sábado, 31 de agosto de 2013

Ana Ojeda (Argentina)



El vibrante roce de la realidad     



Toda mi vida es una pura concesión. Me despierto cerca de las siete de la mañana porque tengo una hora de viaje hasta el trabajo y entro a las nueve en punto, clavado. Cualquier minuto de retraso debe estar acompañado de excusa relevante: suicidio colectivo en medio de transporte público, episodio de violencia a la Columbine (en caso de haber tomado el subte), muerte súbita bajo rodado de varios cuerpos, o similar. No es raro que antes de enganchar la bici en el poste del semáforo tamborilee con los dedos sobre los postigos de la ventana para avisar que ya llegué; así evito tener que jugar a la salida en el tiempo de descuento.
La empresita funciona en un ph de tres ambientes (todos dan a la calle) y patio cubierto. Baño y cocina quedan frente a la puerta de entrada, de madera centenaria, y hay además un pequeño depósito oscuro y húmedo, usado para acumular trastos viejos. En total, somos cinco y dos jefes. Yo entré con cargo de administrativa, pero la (concesiva) realidad es que hago un poco de todo.
A la mañana no bien llego pongo en orden la cocina, que por lo general es un chiquero. Se desayuna, se almuerza y se merienda, pero no se lava. Desde que trabajo acá, odio la pizza: la muzzarella derretida de ayer es una especie de chicle con anfetaminas. Imposible de remover. Lo otro que no soporto es el cigarrillo. Mi jefe el mayor, ocupado en salvar vidas, así dice él, se desentiende de las normas más elementales de la higiene. Para él, cenicero es todo: vaso, tasa, botella, cuchara o platito. La semana pasada hubo un principio de incendio porque tiró un pucho encendido en el tacho. El episodio nos dejó mal, sobre todo porque tuvimos que comprar un tacho nuevo con los fonditos de La Coope. Mi jefe el mayor nos explicó que los bienes muebles perecederos son más de todos que de la empresa y que por eso tenemos que bancarlos con el fondito común.

A mi jefe el menor lo veo poco. Casi nunca va por el ph, así que cuando lo veo charlamos más que nada de la vida. De la suya, porque es un gran viajero y siempre nos trae noticias del mundo y de sus novias. Yo me limito a escuchar, sé que no corresponde que me aproveche de la supuesta reciprocidad del diálogo para agobiarlo con la larga retahíla de concesiones que engarzo día tras noche tras día. Mi psicóloga no entiende esta manera que tengo yo de ver las cosas. Siempre me dice que lo mío es que no puedo con la vibrante. No digo que no, pero creo que lo mío es algo más global.

Mis tareas en la empresita son sencillas. Sobre mi escritorio hay una computadora y tres bandejas. En la primera hay pedidos, en la segunda reclamos y en la tercera envíos. Un pedido puede ser que vaya hasta el banco a pagar la luz o hasta Dispita a compararle pañales a la nena de mi jefe el mayor. A esa bandeja le temo, nunca sé qué me va a deparar. Me acuerdo la vez que, tras lavar y ordenar en la cocina, me acomodé frente a la máquina sorbiendo el primer café de la mañana y al levantar una A4 agujereada, leo: “9:00 tomate un taxi y pasá a buscar a Ivette. Acompañala donde quiera ir”. Fue una patada de adrenalina. Primero, porque yo era administrativa y no personal para todo servicio. Segundo, porque no me había dejado plata para el taxi. Tercero, porque las nueve eran pretérito pluscuamperfecto.

Todo el tiempo es así. Voy, no voy, qué hago. Tal como yo lo veo, desobedecer una orden es causal de despido, pero ir era gastar mi propia plata sin saber a qué hora iba a terminar, ni dónde. Además, a esa hora todavía no había nadie, ¿quién iba a atender el teléfono? Migue, Lore, Juancho y Liso (se llama Lisandro, pero le quitamos una sílaba para que no desentone con nosotros, todos bi) llegaban a las diez. No tendría que haber ido, pero fui. Concesiones, concesiones, siempre.

Por ese tipo de cosas, prefiero la bandeja 2. Los reclamos son por lo general de proveedores o clientes descontentos, con lo cual mi función es clasificarlos por tema y mandar el mail “automático” de recibimos su consulta y estamos trabajando para usted. Después cuando mi jefe el mayor tiene un momento le comento más o menos de qué se trata como para que esté al tanto. La mayoría de las veces prescriben y nadie hace nada.

Los envíos también me gustan. Cuando toca el servicio mensual, Ramón me pasa a buscar con la combi. Tomamos mate, charlamos y mientras vamos haciendo las entregas. A veces la cana jode porque Ramón no tiene los papeles en orden, por eso su flete es más barato, y hay que cometearla para poder seguir. Yo pasaba la coima como “viáticos” hasta que mi jefe el menor me indicó que mejor lo pasara como “insumos”. De esa manera se puede descontar de los impuestos.

