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31 DE JULIO DE 2012
LITERATURA › A LOS 82 AÑOS, Y EN SAN SALVADOR DE JUJUY, MURIO
HECTOR TIZON
“Sólo está muerto
aquello que definitivamente hemos olvidado”
La
iniciación, el amor, la traición, la locura y el exilio encontraron en su pluma
una forma de retrato personalísima, en la que tenía que ver su percepción del
entorno y un lenguaje formado en el castellano de la biblioteca y la oralidad
quechua de su pueblo.
Por Silvina Friera
Ningún paisaje está
en un solo sitio; se desplaza en los ojos de quien lo contempla. Las pupilas
entristecidas por la partida del sabio y magistral narrador que fue Héctor
Tizón rememoran Yala, Casabindo, Humahuaca, Cochinoca; silabean bajo el temblor
de la emoción la aridez de esa geografía atravesada por la melodía del viento,
la polvareda del camino y el compás minucioso que teje el silencio. El árbol de
la infancia vuelve a crecer en otros suelos. Cualquier tierra puede ser propia
y extraña. Vivir es olvidar, viene a la mente lo que propone el protagonista de
uno de sus relatos. El arte del escritor jujeño, que murió ayer en San Salvador
de Jujuy a los 82 años, consistió en alivianar su equipaje para viajar con
mayor comodidad a través de una red de cuentos y novelas en los que configuró
una intensa épica de la austeridad desde experiencias de alcance universal como
la iniciación, el amor, la traición, la locura y el exilio. Su escritura se
forjó en el cruce de dos lenguas –el castellano de los libros que leyó
mestizado con las inflexiones de la oralidad quechua– en las que resplandece lo
dicho, pero también aquello que permanece en los márgenes, lo que no es audible
o no tiene expresión. El refinamiento, la belleza poética, emerge justo en el
preciso instante en que la lengua apenas puede emitir susurros desperdigados
sobre las páginas, al pie de la letra. “Las palabras sólo son sombras de los
hechos”, postulaba en otro de sus relatos. El olvido no comienza en la tumba,
como creía. Mientras haya un solo lector memorioso, la llama de Tizón seguirá
encendida.
El
lugar de nacimiento a veces es accidental. Si en todo escritor anida un gran
mitómano, la biografía puede estar intervenida por lo que el interesado
prefiere orquestar. Aunque en este caso es otro cantar. A diferencia de lo que
se cree, Tizón nació el 21 de octubre de 1929 en Rosario de la Frontera (Salta), en el
Hotel de las Termas, durante un viaje de sus padres, oriundos de Jujuy, el
lugar en el mundo que siempre consideró como su tierra de pertenencia. El mismo
se enteró cuando necesitó ordenar papeles para rumbear hacia el exilio, en
1976, y pidió una partida de nacimiento. “Como no me la daban, le dije a mi
padre: ‘¿Qué pasa, se han olvidado de inscribirme o qué?’. ‘No –dice–, no la
vas a encontrar nunca porque naciste en otro lado.’ Y cuando di con ella, le
pregunté: ‘¿No encontraron a ningún criollo para ponerme de testigo de mi
nacimiento?’. No, porque mis padres eran los dos únicos pasajeros del hotel.”
