ANDRÉS BELLO |
Vargas Llosa, el
español y el castellano
Escribo este texto
desde la admiración y el afecto que sentí toda mi vida por la obra de Mario
Vargas Llosa. Lo he leído con fervor de aprendiz, he sentido su amistad en
algunas ocasiones y aunque estuve y estoy en desacuerdo con casi todas sus
posiciones políticas, siempre lo defendí de ataques e incomprensiones. Es un
escritor excepcional, un maestro de la lengua.
Y
por eso mismo siento que lo persigue un equívoco, igual que a muchos de sus admiradores
en el mundo: la constante y creciente idea de que nuestra lengua es el español.
Que no lo es.
Hace
unos días él fue galardonado en México con el Premio Carlos Fuentes, al que
otros aspiramos con inmodestia, y las declaraciones de jurados y comentaristas
en diversos medios de lo que bien puede llamarse el establishment periodístico
internacional subrayan “la contribución que desde el español ha hecho para el
enriquecimiento del patrimonio de la humanidad”, como dijo el director de la Real Academia
Española, José Manuel Blecua.
El
mismo Vargas Llosa se manifestó “muy agradecido y conmovido” porque si bien no
esperaba más premios después del Nobel, este galardón es un nuevo, enorme
reconocimiento a la figura inolvidable de Carlos Fuentes, uno de los más
exquisitos escritores que dio nuestra lengua.
Claro
que entonces la pregunta que surge es de cuál lengua. Y si el propio Don Mario
celebra al “idioma español” porque “ha dado una literatura creativa, novedosa,
que es traducida y conocida en otros mundos lingüísticos”, entonces cabe la
discrepancia.
Que
me disculpen, pero no dejaré de insistir que en nuestra América nosotros no
hablamos “español” sino “castellano americano”, el mismo que prefiguró Andrés
Bello hace 200 años. Y acerca del cual el año pasado publiqué en estas mismas
páginas, y a propósito de la inauguración del Museo de la Lengua en la Biblioteca Nacional ,
un artículo titulado “La lengua que hablamos”. (sub. nuestro)
La
cuestión no es baladí. Hay una profunda diferencia ideológica en el asunto, que
hiede a neocolonización. Porque no se trata de discutir si es –como en efecto
es– el segundo idioma más estudiado en el mundo después del inglés y el tercero
más usado en Internet. No, la cuestión es que llamar aquí a nuestra lengua
“español” es una forma contemporánea de cambiar el significado del idioma que
nos une y nos expresa. Y digo contemporánea porque desde siempre, por
generaciones, el nombre de nuestra lengua para hablar, leer y escribir, o sea
el nombre del idioma de nuestra literatura –Bello dixit– fue castellano: “Se
llama lengua castellana (y con menos propiedad española) la que se habla en
Castilla y que con las armas y las leyes pasó a América, y es hoy el idioma
común de los Estados hispanoamericanos”.
Fue
por razones políticas y económicas muy recientes que España inició una sutil
reconquista cultural americana. Desde hace unos veinte años, lenta y
machaconamente, se nos fue imponiendo el nuevo nombre de nuestro idioma. El
avance de empresas como Telefónica y otras en América, en los ’90, más la creación
del Instituto Cervantes como avanzada política cultural de España en el mundo
–lo cual para mí es incuestionable; no es eso lo que discuto–, estuvo al
servicio de erosionar el prestigio del vocablo “castellano”. Y, además, ayudó
en esa tarea la fácil traducción del gentilicio a las lenguas de los países
desarrollados de Europa.
Desde
luego que a esa reconquista de América también la facilitó la
transnacionalización de las grandes casas editoriales argentinas, compradas
casi todas por poderosos holdings españoles. Lo cual tampoco es cuestionable en
sí mismo, quede claro. Pero sucedió, y hoy es inevitable ver que el
desplazamiento de la identidad de nuestra lengua, a la par de la brutal crisis
económica, social y cultural que vivimos hace una década, contribuyó a esa
estrategia no inocente.
El
castellano americano que hemos hablado por generaciones recogió tradiciones y
fortaleció identidades en toda nuestra América. Esa lengua, de raíz castiza
pero enriquecida con cocoliches, dialectos y el uso peculiar de millones de
extranjeros, creó finalmente una cultura que se desarrolló y definió con un
idioma común: el castellano de nuestra América. Rioplatense, andino, caribeño,
pero castellano.
Así
se escribió y así es leída la riquísima literatura latinoamericana. La que
llegó a ser universalmente apreciada gracias a Borges, Neruda, Rulfo y
Carpentier, entre muchos otros, y también gracias a Fuentes y Vargas Llosa,
pero como producto del castellano americano y no como literatura en español.
El
asunto tampoco es nuevo. Durante el primer gobierno peronista en los colegios
secundarios argentinos se estudiaba “Lenguaje Nacional”, y luego se estudió
“Castellano” a secas. Pero desde los cambios que impusieron ciertas modas
pedagógicas neoliberales y las editoriales españolas, en los ’90, se impuso en
nuestros ministerios y nuestras universidades un absurdo que padecen ya varias
generaciones de estudiantes argentinos: una inexacta e imprecisa materia
llamada “Lengua”, hoy popularizada a la par de la creencia de que hablamos
“español”.
Bienvenidos
sean los galardones literarios para maestros como Mario Vargas Llosa. Pero
también digamos que sus obras son nuestras y son ejemplares porque, precisa y
básicamente, las escribieron en el castellano americano que hablan y leen nuestros
pueblos. No en español.
Bueno
sería que ellos mismos, que lo saben, lo reconocieran. ■
Ellos escriben en castellano, lo saben, pero la hipocresía es más importante que la veracidad. Que la verdad. Arlt siempre adujo que él escribía en el idioma argentino, y yo agrego en el argentino de la urbe porteña.
ResponderEliminarandrés
Había leído esta nota de Mempo y me resultó esclarecedora, también pienso que ellos lo saben pero no se atreven a contradecir el orden que les establecen, C.A.T.
ResponderEliminarGracias Artesanías por este excelente y esclarecedor artículo
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