náuseas y
vértigos en movimiento
¿Habrá recién nacidos o a poco de nacer, que se mareen cuando son
hamacados en las cunitas, cochecitos para bebés o en los brazos de sus mayores?
iQuién sabe! ¿no?. Habría que analizarles ese maravilloso vómito infantil que
nos impregna la vida de tierno aroma a lactancia. En realidad, se me ocurrió
porque estoy recordando que de niña, me mareaba en colectivos y automóviles, y
había que bajarse para mi recuperación. Respecto de los trenes no hubo ese tipo
de problemas –la mayoría de las veces viajaba con los abuelos o los tíos-.
El mayor incordio se presentaba cuando estando sin ellos, había
que pasar de vagón en vagón frente al baño, por lo que así subiéramos al más
repleto, tal vez mejor era no moverse de allí. Y algo de cierto debe haber en
ello, porque recuerdo que no podía respirar abrazada a las polleras de la tía, que
mirando a lado y lado me protegía del tumulto, mientras yo al punto de la
asfixia y el desmayo, levantaba la cabeza para sentir que me llegaba un poco de
aire, hasta que la tía me rescataba de tanto agobio poniéndome a “cococho”
del tío. Eso me encantaba por la increíble diferencia de perspectivas: no es lo
mismo mirar a la gente desde el piso y sin aire, que desde arriba y con mucho
aire a disposición. Por lo demás, el vértigo también sobrevenía cuando, por “la
peligrosidad” de vagón repleto, me bajaban por las ventanillas pasándome de
mano en mano desconocidas.
Más tarde, me marearon las calesitas. ¡Ay, siempre tan vuelteras
ellas! Para serle fiel a los recuerdos, debo remarcar que igual me apasionaban.
De puro soñadora y para darle vueltas a la imaginación, continuaron gustándome
de adulta. Sólo que, hoy por hoy, vivo y paseo por ciudades en las que no
existen las calesitas. Me imagino dueña de una, abierta libremente a la entrada
de todo niño de este Medio Lugar Sin Limites ni Limitaciones, rumbo a un mundo
que no sea para marearse, sino un lugar donde remontar cometas con la esperanza
en vuelo sin temor a que algún misil les corte el piolín, dejándolos por el
piso como marionetas descolgadas de su única posibilidad de existencia. Pero, volviendo
al asunto que me ocupa, hay algo que nunca pude hacer y fue subir a un bote o
barquito. Ni siquiera amarrados a puerto seguro en el embarcadero. Me mareaban
igual. No había seguro en las seguridades, por lo que las certezas me empezaron
a caer de maduras. Y aquel balanceo de la vida que te quita todas las
estabilidades, me atormentó desde niña.
¿Cómo se entiende entonces que me haya originado en un vientre
materno rodeada de líquido amniótico? ¿También allí me sentiría mareada? Tal vez sí, porque según cuentan, me apuré a
salir –la ansiedad me acompañó desde antes del nacimiento y no siempre fue
negativa-. Y como es bien sabido, existe un trauma de nacimiento inherente a
todo bebé ante la desestabilización del confort interno que le sobreviene al
rompimiento de bolsa materno, cuando se encuentra con el nuevo medio de la
propia realidad.
Un día descubrí que me mareaban los puentes altos si pasaban bajo
ellos agua o el tren. Tal vez porque el agua y el tren también se movían mucho
debajo mío. Igual, y fiel a la ansiedad personal desde antes de nacer-, los
pasaba corriendo para que terminaran pronto y poder ya estar del otro lado sin
nada moviéndose… Recuerdo ahora que la primera vez que viajé en avión de ida y
vuelta cerca del gran país de nacimiento, también padecí mareos. Claro que no
me pude bajar y tuve que atenerme a las bolsitas plásticas a disposición del
pasajero. La segunda vez que viaje en avión solo de ida y lejos del país de
nacimiento, a pesar del largo día y horas de viaje, no padecí ningún síntoma
especial, salvo el del enamoramiento por la nueva tierra y el de la renovada
experiencia por las alturas que volvía a resultarme tan placentera. Resulta
ahora significativo que, al cabo de tantos años sin avión de vuelta, ya no me
asombren las náuseas. Y en general, a la hora del viaje, utilizo el tren sin
moverme del vagón elegido de antemano. Para los viajes muy cortos, prefiero el
a pie. Y para los de mediana distancia sin posibilidad de trenes, prefiero el
aplazamiento para otro día.