El abuelo paterno del escritor –“español cubano casado con cristiana vieja”–
llegó a Yala (Jujuy) por error, buscando Africa, el calor y las palmeras. Los
habitantes del pueblo lo evocaban como el primer plantador de bananas de la
zona. Algunos de sus mejores libros como Fuego en Casabindo (1969) y El gallo
blanco (1992) son lecturas obligatorias en las escuelas del Noroeste. Vivió en
Salta, entre 1943 y 1948, donde cursó el secundario y publicó sus primeros
cuentos en el diario El Intransigente, relatos que nunca quiso editar en un
libro. Intuía, no obstante, que no faltará algún investigador entusiasta que
escarbe en los archivos hasta dar con esos textos. “Uno empieza dando tropiezos
memorables. Tanto el bípedo como el ave: se empieza a los golpes”, reconocía el
escritor con esa sencillez que lo caracterizaba. La expectativa literaria era
como una olla a presión donde se cocinaban los sueños y deseos del joven Tizón,
que estudió Derecho en La Plata
y arrancó con su periplo diplomático en 1958. Estuvo en México, donde fue
agregado cultural y conoció a Juan Rulfo, Augusto Monterroso, Ernesto Cardenal
y a Ezequiel Martínez Estrada, entre otros autores. Dos años le bastaron para
decidir regresar nuevamente a Jujuy, en 1962.
Afiliado
a la UCR –solía
definirse como “yrigoyenista”–, fue juez de la Corte Suprema
jujeña. No se refugiaba en el impacto de una metáfora para escamotear el humus
de sus pensamientos. Le gustaba tirar del hilo para desembrollar la madeja
convulsionada del tiempo que le tocó vivir, como lo hizo en los ensayos de No
es posible callar, donde reflexionó sobre el lugar que ocupa el artista, el
destino de la sociedad occidental y el discurso tramposo de la globalización.
En 2003 inauguró la Feria
del Libro en el predio de La
Rural. “Hubiese preferido un tiempo diferente para abordar el
lema ‘Los argentinos y los libros’, pero ni siquiera en ceremonias como ésta es
posible callar ante actos tan brutales; hacernos los distraídos sería, más que
una mera cobardía, un acto inmoral”, dijo el autor de La casa y el viento
(1984) por la invasión de los EE.UU. a Irak. Esgrimía que no podía hablar de la
literatura cuando “los pistoleros cibernéticos aplastan pueblos y amenazan con
asolar al mundo”. La memorable ovación estalló cuando afirmó que el cinismo del
discurso único ya no puede disfrazarse: “La fuerza imperial no necesita a un
Conrad o a un Kipling. Le basta apelar a citas de Al Capone”.
Tizón
ha profesado su orgullo y devoción por la majestuosidad del paisaje donde
vivió; atesoraba las voces de los relatos con los que las niñeras indias
esculpieron su infancia y reconocía que la mujer introduce al hombre en la
tierra, que transmite la palabra. “El mundo –decía Strasser, uno de sus
personajes– es siempre lo que una mujer ha hecho de él.” Más que un paisaje o
frontera geográfica, su obra se construye a través de un narrador que asume una
condición lingüística al proclamarse parte de la cultura altoperuana. Mientras
bosquejaba los cuentos del que sería su primer libro, A un costado de los rieles,
publicado en México en 1960, zanjó la tensión entre la lengua libresca,
aprendida en la biblioteca paterna –el castellano de Calderón, Quevedo, Lope–,
con la lengua de los indígenas, “el dulce habla de las criadas”. Cuando esos
mundos aparentemente contradictorios se contaminan –comprendió–, se reconocen
mejor. El escritor no se cansaba de repetir que la materia de su oficio son
“las imágenes mentales que fija con palabras”. Sin embargo, era consciente de
la tentación a la que está sometida la literatura que se amasa lejos de las
grandes urbes, esos focos de irradiación que toman una parte por el todo de la
literatura argentina. “En las provincias podemos ver los pecados capitales
caminando por las calles, con nombre y apellido. Y aprender a observarlos,
conviviendo con ellos, es una de las grandes primeras lecciones para el
incipiente escritor”, señala en un ensayo. “La segunda es olvidarlo para que de
todo ello quede su esencia y poder usar libremente esos atributos, huyendo de
la perspectiva provinciana.”
