El
hombre del túnel
(cuento
para confesar y morir)
Iba
saliendo de aquel maldito caño -un tubo de cemento de no más de cincuenta
centímetros de diámetro en el que había tenido el coraje de meterme para
atravesar la carretera- cuando lo conocí. Contaba entonces siete años. Eso
explicará por qué, si es que se puede cruzar normalmente una senda, alguien
pensara en la angosta alcantarilla como vía. Y que todo el sacrificio de aquel
pasaje inaudito, agravado por la curva de la bóveda, fuese para nada,
absolutamente para y por nada.
Reptando
a duras penas, oliendo con todos los poros el vaho pútrido de la resaca
adherida a la superficie, logré alcanzar la mitad del tubo. Fue en ese preciso
punto de caramelo de la idiotez cuando sucedieron varias cosas, una de ellas
completamente subjetiva: el pensar que pudiera aparecerse de golpe algo
terrorífico, desde víbora a araña, siendo imposible el giro completo del
cuerpo, y debiéndose imaginar la marcha atrás como una persecución frontal por
el monstruo. Entonces, y ya instaurada para siempre la desgracia de la
claustrofobia, se advirtieron estos dos leves indicios compensatorios: ver
aproximarse cada vez más la boca del caño a la punta de mi lengua y vislumbrar
los pies de un hombre, al parecer sentado sobre la hierba, según la posición de
sus zapatos.
Es
claro que ni por un momento caí en pensar que era yo quien había estado
buceando hacia todo, sino que las cosas se vendrían de por sí, a fuerza de
tanto desearlas. (Dios, yo nunca te tuve, al menos bajo esa forma de cómoda
argolla de donde prenderse en casos extremos, ni siquiera como la cancelación
provisoria del miedo). Así, solamente asistida por una imagen circular y dos
pies desconocidos, fue cómo llegué a la boca de la alcantarilla, hecha una rana
bogando en seco, y exploré la cosa.
El
hombre de las suelas, gruesas y claveteadas en forma burda, estaba sentado,
efectivamente. Pero no sobre la hierba, sino en una piedra. Vestía de oscuro,
llevaba un bigote caído de retrato antiguo y tenía una ramita verde en la mano.
Mi
salida del agujero no pareció sorprenderlo. Aun sin sacar todo el cuerpo,
respirando fatigosamente y tatuada por la mugre del caño, debí parecerle un
gusano del estiércol que va a tentar suerte al aire de los otros bichos. Pero
él no hizo preguntas, no molestó con los famosos cómo te llamas ni cuántos años
con que a uno lo rematan cuando es chico, y que tantas veces no habrá más
remedio que contestar mostrando la retaguardia en un gesto típico. Si acaso
intentó algo fue sonreír. Pero con una sonrisa de miel que se desborda. Y
elaborada al mismo tiempo con los desechos de su propia soledad, quizás de su
propio túnel, como siempre que la ternura se quede virgen en esta extraña
tierra del desencuentro.
Entonces
yo emergí del todo. Es decir, me incorporé enfrentándolo. De nuevo volvió él a
echarme por encima aquel baño total de asentimiento, una especie de connivencia
en la locura que me caló hasta los tiernos huesos.
Nadie
en la vida había sido capaz de sonreírme en tal forma, debí pensar, no sólo
completamente para mí tal una golosina barata cualquiera, sino como si se
desplegase un arcoíris privado en un mundo vacío. Y casi alcancé a
retribuírselo. Pero de pronto ocurre que uno es el hijo de la gran precaución.
Hombre raro. Policía arrestando vagos. Nunca. Cuidado. Eran unas lacónicas
expresiones de diccionario básico, pero que se las traían, como pequeños clavos
con la punta hundida en la masa cerebral y las cabezas afuera haciendo de
antenas en todas las direcciones del riesgo. Malbaraté, pues, el homenaje en
cierne y salí a todo correr, cuanto me permitió e! temblequeo de piernas.