Como el lugar es chico, cuando estamos todos me cuesta concentrarme. Sobre todo porque Lore es una máquina de hablar. No para. Se cuelga del teléfono y te enterás hasta del color de bombacha que eligió para que combine con la funda del celu. Por eso detesto los días que no están ni mi jefe el mayor ni mi jefe el menor, son ocho horas que me tengo que tragar de interiorización radical en la vida de Lore y, la verdad, me satura. Menos mal que Migue es callado. Cuando no está, Juancho dice que tiene un retraso, pero no creo que sea verdad. Pasa que es tranquilo, nada más. Y come como un elefante. La otra vez se compró una pizza para él solo. Menos mal que al final Liso lo convenció para que compartieran. Yo los miraba tragar y pensaba en el baño, otra de mis ocupaciones tácitas, pero obligatorias. Hace un año que mi jefe el mayor decidió prescindir de los servicios de Mónica, que antes venía una vez por semana. El tamaño de la empresa no lo permite, no hay superávit como para que siga viniendo, así que hubo que repartirse sus tareas. Yo no tengo problema en limpiar el baño, el tema es que nunca hay con qué. La semana pasada traje el Mr. Músculo de casa porque el detergente lo guardo para los platos. Desde que Migue encontró una rata muerta entre las cajas del patio, todos coincidimos en que tenemos que extremar las medidas de higiene.

En realidad, además de administrativa, en la empresita también cumplo funciones de secretaria. Llego primero que todo el mundo y me voy última, almuerzo siempre en el escritorio para poder atender el teléfono y le llevo la agenda a mi jefe el mayor. Sirvo café cuando tenemos visitas, me encargo de que no falten galletas dulces ni té, y me encargo de la coordinación general de las tareas de Migue, Lore, Juancho y Liso para que los tiempos se cumplan. Hago mucho y me gustaría ganar un poco más, sobre todo porque con la inflación, mi sueldo quedó desactualizado. Hace tres años, cuando empecé, la situación del país era otra. También me gustaría que me pusiera en blanco, para tener vacaciones y obra social. Quiero pedir un aumento o un ajuste, pero no lo hago porque Juancho se lo pidió el otro día y mi jefe el mayor le dijo que la empresa daba aumentos cuando la situación estaba como para dar aumentos. Que él no iba a soportar que le fuéramos con la huevada sindicalista ni mucho menos y que al que no le gustara, que se mandara mudar.

Como lo que facturo en la empresita me alcanza solo para el alquiler, ayer agarré viaje en un ciber de mi barrio que buscaba personal para el turno noche. Levantarme a la mañana me cuesta un triunfo y mi jefe el mayor ya me llamó la atención porque nota que no estoy dejando todo en el laburo como antes. Yo le dije que estaba equivocado y que ando mal dormida, pero no me gustó que su respuesta fuera encajarme a la beba de Mariana para que me hiciera cargo mientras ellos se iban a almorzar. Tendría que haberle dicho que no. ¿Y si se lastimaba? ¿Y si no paraba de llorar? Yo soy administrativa, no tengo porqué contar con conocimientos de baby-sitter. Además de que yo también quería almorzar y no pude porque la nena era un demonio que se metía todo en la boca, dos segundos la dejabas sola y ya te había localizado un tomacorrientes para ir a enchufar sus deditos babeados. Al final, terminé comiendo dos empanaditas a las cinco y media de la tarde, mientras esperaba el colectivo. Ni hambre tenía para esa hora porque el almuerzo se alargó y al final Mariana pasó a recoger a la nena a las cuatro y yo en la hora que me quedaba tuve que resolver las tres bandejas corriendo como una loca porque mi jefe el mayor me avisó que a partir del jueves hacíamos inventario.

Quisiera irme de la empresita pero no lo hago porque tengo miedo de no encontrar nada más. ¿Cómo pagaría el alquiler? Con lo del ciber apenas me alcanza para la comida. Mi fonoaudióloga dice que es un problema en la vibrante, pero yo sé que hay algo más. Yo siento que tengo una vida de perro.

3 comentarios:

  1. Tal cual, el ambiente creado es de "una vida de perros" toda una vida. Me gustó cómo está creado un cuento a partir de un personaje que "no es nada" y sin embargo lleva hasta el final

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  2. Tantas vidas de perro , tantas cárceles cotidianas,
    El autor lo pinta magistralmente.
    Ay ay Gracias.

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  3. Es vida en cautiverio , con círculos que cierran más prietos cada día a la protagonista y a miles de personas verdaderas que experimentan esa asfixia que no tiene fin.
    Excelente crónica ficcional de la realidad.
    Felicitaciones a la autora.
    MARITA RAGOZZA

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