En
“Más allá del regionalismo: las transformaciones del paisaje”, texto de Enrique
Foffani y Adriana Mancini que integra el volumen La narración gana la partida
de Historia crítica de la literatura argentina, se plantea que el jujeño
ejecutó el gesto sugerido por Roland Barthes. En uno de los ensayos de El grado
cero de la escritura, el crítico francés asegura que la novedad en el
pensamiento proustiano es haber desplazado el problema del realismo y haber
ubicado “el lugar de lo imaginario en el significado; no en la relación entre
‘la cosa y la forma’, sino en el signo, en la relación del significado con el
significante. ‘El lenguaje del escritor no tiene como objetivo representar lo
real sino significarlo’”. Foffani y Mancini subrayan que la literatura de Tizón
“significa un paisaje, un lenguaje, historias y personajes que responden por
sus características a ese espacio referencial al que el escritor pertenece”. En
la configuración espacial de sus cuentos y novelas –precisan– es donde con
mayor nitidez “se observa el trabajo a partir del cual el lenguaje actúa como
mediador que procesa la belleza natural del paisaje original”. En la premura
con la que se rebobinan fragmentos, frases, remates o principios, tal vez los
lectores recuperen esa sensación de que todos los sentidos oscilan por el
entredicho. “Acaso la historia podría ser sólo este mismo paisaje, las montañas
sombrías de un color confuso cambiante hora a hora desde el amanecer al
crepúsculo, el valle verde y el río y las dos, tres, cinco casas desperdigadas...;
queremos decir: un escenario donde es casi obligado imaginar personajes como
los protagonistas de esta historia que se va a narrar. Por otra parte, todos
estos personajes fueron aquí ellos mismos, con sus nombres y circunstancias
reales. Gente que quizás en otras tierras no hubiera despertado la atención de
nadie”, se lee al comienzo de La mujer de Strasser (1997).
“A
veces, percibimos la vida más intensamente cuando la recordamos, con más
tranquilidad que en el momento en el que transcurre”, postula en El resplandor
de la hoguera (2008), que aglutina sus memorias, anticipo crepuscular de la
despedida, donde despliega perspectivas sobre lo real y lo ficticio, lo
biográfico y lo literario. “Este es el impulso que lleva a un escritor a escribir
diarios o anotaciones autobiográficas; esto y la certeza de que el pasado no
permanece en su lugar, nunca se mantiene estático. Sólo puede revivirse en la
memoria, y la memoria es un mecanismo que nos permite tanto olvidar como
recordar; la memoria es arbitraria: redescubre, inventa, organiza. El verdadero
instrumento de la creación es la memoria y de allí también que todo lo que un
escritor escribe sea autobiográfico, con más o menos matices.” En este libro
–donde logra estar “mano a mano con los fantasmas, regresado a lo que más quise
y dispuesto a desaparecer como una sombra, sin ruido, sin memoria, por esa
misma rendija de la vida que lograra vislumbrar y convertir en palabras”–
desfilan el niño que se subía a los techos para pasar horas leyendo, su visita
a la casa de Benito Lynch en La
Plata , los prolegómenos de la publicación de Fuego en
Casabindo, la amistad con Martínez Estrada y Rulfo y su encuentro con Onetti en
Madrid, donde se exilió durante la dictadura.
Tizón
conjuró la inexorable sensación de epílogo –la antesala al silencio– con un
tímido anhelo del porvenir. Acaso pasado cierto umbral, la memoria se vuelve
silenciosa y opta por callarse. La prórroga al silencio, esas páginas que de
pronto reparó que valía la pena escribir, está en Memorial de la Puna , de reciente
publicación, seis bellísimos relatos imbricados por la Puna , tierra “lijada por los
vientos y la sal”, “el gran desierto lunar cálido y frío”, región que asume
como destino vital y literario. “Nacer es una casualidad, pero también una
fatalidad, puesto que nadie elige por sí mismo el lugar donde nacer. De modo
que un escritor ronda y da vueltas sobre el mismo tema, los mismos hombres y
las mismas cosas”, escribió en un ensayo de los ’90. La Puna es la Comala o la Santa María de viento
y polvo; las luces y sombras de una obsesión –todo transmite una especie de
“mensaje cifrado”– que sólo la muerte vino a clausurar. Quedan los gestos
modestos, las pinceladas mínimas con las que labraba la densa complejidad de
sus criaturas y ese cielo tramando preguntas durante el atardecer. ¿O serán los
lectores que miran esas puestas de sol con el interrogante a flor de piel, como
si estuviéramos ahí mismo, contemplando los murmullos de la tierra cuando se
abre a la noche?