El
relato, balbuceado en medio de la fiebre en que caí estúpidamente, se repitió
con demasía. Y así, sin que nadie se diera cuenta de lo que se estaba haciendo,
me enseñaron que había en este mundo una cosa llamada violación. Algo
terrorífico, según se lograba colegir viendo el asco pegado a las caras como
las moscas en la basura. Pero que si, de acuerdo con mi propia versión del
suceso, podría provenir de aquel hombre distinto que había sonreído para mí
desde la piedra, debía ser otra historia. Violación, hombre dulce. Algo muy
sucio de lo que ellos estarían de vuelta. Pero sin que nada tuviese que ver con
mi asunto, divisible solamente por la unidad o sí mismo, como esos números
anárquicos de la matemática elemental que no se dejan intervenir por otros.
Tanto que supuse que violar a una niña sería como llevársela sobre un colchón
de nubes, por encima de la tierra suspicaz, a un enorme granero celeste sin
techo ni paredes. Y a estarse luego a lo que sucediera.
Así
fue cómo la imagen inédita de mi hombre permaneció inconexa, tierna y
desentendida de todo el enredo humano que había provocado. Detuvieron a unos
cuantos vagabundos, y nada. Mi descripción no coincidía nunca con harapos,
piojos, pelo largo, dientes amarillos. Hasta que un día decidí no hablar más.
Me di cuenta de que eran unos idiotas crónicos, pobres palurdos sin aventura,
incapaces de merecer la gracia de un ángel que nos asiste al salir del caño. Y
todo quedó tranquilo. Pero eso no fue sino el prólogo. Él reapareció muchas
veces, se diría que siete, las suficientes para una completa terrenidad. Y aquí
comienza la verdadera historia. El hombre de la acera de enfrente. El único que
asistió a mi muerte. La revelación final del vacío.
Yo
vivía entonces en una buhardilla. La había elegido por no tener nada encima ni a
los costados, una especie de liberación inconsciente del túnel, por si esto
fuera saber sicoanalizarse. Una vez, luego de cierta enfermedad bastante larga,
abrí la ventana para regar unas macetas y lo vi. Sí, lo vi, y era el mismo. Con
tantos años más encima, y no había cambiado ni de edad, ni de traje, ni
siquiera de estilo en el bigote. Se hallaba parado junto a una columna y,
aunque nadie pudiese creerlo, tenía la misma ramita verde de diez o doce años
atrás en la mano. Entonces yo pensé: esta vez será mío. Sólo que su imagen no
tendrá profanadores, no irá a caer en los sucios anales del delito común, al
menos siendo yo quien lo entregue… En ese preciso golpe mental de mi
pensamiento, él levantó la cabeza, desde luego que reconociéndome, y volvió a
sonreírme como en la boca del túnel. (Dios mío, haz que no se pierda de nuevo
—dije agarrándome de la famosa argolla del ruego—. Otros tantos años después
del después no serían lo mismo. Sólo tiempo de bajar a decirle que yo no lo
acusé. Y no únicamente eso, sino todo lo demás, las dulces historias que su
presunta violación había sido capaz de provocar más tarde, en toda soledad que
Tú desparramases bajo el cielo, cuando las horas eran propicias y las uvas
maduraban en sus auténticos veranos…).
Tomé
el teléfono y marqué el número del negocio vecino al lugar donde él había
reaparecido.
-Perdone
-dije contrariando mi repugnancia a este tipo de humillaciones- habla la
estudiante que vive en el último piso de enfrente…
-Sí…
¿Y?
-Bueno,
usted no lo podría comprender. Quiero, simplemente, que salga y diga a ese
hombre vestido de oscuro y con una ramita en la mano que está junto a la
columna, que la muchacha que regaba las macetas es aquella misma chiquilla del
túnel. Y que ya baja a encontrarlo, que no vaya a perderse de nuevo a causa de
los cinco pisos que deberá hacer para reunírsele. ¡Corra, se lo suplico!
-Nada
más, ¿eh? — se atrevió a preguntar el tipo.
-Vaya
de una vez -le ordené con una voz que no parecía salir de mis registros- lo
espero sin cortar. ¡Es que ya no podrían pasar de nuevo los mismos años, nunca
es el mismo tiempo el que pasa!