Hay tanta curva sobre precipicios en las no tan largas
distancias… que la sensación de inestabilidad es una alarma sintomática
constante, y termino aplazando esos viajes. Me pregunto si estaré padeciendo de
imaginario, ya que con sólo pensar en un avión de vuelta al que tenga que subir
sola vuelve el vértigo como olas adentrándose en la arena, vuelven las náuseas
como pozos insondables en los que uno nunca termina de caer. No importa el
destino. Es un tipo de vértigo que no me toca el cuerpo, todavía… si no el alma.
Un instinto de que destino somos todos con todos y ninguna cosa más. Un
presentimiento de que subir sola modificó mi manera de ver la realidad. Una
astilla clavada en la palma de la mano y otra en el corazón… uno podría
quitarse la primera, pero la segunda permanecería allí como un fastidio
constante, para recordarnos a diario la existencia de un compromiso con este que
pisamos… Un compromiso que no todos podemos asumir de la misma manera ni con la
misma valentía. Ni siquiera con fervor similar. Sin embargo, nos pertenece como
parte de nuestro ser en este mundo y uno
no debe cometer la torpeza de quitarse el incómodo de encima.
Volviendo al tema, es cierto también que nunca fui muy “normal”. Por
ejemplo, cuando tuvieron que aplicarme radioterapia y quimioterapia, me
aseguraron que padecería de tremendas náuseas y vómitos además de la caída del
cabello que, nunca se me cayó porque me rapé allí mismo. ¿Dónde el sentido de
perder cosas de las que uno puede deshacerse por propia voluntad sin más
complicaciones?
Y luego, el resto lo hizo ese fuera de lo “normal” mío, que me
puso dentro del caso atípico de persona a la que la radioterapia y la
quimioterapia no le produjeron la sintomatología habitual y esperada. Y eso que
entonces, me veía obligada inevitablemente, a realizar los viajes diarios de
mediana distancia por las rutas ya descriptas, y sin más alarma que el sueño
letárgico en el que me sumía el invasor tratamiento. En este fuera de lo
“normal”, debo reconocer el mérito existente en el nuevo vértigo que me
atormenta. Ya no aquel de la infancia, cuando
debía correr para pasar del otro lado donde ya nada se movía debajo de mí. Si no
este otro nuevo, de todo lo que se mueve por arriba y por detrás de mí y por al
lado mío, de un modo violentamente ajeno al control de mi voluntad. No importa
por dónde corra para pasar rápido.
La violación a los derechos del niño y del hombre supera
cualquier asco. Y en esa náusea incontenible ya, me gustaría poder volver a
correr por los puentes sobre el agua y los trenes, porque prefiero mi único
vértigo, mi único vómito incontenible e insoportable, a este vértigo general y
compartido de un mundo en peligro.
“Suena la calesita de la esquinita sombría… Mira que lindo suena
su musiquita!” Que vengan todos los niños y todos los hombres del mundo. Vamos a
derribar la venta de boletos para subirnos a una calesita con entrada para
todos, hacia la libertad sin precios y en paz… ■
Elsa, ojalá pudiéramos tomar nuestra vida, día a día, con el humor de tu relato. Nos llevás por senderos celestiales y a la vez diabólicos a recorrer la vida del hombre...Un abrazo
ResponderEliminarconmovida por tu relato Elsa . hay tantos vértigos en la vida , salvo el del amor , no creo que haya otro placentero .
ResponderEliminarUn abrazo fuerte.
amelia
Hay vértigos y náuseas temporales, pero también surgidas por la sensibilidad, por la empatía con la injusticia y , muy pocas veces, por la calesita o la hamaca.
ResponderEliminarAlgunos creen que es el sello de " lo no muy normal".
Una narración escrita desde la valentía, con claros y oscuros muy marcados.
Felicitaciones,Elsa.
MARITA RAGOZZA
Un alegato que corre la frontera de lo posible así, como debe ser, sin mareos. Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarMuy original y profundo tu itinerario del vértigo. Me gustó mucho
ResponderEliminarCristina Pailos
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3.saludetes!