Al
principio no quiso irse: continuaba presentando hábeas corpus por sus amigos
perseguidos en 1976. Su mujer, Flora Guzmán, lo interpeló con la espada de
Damocles de un terror letal. Le dijo que estaba loco si pensaba discutir con
Hitler. Y lo convenció. La familia se exilió en Madrid; recién volvió tras la
guerra de Malvinas. El viejo soldado (2002), “el menos querido de mis libros,
si ello fuese posible”, es la única novela que escapa a las reglas del mundo
tizoniano. Quizá por eso eligió publicarla casi veinte años después de escribirla.
Como el protagonista Raúl –que para sobrevivir en un país ajeno se emplea como
escritor a sueldo de un viejo fascista decidido a publicar sus memorias–, Tizón
se las ingenió en España para hacerse del dinero para subsistir sin dejar de
escribir. “Fui un negro de la literatura. Presté mi pluma a otros que ni
siquiera pensaban como yo, y eso es tremendamente humillante”, recordaba. El
también, como Raúl, soportó en tierras lejanas el tedio, el miedo y la
tristeza.
El autor de Sota de bastos, caballo de
espadas (1975), El hombre que llegó a un pueblo (1975), Luz de las crueles
provincias (1995), Extraño y pálido fulgor (1999) y La belleza del mundo
(2004), entre otros títulos notables, despliega en Memorial de la Puna una meditación “casi
póstuma” sobre la muerte: “Nada ni nadie puede reprimir los recuerdos que
iluminan de pronto aquello que creíamos perdido y desaparecido. El olvido es
más fuerte e irremediable que la muerte. Sólo está muerto aquello que
definitivamente hemos olvidado”.
Que tan cierta la frase de la muerte y el olvido...
ResponderEliminarAbrazo
asi es - y la vida eterna es ACORDARSE DE....
ResponderEliminarQue hermoso artículo. He encontrado partes de la vida de este autor que la desconocía.
ResponderEliminarSabias aseveraciones.
Creo que fue injustamente relegado , como tantos.
Hoy , vive , revive aquí. Gracias!!
Un gran escritor, una pena muy grande...
ResponderEliminarandrés
¿ vivir es olvidar? ¿ es olvido la muerte? ¿ la muerte es olvido? no sé. sí sé que hay una memoria que retiene rostros, nombres, hechos, palabras de los que hicieron este paraíso de la literatura. héctor es uno de ellos. por siempre. susana zazzetti.
ResponderEliminarUn escritor desde las entrañas...como pocos. Una personalidad que enriquecía el entorno donde se manifestaba. Logró transferir a la palabra la alquimia espiritual donde el paisaje, desglosado en sangre, nutría al hombre. Valioso el recordatorio.
ResponderEliminarGracias Aldao.
CF.
A través de los escenarios y los personajes mezclados en la presencia flotante del tiempo desgajando sucesos supo advertirnos de que "debía interesarnos a todos nosotros, tan afligidos de soledad". Un grande de la literatura. Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarUna nota muy acertada, un recuerdo preciso para este escritor que nos honra. Gracias, Lina
ResponderEliminarLas palabras del epígrafe logran una buena síntesis de este autor que fusionó lo autóctono con lo literario. Polvo, tierra montaña,paisaje, paisano, lucha esfuerzo.. .
ResponderEliminarTizón escribió sobre lo que amaba.
MARITA RAGOZZA