los cadáveres de los apestados. Rudyard, que convirtió la lujuria en crueldad, encuentra el peor castigo.
Del dolor a la fiesta: en 1801 se erigió allí la segunda Plaza de Toros de la ciudad (la primera estuvo en el barrio de Monserrat). Luego el lugar se hizo militar: los cuarteles del Campo de la Gloria y del Campo de Marte. Aquí, la población porteña fue sometida por los ingleses primero y luego humilló a los invasores en 1807. En estos predios se entrenaron los Granaderos de San Martín antes de irse a cruzar los Andes.
En la ciudad moderna, la Plaza San Martín es frontera entre la estación ferroviaria, abarrotada de porteños que a la mañana acuden a la ciudad y cada atardecer la desagotan rumbo a los vastos barrios dormitorios. Detrás de la estación, las villas miserias acechan el fasto urbano: la ciudad sofisticada, los escaparates de lujo, los hoteles para el alto turismo, los ejecutivos y las ejecutivas. Al mediodía, en los canteros de la plaza, los empleados acampan en esta tierra de nadie para dar cuenta de su frugal almuerzo. La plaza fascina por esa ambigüedad de frontera.
Comienzo mi visita a este lugar sorprendiendo a un hombre maduro, de tez bronceada y cabellos canosos, que lee un libro sentado en un banco detrás del monumento al Libertador que preside el lugar desde 1862. Quien se asolea es un dandy, un porteño cabal, un paseante empedernido y solitario: "Nací en esta ciudad, la conozco bastante y en raptos de optimismo pienso si la entonación de mis poemas no corresponderá al pulso íntimo de lo que son sus calles, gentes. Un peculiar distanciamiento, cierto sentimentalismo. Es cierto, el Buenos Aires de hoy sugiere un cuerpo en decrepitud. Una fachada detrás de la cual se mueve la desidia, la autodestrucción. Y, sin embargo, también de allí se extrae una convivencia..." El encuentro es imaginario, porque el poeta Alberto Girri murió, a los setenta y dos años, en 1991. Cada día dejaba su austero departamento en Viamonte 349, 4` LL (hay placa), mezcla de cueva y taller de artesano, y recorría las cuadras que lo separaban de la Plaza San Martín. Allí tomaba sol. Si el tiempo no era propicio, entraba en algún café. Luego del paseo, volvía a su refugio de eremita y, rodeado de su escasa biblioteca (hasta en eso demostraba su frugalidad), escribía y corregía los poemas que fue reuniendo en sus casi cuarenta libros, de difícil lectura por su carácter cerebral: se ha llamado a esa poesía, usando uno de los títulos de Girri, "la casa de la mente".
Era un caminador incansable, de la gran raza de los andarines urbanos; también un buen bailarín de tango, un hombre discreto, elegante con un matiz levemente arcaico -rasgo que distingue al elegante verdadero. En suma, un porteño cabal, condición que no reveló en sus poemas, arquitecturas atemporales y sin la menor contaminación localista. Fue aquí, en esta plaza, su lugar cotidiano durante medio siglo, sobre uno de estos bancos, a la sombra amada de estos paraísos, que Alberto Girri rumió su homenaje poético a Gardel ("de él la ciudad mucho sabe y conserva/la escondida jactancia, el desapego silencioso..."). Podría ser también el retrato de Girri, de cuya poesía escribió Octavio Paz que "también la oscuridad es luminosa".
En Saavedra 614, frente al muro de un asilo, nació Raúl González Tuñón (1905-1974). He llegado hasta aquí vanamente. No existe la casa, ni existe el muro ni el asilo. Una placa ennegrecida por la escoria tóxica, desubicada y como perdida, sobre un tramo de pared que ni se sabe a qué predio pertenece, recuerda su nacimiento. Puro voluntarismo municipal. Aquel barrio solo vive en el poema: "Vi la luz en el barrio del once, en el surero./Cerca de allí nació también Julio de Caro,/y escribió de la Púa sus memorables versos./Entonces aún la luna bajaba hasta los patios./¿Era todo mejor? No lo sé. Era distinto".
¿Cómo era aquella calle Saavedra a comienzos del siglo? "Una calle fraternal, llena de familias de inmigrantes, de italianos, alemanes, nosotros que éramos descendientes de españoles. Una casa típica de esa ciudad de aluvión", cuenta Raúl en sus largos diálogos con Horacio Salas. ■
Al pie de la letra es un excelente libro de consulta, guía muy particular de Buenos Aires y estilo placentero. Gracias por mencionarlo
ResponderEliminarCristina