Mis
incoherencias, la locura con que le estaría machacando el oído, lo hicieron
salir a la calle. Le observé mirar hacia el punto preciso que yo había
indicado, mover la cabeza negando, y aumentar después el área de
reconocimiento. Al cabo de unos segundos, y mientras yo veía aún al forastero
en la misma actitud, volvió con esta estúpida rendición de noticias:
-Oiga,
¿por qué no se guarda las bromas para otro? Junto a la columna no hay ningún
tipo, ni nada que se le parezca. Esto no es un episodio del hombre invisible,
qué diablos…
-¡Bromas
las que quiere hacer usted, no yo -le grité histéricamente- está aún ahí, lo
sigo viendo!
-Eso
si no agarró las de villadiego al ver que yo o usted lo habíamos pescado a
punto de robarse mi bicicleta, ¿no?
-¡Cállese,
pedazo de bruto!
-O
las de cruzar la calle, no más -agregó tomándose confianza- para trepar de
cuatro en cuatro a su altillito… Porque yo siempre pienso que usted duerme ahí
demasiado sola y que cualquiera sería capaz de ir a acompañarla con gusto…
Le
corté el chorro sinfín de la estupidez con que amenazaba inundar el mundo. Y
hasta descubrir quién sabría qué conexiones secretas con los demás, los de
aquel tiempo qué se me había ido perdiendo entre uno y otro año nuevo,
llevándose sus caras. Por breves minutos de marcha atrás, volví a sentir mi
aire abanicado por sus alientos, algunos como el del parto de las flores, pero
otros tan iguales al de esas mismas flores cuando se pudren, que casi hubiera
sobornado a la muerte para que se los arrastrara de nuevo.
Fue
entonces cuando comprendí que jamás, en adelante, debería comunicar a nadie mi
mensaje. Todo era capaz de quedar injuriado en el trayecto por el puente que
ellos me tendían. Y en forma vaga llegué a intuir que ni yo misma estaría libre
de caer en sus fabulaciones, que era necesario liberar también al hombre de mí
propio favor simbólico, tan basto como el de cualquiera.
Cerrado,
pues, el trato definitivo, y mientras él seguía en la misma actitud de
contemplación, sin enterarse siquiera de que el dueño de la bicicleta la sacaba
del apoyo de la columna llevándosela al interior de la tienda, yo salí como una
sonámbula hacia la escalera.
Iría,
quizás, hablando sola, o contraviniendo la velocidad normal, o en ambas cosas a
la vez, cuando la mujer de color indefinido que subía resoplando con un bolso
lleno de provisiones en la mano, se interpuso en mi camino. Ya antes de
pretender su prioridad, se me había hecho presente con un olor como de escoba
mojada con que traía inundado el pasillo. La estaba imaginando en una pata,
yéndose a la oscuridad de la rinconera a colgarse sola por una argollita de
hilo sucio que ella misma se habría atado en la ranura del cuello, cuando
persistió en tomarse toda la anchura del pasaje. Luchábamos por el espacio
vital, sin palabras, a puro instinto de conservar lo más caro, ella su vocación
de estropajo, yo la boca del túnel donde iba a hallar de nuevo algo que me
pertenecía, cuando no tuve mas remedio que empujar. Sí, empujar, qué otra cosa.
Dos veces no va uno a dejarse interferir por nadie, mientras hace equilibrios
en la cuerda tirante del destino sobre las pequeñas cabezas de los que miran de
abajo.
Y
llegó ella primero que yo, es claro. Cuando la volví a ver en el último
descanso, mirándome fijamente con dos ojos de vidrio entre el desparramo de sus
hortalizas, ya era tarde. El hombre había desaparecido. No diré que para
siempre. Mas su periodicidad, contándose desde mi violación a mi primer crimen,
luego a las otras menudencias de las que él fue también principal testigo, y en
las que siempre los demás actuaban de desencadenantes, se me llevó pedazos de
la pobre vida que nos han dado. Es que uno merodea por años alrededor de ese
algo que nos van a quitar, y luego hasta tiene valor para esperar a que el vino
se ponga viejo. Así, cuando mucho tiempo después cambié las escaleras por
ascensor automático, y nadie supo en el piso de dónde venía la mudanza, casi
llegué a saludar a una mujer parecida a mí que se echaba hacia atrás los
cabellos en un espejo del pasillo. Dios mío, iba a decir ya como alguna otra
vez en las apuradas. Pero recordé de pronto el peor y el mejor de mis trabajos,
aquel de quitarle limpiamente su hombre a una prójima desconocida. Y decidí que
mi pelo ya desvitalizado era una cosa de poca monta para andar a los golpes en
la última puerta en busca de lástima.
Hasta
que cierto atardecer lluvioso, no podría decir cuánto tiempo después, el hombre
del túnel volvió a aparecer en esa y no otra acera de enfrente, con el olfato
de un perro maníaco que anduviera de por vida tras la pieza. Entonces yo decidí
que nada en este mundo podría impedirme ya que me precipitase a su encuentro
definitivo. Estaba así, sin intermediarios de ninguna especie, apretando el
botón de la jaula, cuando vi recostada a la pared la escalera de emergencia.
-Eso
es, lo de siempre -farfullé- la atracción invencible del caño, aunque la senda
normal sea ahora ésta que va y viene verticalmente con su incuestionable
eficacia propia.
De
pronto, y mientras la puerta del ascensor se abría de por sí como un sexo
acostumbrado, el pasamanos grasiento de la escalera se me volvió a insinuar con
la sugestión de un fauno tras los árboles. El minuto justo para cerrarse la
puerta de nuevo. Y yo hacia atrás de la memoria, cabalgando en los pasamanos
tal como alguien debió inventarlos para los incipientes orgasmos, que después
se apoderan de las entrañas en sazón, hasta terminar achicándose en los
climaterios como trapo quemado.
-¡Sí!
-grité de golpe, completamente libre ya de toda carga, incluso la de los otros,
que también soportan lo suyo encima.
Aquel
sí colgado del vacío, sin más significación que la de su arrasamiento, se quedó
unos instantes girando en el aire de la caja con otros sí más pequeños que le
habían salido de todo el cuerpo y me acompañaron hasta la puerta. Crucé luego
la calle con el mismo vértigo con que había cabalgado la escalera, ajena a la
intención de las ruedas que se me venían como si el mundo entero hubiese
enfilado sus carros en busca de mis vísceras. Yo estaba sorda y ciega a todo lo
que no fuera mi objetivo, el abrazo consustancial del hombre de la ramita verde
que seguía parado allí, sin edad, omiso ante la obligación de correr como un
loco detrás del tiempo. Fue entonces cuando pude ver fugazmente cómo el
violador de criaturas, el ladrón, el asesino, el que codicia lo que no le fue
dado, y el todo lo demás que puede ser quien ha nacido, abría los brazos hacia
mí. Pero en una protección que no se alcanza si las ruedas de un vehículo
llegaron primero. Lo vi tanto y tan poco que no puedo describirlo. Era como un
paisaje tras los vidrios del tren expreso, con detalles que nunca se conocerán,
pero que igualmente aterciopelan la piel o la erizan de punta a punta.
-Gracias
por la invención de las siete caídas -alcancé a decirle viendo rodar mi lengua
como una flor monopétala sobre el pavimento.
Entré
así otra vez en el túnel. Un agujero negro bárbaramente excavado en la roca
infinita. Y a sus innumerables salidas, siempre una piedra puesta de través
cerca de la boca. Pero ya sin el hombre. O la consagración del absoluto y
desesperado vacío. ■
iMPOSIBLE improvisar un comentario sobre el relato de esta increíble narradora uruguaya, profunda, de ágil pluma a pesar del tema nada pastoral. Me produjo una gran impresión tanta belleza y creatividad.
ResponderEliminarandrés
La protagonista va creando y mostrando su vulnerabilidad, se acerca a los peligros,le echa culpas a su cuerpo y a su búsqueda.
ResponderEliminar" Dios, yo nunca te tuve. . ." en una trama circular, indefinida , donde caben la niña, la mujer adulta , y también el lector.
No encuentro adjetivos para tanta maravilla.
Gracias Artesanías por esta publicación.
MARITA RAGOZZA
El relato fluye como las aguas en pendiente y va tomando fuerza y arrastra, trama, personaje y lector. Una alegoría a la represión de género escrito de manera eufemística, excelente, Carlos Arturo Trinelli
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